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Antonio Garrido: La escriba

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Antonio Garrido La escriba

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¿Podrá la hija de un escriba decidir el destino de la cristiandad? Alemania, año 799. Se aproxima la coronación de Carlomagno. El emperador debe encargar la traducción de un documento de vital importancia. La labor recae en Gorgias, un experto escriba bizantino, quien debe realizar esta monumental tarea en absoluto secreto. Theresa, la hija de Gorgias, trabaja como aprendiz de escriba. La misteriosa desaparición de su padre la obliga a infiltrarse en una conspiración de ambición, poder y muerte, en la que nada es lo que parece.

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En ese momento el tronco crujió a espaldas de Izam, quien comprobó horrorizado cómo el andamio cedía y una lluvia de listones comenzaba a caer al abismo. No le dio tiempo a reaccionar. De repente el tronco se hundió por el extremo de la muralla al tiempo que el andamiaje crujía y chasqueaba. Los contendientes comprendieron que iba a desprenderse y se desplazaron hacia el extremo contrario. Pese al desnivel del tronco, Hóos alcanzó el torreón con relativa facilidad, pero Izam resbaló al franquear la zona engrasada. Por un instante su cuerpo pendió en el aire, pero logró aferrarse al saliente de una rama.

Theresa chilló y su grito llegó hasta Izam, quien desesperadamente buscaba dónde asirse. Por suerte, sus dedos encontraron una flecha que había atravesado un odre y permanecía profundamente clavada. El dardo y el saliente le permitieron asegurarse mientras Hóos presenciaba la escena agarrado a su hacha. Se carcajeó al comprobar que Izam se debatía como un pájaro en un cepo.

– ¿Necesitas ayuda? -ironizó.

Izam pendía del tronco sin terminar de encaramarse. Hóos desprendió el hacha y comenzó a voltearla.

– ¿Sabes, Izam? Me gusta clavarla -le gritó-. A Theresa le encantaba -añadió rozándose la entrepierna.

Iba a lanzarle el hacha cuando inesperadamente el tronco cedió por el extremo alojado en el torreón. El estertor hizo que Hóos cayera hacia atrás, rebotara en la piedra y saliera repelido hacia delante, a escasa distancia de donde Izam colgaba. Por fortuna, el tronco se enderezó, lo que permitió a Izam engancharse al saliente de otra rama.

Hóos sonrió. Bajo la lluvia, su rostro parecía el de la fiera que conoce la impotencia de su presa.

Avanzó observando a Izam debatirse sobre la sima. Cuando se supo cerca, lanzó un mandoble que Izam esquivó, apartando la pierna que le mantenía enganchado, y de nuevo pendió sobre el abismo. Hóos desclavó el hacha mientras Izam aprovechaba para volver a encaramarse. Por un instante ambos se miraron: Hóos agazapado, empuñando su arma, disfrutando de la caza, e Izam desarmado, intentando defenderse. De repente, el hacha silbó hasta enterrarse a un palmo de la cara de Izam y éste supo que era su oportunidad. Aferrándola del mango, tiró con violencia de ella, y sin pensarlo lanzó un envite que Hóos sorteó con agilidad felina. En ese instante una sucesión de crujidos dio paso al estruendo que anunciaba el inminente derrumbe. Sin tiempo para más, el extremo del tronco del lado de la muralla comenzó a desplomarse. El otro extremo aguantó. Izam y Hóos se aferraron como pudieron, pero una nueva sacudida hizo que Hóos perdiera su asidero y se precipitara al vacío. Ya caía cuando, en el último instante, Izam le sujetó. El tronco volvió a estremecerse y se inclinó aún más. Izam trató de elevar a Hóos mientras éste le suplicaba que le salvara. Para poder izarlo, arrojó el hacha al foso y se agarró a unas ramas. En un último esfuerzo, tiró de Hóos y consiguió que se afianzara.

Ahora Hóos estaba tras él, y ambos debían trepar hacia el torreón si no querían que el tronco les arrastrara cuando se desgajara de la piedra que lo sujetaba. Izam emprendió el ascenso y Hóos le secundó. Sin embargo, durante el avance, Hóos arrancó una de las flechas clavadas, avanzó con ella, y cuando Izam se disponía a alcanzar la torre, se la enterró en la espalda.

Theresa gritó de desesperación. Llevaba un rato intentando soltarse, pero ahora la lluvia había lubricado sus muñecas y humedecido las ligaduras. Los guardias, pendientes de la lucha, no la vigilaban. Theresa tiró con toda su alma y liberó un brazo. El otro le siguió de inmediato. Se frotó las muñecas, que apenas notaba. Luego agarró un madero de la pira y descendió por detrás hacia los guardias. Justo a sus espaldas descansaba la ballesta de Izam. Iba a apoderarse de ella cuando un soldado se volvió, pero Theresa le golpeó con el madero y cayó al suelo conmocionado. Cogió un dardo y corrió hacia el torreón. Al advertirlo, el otro guardia intentó detenerla, pero Theresa alcanzó la puerta y la atrancó tras franquearla. Luego subió las escaleras de dos en dos, con el corazón saliéndosele por la boca. Cuando alcanzó la ventana, vio que Hóos golpeaba a Izam con el propósito de arrojarlo al vacío.

La ballesta ya estaba cargada. Apuntó y disparó, pero el dardo hendió el aire y se perdió en la lejanía. Se maldijo por su precipitación. Hóos volvió a golpear a Izam, quien se aferró al tronco para salvar la vida. Entonces Theresa lo intentó con el único dardo de que disponía. Enganchó la palanca que tensaba la ballesta, pero sólo consiguió lastimarse la mano. Miró a Izam y advirtió que iba a caer. Enganchó de nuevo la palanca y miró a Hóos. Pensó en sus falsas caricias y estiró… Pensó en su padre y estiró… Pensó en Izam y estiró hasta que la madera cedió y tensó el arma. Colocó el dardo en la acanaladura y apuntó, a sabiendas de que sólo dispondría de esa oportunidad. Hóos se disponía a acabar con Izam. Theresa empuñó la ballesta hasta que sus brazos dejaron de temblar. Luego guiñó un ojo y, con calma, disparó. Hóos iba a descargar su puñal cuando sintió un escalofrío atravesándole la espalda. Bajó la mirada hacia su pecho y, mientras se le nublaba la visión, observó incrédulo cómo un dardo ensangrentado asomaba por su casaca. Lo último que vio antes de caer al vacío fue el rostro de Theresa demudado por la venganza.

Izam no se detuvo a mirar. Gateó rápido hasta alcanzar el torreón, justo en el instante que el tronco se desgajaba y caía por el cortado, llevándose por delante el murete del patio de armas.

Nada más incorporarse abrazó a Theresa, que lloraba desconsolada. La besó sin pensarlo. La lluvia los empapaba. Descendieron despacio, en silencio. Abajo, los soldados golpeaban la puerta, pero ésta resistía porque era de madera gruesa, al igual que el madero que la atrancaba. Izam descorrió la vigueta. Al otro lado aguardaban Drogo, Alcuino, Flavio Diácono y los dos guardias. Wilfred permanecía más atrás, cerca del murete que acababa de derruirse.

– Gracias -le dijo Alcuino a Izam.

Theresa no comprendió. Izam acababa de derrotar a su campeón y Alcuino se lo premiaba. Aún entendió menos cuando el fraile se giró hacia ella y la protegió con su sotana. En ese instante, Drogo ordenó a los soldados que abandonaran el patio de armas.

– Al final todo se aclara -afirmó Alcuino con serenidad.

La lluvia amainaba. El fraile se encaminó hacia Flavio, quien curiosamente retrocedió hacia el pretil medio desmoronado.

– He de reconocer que me costó trabajo -le dijo-. Vos, Flavio Diácono, enviado papal y nuncio de Roma. ¿Quién podría imaginaros el causante de tanta desgracia?

Theresa hizo ademán de intervenir, pero Izam hizo que aguardara.

– El ataque sufrido por Gorgias -prosiguió Alcuino-, la muerte de la pobre ama de cría, el secuestro de las niñas, el asesinato del joven centinela… Decidme, Flavio, ¿hasta dónde habríais llegado?

– Desvariáis -sonrió incómodo-. El Juicio de Dios ha resultado nítido. La derrota de vuestro defensor os compromete.

– ¿Derrota? Fuisteis vos quien eligió a Hóos Larsson.

– Para defenderos -arguyó Flavio.

– Yo opino que para salvaros. Si Hóos vencía, como pretendíais, la muchacha acabaría quemada. Si Hóos moría, os librabais de vuestro esbirro, el único que podía delataros. Hóos siempre actuó bajo vuestro mando. ¿Y qué decir de Genserico, vuestro otrora aliado? Pagasteis bien a ambos con sueldos de oro acuñados en Bizancio. -Sacó una bolsa que le mostró-. Una moneda cuya circulación, como todo el mundo sabe, está prohibida en el territorio franco. ¿De dónde la habéis sacado?

– Ese dinero se lo entregué a Hóos para que luchara -le espetó el nuncio-. Vos mismo autorizasteis el pago.

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