Antonio Garrido - La escriba

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¿Podrá la hija de un escriba decidir el destino de la cristiandad? Alemania, año 799. Se aproxima la coronación de Carlomagno. El emperador debe encargar la traducción de un documento de vital importancia. La labor recae en Gorgias, un experto escriba bizantino, quien debe realizar esta monumental tarea en absoluto secreto. Theresa, la hija de Gorgias, trabaja como aprendiz de escriba. La misteriosa desaparición de su padre la obliga a infiltrarse en una conspiración de ambición, poder y muerte, en la que nada es lo que parece.

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Izam resolvió que se alojarían en uno de los barcos fondeados en el embarcadero, para así contar con la protección de sus propios soldados. Una vez allí, cenaron del rancho antes de apartarse hacia los bancos de popa. Izam abrigó a Theresa, quien aceptó un trago de vino fuerte para combatir el frío de la cubierta. A ella le reconfortó su abrazo y, casi sin pretenderlo, recostó sobre él su cabeza.

Le habló de su padre; de su dedicación al trabajo y de cómo le había inculcado el amor por la lectura. Le describió las noches en que ella se levantaba para prepararle un caldo mientras él escribía a la luz de una bujía; sus esfuerzos para enseñarle no sólo latín, sino también el griego, los mandamientos y las Sagradas Escrituras. Le contó sus desvelos para que ella recordara su Bizancio natal.

Lloró.

Luego suplicó a Izam que liberara a su padre. Cuando él le contestó que debería hablar con Alcuino, Theresa se apartó sorprendida.

– ¿Con Alcuino? ¿Qué tiene que ver él con la detención de mi padre?

Izam le informó que durante su conversación con Wilfred, éste le había asegurado que, de haber estado en su mano, ya habría ajusticiado al escriba.

– Pero, por lo visto, Alcuino se lo impidió, hasta que el enigma se resuelva.

– ¿Qué enigma? -Y volvió a apoyarse en su pecho.

– Eso mismo pregunté yo, pero Wilfred tartamudeó y cambió de tema. En fin, lo importante es que tu padre continúa vivo; un milagro, teniendo en cuenta que lo encontraron con las gemelas.

– Pero tú sabes…

– La cuestión no es lo que tú y yo sepamos, sino lo que Alcuino crea. Él es quien manda, y es a él a quien debemos convencer si pretendemos que saquen a Gorgias de la fresquera.

Theresa se lamentó por haber concluido el pergamino. Lo había acabado la misma tarde que encerraron a su padre. Izam le aclaró que Alcuino era un hombre poderoso, mucho más de lo que ella imaginara.

– Ahí donde le ves, sólo el monarca le supera -agregó-. Bajo sus aires de fraile raso, bajo su porte flaco y desgarbado, bajo sus ademanes remilgados y su comportamiento sencillo, en realidad se esconde el hombre que con mano férrea domina los resortes de la Iglesia. Y quien domina la Iglesia, controla la urdimbre del imperio. Él guía a Carlomagno; es su luz, su sustento, su apoyo. ¿De quién nace si no la Admonitio Generallis, ese compendio de legislación canónica aplicada a cualquier súbdito, ya sea clérigo o campesino? Fue Alcuino quien prohibió la muerte por venganza, quien ordenó que los penitentes cesasen en sus desvaríos, quien prohibió que en domingo se trabajase, se celebrasen cacerías, mercados e incluso juicios. Alcuino de York: amable aliado, pero temible enemigo.

A Theresa le extrañó aquella revelación porque, a pesar de su agudeza, siempre había considerado a Alcuino poco más que un simple cura. Fue entonces cuando comprendió la disposición con que el fraile la había acogido, o la facilidad con que Carlomagno le había cedido las tierras de Fulda.

Mientras ella especulaba, Izam se retiró para organizar las guardias nocturnas. Ella se acurrucó bajo la manta, y bebió un largo trago de vino buscando que sus efectos le aclararan el entendimiento. La bebida la mareó. Desde que conociera a Alcuino, sus opiniones hacia él habían ido cambiando como el curso de una nuez en una cascada. A veces la había ayudado; otras muchas, confundido, y últimamente, asustado como el peor ser infernal a quien hubiera conocido. Porque eso era lo que pensaba de él: que era un monstruo del maligno. Estaba convencida: había sido él quien, para recuperar la Vulgata esmeralda, había asesinado al joven centinela. Sólo él estaba al corriente de su contenido, porque sólo a él se lo había revelado.

Hóos un traidor, y Alcuino un asesino… O al revés, le daba lo mismo.

Cuando Izam regresó, a Theresa le pareció más atractivo que nunca. Apuró el vino y le cogió la mano, sin entender por qué se sentía tan bien a su lado. Él la abrazó mientras ella cerraba los ojos. Soñó que la salvaba de sus problemas, de su incertidumbre, de sus miedos… Luego, un sopor la fue invadiendo, sintió cómo el calor la ruborizaba y, sin darse cuenta, se quedó dormida sobre el pecho de Izam.

De madrugada se despertó con un fuerte dolor de cabeza. Hacía frío, y el parsimonioso balanceo del barco la invitó a vomitar. Sin embargo, se contuvo mientras saltaba de bartulo en bartulo intentando localizar a Izam. Al otro extremo de la embarcación encontró a su ayudante Gratz, quien le informó que el ingeniero había partido a comprobar la situación de los otros barcos.

– Me ordenó que permanecieseis aquí hasta su regreso.

Theresa aceptó resignada. Tomó la hogaza de pan que Gratz le ofrecía y se dirigió de nuevo a popa, donde la mordisqueó mientras contemplaba la silueta de la fortaleza. El pan sabía a rancio, pero lo tragó sin reservas. Luego aprovechó el inicio de la mañana para repasar las tablillas de cera.

Para cuando el sol se elevó, el trasiego de marineros y herramientas no le había impedido estudiar los extraños párrafos extraídos de la Vulgata. Sin embargo, las distintas frases se entrecortaban y desordenaban en una suerte de trabalenguas que apenas entendía. Su única certeza consistía en que todas las frases se referían al documento de Constantino, al que aludían reiteradamente.

Se le ocurrió disponer las cuatro tablillas sobre la tapa de un tonel, como si el solo hecho de contemplarlas pudiera revelar su secreto. Entonces le vinieron a la mente las palabras de su padre.

«Sic erunt novissimi primi, et primi novissimi.»

¿Qué habría querido decir con ello? Se levantó y le pidió una Biblia a Gratz, quien le entregó la que custodiaban en el barco para que les protegiera durante las travesías. De nuevo a solas, buscó el capítulo vigésimo en el Evangelium Secundum Matthaeum: «Sic erunt novissimi primi, et primi novissimi.» «Los últimos serán los primeros, y los primeros serán los últimos.» Examinó por completo los capítulos anterior y posterior sin hallar nada que la ayudara. Miró otra vez las tablillas e hizo lo propio con el versículo: «Los últimos serán los primeros», se repitió. Deslizó los dedos por los resaltes de la cera.

De repente lo entendió. Probó a leer en orden inverso, desde la última palabra hacia las primeras, y como por arte de ensalmo éstas se enlazaron en nítidas frases que se alicataron hasta formar párrafos límpidos. Cuando terminó de leer, comprendió lo que su padre había averiguado. Rápidamente escondió las tablillas bajo un banco y fue a preguntarle a Gratz cuándo volvería Izam.

– Lo cierto es que ya debería haber regresado -contestó despreocupado.

Theresa paseó por el barco hasta aprenderse de memoria el contenido de las tablillas. Cuando se hartó, acudió de nuevo a Gratz y le solicitó que la acompañara a tierra, pero éste le dijo que no podría hasta que Izam apareciera.

– ¿Y si no aparece?

– Lo hará. Él siempre regresa.

A Theresa no le convenció la respuesta, así que decidió que si pasado el mediodía Izam no había vuelto, iría sola a la fortaleza.

Capítulo 29

Cuando el día alcanzó su cénit, Theresa se decidió. Se cubrió con una capa marinera, se apropió de un fardo para disimular y aprovechó que Gratz estaba remendando una vela para descender al muelle y encaminarse hacia las murallas. Un gorro de lana calado le ayudó a pasar desapercibida. En el primer acceso no le prestaron atención, pero para entrar a la fortaleza hubo de esperar a que un centinela meticuloso se distrajera con el paso de unas carretas.

Ya en el interior, bordeó los patios exteriores con la idea de entrar al edificio desde el laberinto de las cocinas. Un par de perros ladraron a su paso, pero ella los apaciguó acariciándoles la cabeza. Cruzó un atrio y desde allí se dirigió al corredor que conducía a la celda de Alcuino. La encontró cerrada, así que enfiló directamente al scriptorium, donde encontró al fraile leyendo su Vulgata robada. Nada más verla, Alcuino se levantó.

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