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Antonio Garrido: La escriba

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Antonio Garrido La escriba

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¿Podrá la hija de un escriba decidir el destino de la cristiandad? Alemania, año 799. Se aproxima la coronación de Carlomagno. El emperador debe encargar la traducción de un documento de vital importancia. La labor recae en Gorgias, un experto escriba bizantino, quien debe realizar esta monumental tarea en absoluto secreto. Theresa, la hija de Gorgias, trabaja como aprendiz de escriba. La misteriosa desaparición de su padre la obliga a infiltrarse en una conspiración de ambición, poder y muerte, en la que nada es lo que parece.

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De camino a las tierras de Theresa, Helga le preguntó a escondidas si se casaría con Izam. La muchacha rio nerviosa. Él no se lo había pedido, pero ella confiaba en que algún día se decidiría. Le habló de sus planes para roturar más tierras y construir una casa segura y amplia, como las que edificaban en Bizancio, con varias estancias y un cuarto aparte con letrina. Izam era un hombre resuelto y disponía de ciertos ahorros, así que imaginó que sin duda lo conseguirían.

Cuando Olaf vio aparecer a Theresa e Izam, corrió hacia ellos como un mozuelo. A Izam le sorprendió el manejo que el esclavo hacía de su pierna de madera y enseguida se interesó por el funcionamiento de la articulación. Mientras ellos se enfrascaban hablando de artilugios, caballos y terrenos, Theresa y Helga se dirigieron a la cabaña que Olaf y los suyos habían transformado en un hogar. Los niños habían ganado peso y Lucilla disponía de comida sobre la mesa.

Aquella noche durmieron mal, apretados unos contra otros pese a que Olaf pernoctó fuera. Al día siguiente exploraron los sembrados, que ya comenzaban a germinar, así como las tierras aún incultas. Por la tarde bajaron a Fulda para comprar madera y herramientas, y en los días siguientes iniciaron la construcción del que sería el hogar de la familia.

Al cuarto día, Izam aprovechó que Olaf y Lucilla habían bajado al pueblo para hablar a solas con Theresa. Dejó la leña que acarreaba y se acercó a ella por la espalda para abrazarla con ternura. Ella dejó que su sudor la humedeciera antes de volverse para besar sus labios gruesos y dulces. Izam le acarició las manos, ahora cubiertas de ampollas.

– Antes eran delicadas -se lamentó.

– Antes no te tenía a ti -repuso ella, y le besó.

Izam miró alrededor mientras se apartaba el resudor de las cejas. La casa avanzaba despacio, y no sería tan grande como habría deseado Theresa. Además, las tierras vírgenes requerían más esfuerzo del calculado; quizá demasiado para los pobres rendimientos que esperaba obtener de ellas. Sin embargo, admiró el pundonor con que Theresa abordaba cualquier faena.

Pasearon junto al arroyo. Izam pateó algún guijarro. Cuando Theresa le preguntó qué estaba pensando, él le espetó que no quería aquello para ella.

– ¿A qué te refieres?

– A este tipo de vida. No es lo que mereces -respondió él.

Theresa no comprendió. Le dijo que se conformaba con sentir que él la quería.

– ¿Y tus libros? Te he visto cada noche releer en tu tablilla.

Ella intentó ocultar las lágrimas que afloraron a sus ojos.

– Podríamos ir a Nantes -propuso Izam-. Allí poseo tierras fértiles heredadas de un pariente. El clima es suave, y en verano las playas se llenan de gaviotas. Conozco a su obispo, un hombre bueno y sencillo. Seguro que te presta libros y podrás escribir algún texto.

El rostro de Theresa se iluminó. Le preguntó qué sucedería con Olaf y su familia, pero para su asombro, Izam ya lo había resuelto. Viajarían con ellos y les servirían en su nuevo hogar.

Durante los días siguientes ultimaron los preparativos. Vendieron las tierras, enviaron una parte de lo obtenido a Rutgarda y cedieron varios arpendes a Helga la Negra. El primer domingo de mayo emprendieron el viaje junto a unos comerciantes que cubrían el trayecto hasta París. De camino hacia Nantes, cogida a su prometido, Theresa observó que el cielo se volvía cada vez más limpio y recordando a su padre, celebró con un beso las asechanzas del destino.

Epílogo

Aunque a Eric el Sucio le hubieran arrancado un diente en su última pelea, aún escupía más lejos que el resto de los chiquillos. Por eso, y porque disponía de los puños más rápidos de Würzburg, continuaba capitaneando a los muchachos del arrabal, a quienes había guiado hasta su nuevo escondrijo.

Al llegar a los barracones se asombraron de lo derruidos que habían quedado tras el paso del invierno. Luego entraron en los túneles y reunieron cuantos instrumentos pensaron que podrían servirles para sus juegos. Eric decidió que se establecerían en el barracón mejor conservado y nombró al pequeño Thomas vigilante de la mina. Lo hizo subir a las vigas que atravesaban el techado y le amenazó con dejarle arriba si no dejaba de llorar. Al cabo de un rato, Eric el Sucio observó que Thomas, en lugar de sollozar, gateaba por la viga.

– Aquí hay algo escondido -anunció el pequeño.

Se incorporó sobre el travesaño y alzó un envoltorio de cuero cuidadosamente atado. Al verlo, Eric le ordenó que se lo diera. Luego todos se apiñaron alrededor de él, que les ordenó guardar silencio.

– ¿Qué es? -preguntó uno de los muchachos.

Eric le soltó un sopapo por adelantarse a sus dedos. Desató el cordón con el mismo cuidado de quien desenvuelve un tesoro, pero al descubrir que sólo escondía varios pergaminos, torció el gesto y los arrojó a un rincón. Los chiquillos se rieron de la decepción de Eric, pero éste la emprendió a patadas con los que tenía más cerca hasta que se arrepintieron de haber reído. Después se quedó mirando los documentos, se acercó a ellos y los recogió con cuidado.

– ¿Por qué creéis que soy vuestro jefe? -presumió-. Iré a la fortaleza y los cambiaré por dulces de membrillo.

De regreso a la ciudad, Eric intentó que uno de los guardias le franqueara el paso, pero el hombre le apartó de un empellón y lo envió a jugar con los otros niños. Ya pensaba en romper los documentos cuando se topó con un fraile alto que dijo llamarse Alcuino. Eric se le acercó desconfiado, pero enseguida se armó de valor. Para eso era el jefe. Se lamió las manos, y tras peinarse con ellas le ofreció los pergaminos. Cuando el fraile examinó los pliegos, cayó de rodillas y, cubriéndole de besos, le bendijo. Luego corrió hacia el scriptorium para agradecer a Dios que le hubiera devuelto la Donación de Constantino.

Aquella tarde, los muchachos de la pandilla vitorearon a Eric el Sucio como el mejor jefe del mundo, porque además de los pasteles de membrillo, consiguió que le dieran cuatro barriles de vino.

Todo es una novela

Los comienzos

En octubre de 1999 asistí a un congreso sobre ingeniería de automóviles en la suntuosa ciudad de Wiessbaden, a poca distancia de Frankfurt, en Alemania. Como en anteriores ediciones, las ponencias resultaron aburridas, pero el último día tuve la fortuna de entablar conversación con el Dr. Gerhard Müller, un hombre afable y despistado que no paró de saludarme hasta que logré convencerle de que se equivocaba de persona. No obstante, el encuentro resultó providencial, pues acabé de invitado en su casa ayudándole a preparar la cena, y no es que por aquel entonces yo tuviera vocación de cocinero, pero coincidió que Frida Müller, la esposa de mi anfitrión, se hallaba enfrascada en su tesis doctoral y el Dr. Müller propuso que fuéramos nosotros quienes nos ocupáramos de los huevos y la crema.

Durante el transcurso de la cena comprobé que Frida era una mujer extraordinaria, no por su apariencia, ciertamente común, sino por el inopinado y contagioso entusiasmo con el que hablaba de la tesis en la que estaba trabajando. Su investigación versaba sobre las intrigas que rodearon la coronación de Carlomagno como emperador de Europa, y despertó en mí tanto interés, que a mi regreso a España encargué de inmediato cuanta bibliografía pude recordar.

A partir de ese momento se sucedieron innumerables correos, no sólo con Frida Müller, sino también con Hans Reück, su tutor en la tesis y profesor adjunto de la cátedra de Historia Medieval de la Facultad Heinsurrgtruck de Frankfurt-Main, y con Albert Sacker, conservador del Museo de Aquisgrán, al tiempo que trabajaba con ahínco en el argumento de La Escriba.

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