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Antonio Garrido: La escriba

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Antonio Garrido La escriba

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¿Podrá la hija de un escriba decidir el destino de la cristiandad? Alemania, año 799. Se aproxima la coronación de Carlomagno. El emperador debe encargar la traducción de un documento de vital importancia. La labor recae en Gorgias, un experto escriba bizantino, quien debe realizar esta monumental tarea en absoluto secreto. Theresa, la hija de Gorgias, trabaja como aprendiz de escriba. La misteriosa desaparición de su padre la obliga a infiltrarse en una conspiración de ambición, poder y muerte, en la que nada es lo que parece.

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– ¿Por qué decís eso?

Alcuino se hurgó en los bolsillos y sacó un puñado de cereal.

– Porque en el granero donde amputaron el brazo a tu padre encontré grano contaminado.

Le explicó que, sin duda, Hóos habría intentado hacer negocio aprovechando la hambruna que padecían en Würzburg. Los jóvenes muertos habían sido contratados por Hóos para diversas tareas. Debió de pagarles con el grano, que él no comió al haber sido advertido por Lotario. Tal vez desconocía que los efectos fueran tan rápidos, pero de repente se encontró con que los muchachos enfermaban y amenazaban con descubrirle, así que sobre la marcha decidió asesinarlos.

– Y culpar de nuevo a mi padre.

– En efecto. Debía encontrarlo, y si lo acusaba de varias muertes todos en Würzburg ayudarían a buscarlo. Realmente ignoro si Hóos averiguó que tu padre se escondía en la mina. Tal vez lo sospechara, o tal vez fuera el destino. El caso es que su presencia ya no convenía a nadie. Flavio y Hóos lo querían muerto, pues si Gorgias se recobraba, podría transcribir otro pergamino.

– Y vos también, para ocultar sus hallazgos.

– ¿A qué te refieres? -preguntó el fraile, extrañado.

– A que también le queríais muerto. Mi padre había descubierto la hipocresía de ese documento.

Alcuino frunció el ceño. En ese momento regresó el doméstico con las viandas, que el propio Alcuino las rechazó con aspavientos.

– Te repito que apreciaba a tu padre. Pero, en fin, dejemos ese asunto. Por mucho que hubiera hecho por él, igualmente habría muerto.

– Pero no como un perro.

Alcuino no pestañeó. Cogió una Biblia y buscó el capítulo de Job. Lo leyó en voz alta, como justificando su comportamiento.

– Dios nos exige sacrificios -agregó-. Nos envía desgracias que quizá no comprendemos. Tu padre ofreció su vida y deberías agradecérselo.

Theresa le miró a los ojos con determinación.

– Si algo he de agradecerle, es que viviera lo suficiente para aprender de él que nunca fuera como vos. -Y abandonó la estancia, dejando plantado a Alcuino.

De camino al barco, Izam le explicó el motivo por el cual el fraile la había acusado de robar el pergamino.

– Para protegerte -le aclaró-. De no haberlo hecho, Flavio habría acabado contigo. Fue a Flavio a quien escuchaste en el túnel. Hóos mató al joven centinela, pero era a ti a quien buscaba. Encontró la Vulgata esmeralda y se la llevó creyendo que contenía el pergamino. Luego, al comprobar que era una simple Biblia, la arrojó al claustro para que nadie advirtiera que la había sustraído.

– ¿Y por eso me encerró en la fresquera? ¿Y por eso permitió que me azotaran? ¿Por eso pretendió quemarme viva?

– Tranquilízate -le pidió el joven-. Pensó que en la fresquera, pendiente de una ejecución, te encontrarías a salvo. Lo de los azotes fue cosa de Wilfred. El conde desconocía el plan urdido por Alcuino.

– ¿Plan? ¿Qué plan? -preguntó ella sorprendida.

– El de retar al propio Alcuino.

Theresa no comprendió, pero Izam continuó.

– Fue él quien me lo propuso -dijo refiriéndose al fraile-. Vino a verme y me informó de cuanto te he dicho. Alcuino no sabía de qué forma protegerte y a la vez desenmascarar a los asesinos, así que me pidió que le retara. Cuando lo hice y Alcuino pidió que lo representara un campeón, Flavio se descubrió al proponer a Hóos Larsson.

– ¿Y tú le creíste? ¡Por Dios, Izam! Piensa un momento. Si Hóos te hubiera vencido, a mí me habrían ajusticiado.

– Eso nunca habría ocurrido. Drogo estaba al tanto. Si yo hubiera muerto, igualmente te habrían liberado.

– Pero entonces… ¿por qué luchaste?

– Por ti, Theresa. Hóos mató a tu padre. Merecía ese castigo.

– Podrías haber muerto -se echó a llorar.

– Era el Juicio de Dios. Eso no habría sucedido.

Tres días después de las exequias, un cónclave exculpó a Wilfred de los crímenes cometidos. Drogo, como juez supremo, dictaminó que las muertes de Korne y Genserico respondían con ecuanimidad a la infamia de sus actos, y todos los presentes aplaudieron el veredicto. Aun así, Alcuino condenó la ambición que había guiado a Wilfred: un apetito cristiano, pero un apetito asesino, dijo.

A la salida de la asamblea, Alcuino se encontró con Theresa, rodeada de ropa y libros agrupados en varios hatillos. Habían quedado para despedirse. Alcuino volvió a proponerle que escribiese de nuevo el pergamino a cambio de dinero, pero ella se negó en redondo. Finalmente, el fraile lo admitió.

– Entonces… ¿seguro que quieres marcharte? -le preguntó.

Theresa dudó. La noche anterior, Izam le había pedido que le acompañara a Aquis-Granum, pero ella aún no había respondido. Por un lado, deseaba emprender una nueva vida; olvidarlo todo y seguirle en el barco que zarparía al día siguiente, pero por otro, un sentimiento le impelía a permanecer junto a Rutgarda y sus sobrinos. Era como si de repente todas las enseñanzas de su padre, su afán por convertirla en una mujer culta e independiente, también hubieran perecido. Por un instante se vio siguiendo los consejos de Rutgarda, casándose en Würzburg y pariendo hijos.

– Aún puedes quedarte y trabajar conmigo. Yo permaneceré una temporada en la fortaleza para ordenar el scriptorium y ultimar ciertos asuntos. A Wilfred lo recluirán en un monasterio, de modo que podrías ayudarme, y más adelante decidir sobre tu futuro.

Ella no lo pensó. Trabajar entre pergaminos era lo que siempre había anhelado, pero ahora añoraba un mundo distinto. Izam le había hablado de él y ella deseaba descubrirlo. Alcuino lo advirtió. Mientras la ayudaba a cargar los bártulos, él le preguntó de nuevo por el documento de Constantino.

– La primera transcripción -le aclaró-. Mientras estaba cautivo, tu padre debió de concluirla.

– Nunca la vi -mintió la muchacha.

– Sería vital. Si apareciera, aún podríamos presentarla en el Concilio -insistió.

– Os repito que nada sé. -Reflexionó antes de añadir-: Y aunque supiera de su paradero, jamás os la entregaría. En mi pensamiento no cabe la mentira, ni la muerte, ni la ambición, ni la codicia, por más que la esgrimáis en nombre del cristianismo. Quedaos pues con vuestro Dios, que yo me quedo con el mío.

Theresa se despidió cortésmente sin pensar en el pergamino. No le importaba. Ya lo había destruido.

Mientras caminaba hacia el embarcadero recordó los extraños signos que su padre había dibujado en la fresquera y se preguntó por qué habría grabado aquellas vigas repetidas.

Encontró a Izam en la orilla, ayudando a sus hombres a calafatear el navío. En cuanto él la vio, soltó el cubo de brea y con las manos ennegrecidas corrió a ayudarla con los bártulos. Ella rio cuando los dedos de él le riñeron el rostro hasta dejárselo como el de una carbonera. Se limpió con un paño y lo besó, extendiéndole la brea por su cabello oscuro y limpio.

Abril

Capítulo 32

La singladura transcurrió sin incidentes, con los graznidos de los ánades acompañando a los navíos y los bancos de flores festoneando la ribera como dispuestos por un comité de bienvenida. Desembarcaron en Frankfurt, donde se separaron de Drogo para unirse a una caravana que partía pronto hacia Fulda. Allí encontraron a Helga la Negra con la barriga más oronda que Theresa jamás hubiese visto. Al reconocerlos, la mujer dejó caer el fardo de heno que portaba y corrió hacia su amiga bamboleándose como un cántaro. La estrechó con tanta fuerza que Theresa pensó que le reventaría la tripa. Cuando Helga supo que se establecerían en Fulda, dio tantos saltos que a punto estuvo de parir allí mismo.

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