Antonio Garrido - La escriba

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¿Podrá la hija de un escriba decidir el destino de la cristiandad? Alemania, año 799. Se aproxima la coronación de Carlomagno. El emperador debe encargar la traducción de un documento de vital importancia. La labor recae en Gorgias, un experto escriba bizantino, quien debe realizar esta monumental tarea en absoluto secreto. Theresa, la hija de Gorgias, trabaja como aprendiz de escriba. La misteriosa desaparición de su padre la obliga a infiltrarse en una conspiración de ambición, poder y muerte, en la que nada es lo que parece.

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– ¿Dónde demonios te habías metido? Llevo buscándote toda la mañana. -Apartó a un lado la Biblia, cuidando de cerrar las tapas.

Theresa tomó aire y avanzó. Aunque atemorizada, estaba resuelta a que aquel monje asesino sacara a su padre de la fresquera. Él le ofreció asiento y ella lo aceptó. Luego el fraile sacó el pergamino en que Theresa había trabajado y lo colocó frente a ella como si nada ocurriera.

– Aún tienes que limpiar el texto y darle un repaso, de modo que procura avanzar -dijo mientras se volvía de nuevo hacia la Vulgata.

– ¿No vais a preguntarme por mi padre?

Alcuino dejó de leer y tosió con cierto apuro.

– Discúlpame, pero es que con tanto suceso, ando algo despistado. No sé si te has enterado de que ayer degollaron a un centinela en la fortaleza.

A Theresa le sorprendió el cinismo del fraile, que tragó saliva y apartó de ella el documento de Constantino.

– No lo tocaré -le espetó la muchacha.

Alcuino enarcó una ceja.

– Comprendo que te afecte, pero…

– Ya lo terminé. ¿Qué más queréis? ¡Aquí tenéis vuestro maldito documento! -exclamó, y se levantó de la silla transformada en una fiera.

Alcuino la siguió como si no la comprendiera.

– Pero ¿qué diablos te ocurre? Aún faltan las conclusiones -le espetó mientras intentaba sujetarla.

– ¿Acaso pensáis que no sé cuanto tramáis? Lo de mi padre, lo de las niñas… lo de ese pobre centinela.

Alcuino se detuvo como si escuchara a un espectro. Con paso titubeante, se dirigió hacia la puerta y la cerró con pestillo. Luego se dejó caer sobre su silla. La miró con extrañeza y le pidió que prosiguiera. Theresa metió la mano en su bolsa y aferró el punzón que llevaba.

– Os sorprendí hablando con Hóos. Hace dos días, en el túnel. Oí cómo le proponíais que me matara. Escuché lo de mi padre y lo de la mina, lo de la cripta y las gemelas.

– Por Dios santo, Theresa. ¿Qué clase de necedad es ésta?

– ¡Ah! ¿Lo negáis? ¿Y tampoco es cierto lo de esta Vulgata? -dijo al tiempo que la alzaba.

– ¿Si no es cierto el qué? ¿Qué ocurre con esa Biblia?

Theresa apretó los dientes, exasperada. Cuando le contó que la Vulgata era la causa de que él hubiera matado al centinela, el fraile sonrió.

– ¡Aja! Y por lo visto, según acordé con Hóos, a ti te asesinaría cuando acabases el documento…

– Así es -afirmó ella.

– ¡Ya! -El fraile se levantó con indiferencia-. Pero de ser tal como dices, ¿qué impediría que te matara ahora mismo? -añadió mientras se aproximaba a la muchacha. Apoyó una mano sobre su hombro, cerca de su cuello. El fraile percibió su temblor. Se acercó a la puerta y quitó el cerrojo-. Si deseas conocer la verdad, deberás confiar en mí. En caso contrario, puedes abandonar el scriptorium.

Theresa apretó con fuerza el punzón bajo su vestido. No confiaba en Alcuino, pero si para salvar a su padre debía arriesgar su vida, no dudaría ni un segundo. Aceptó con la cabeza y tomó de nuevo asiento. El fraile se alegró e hizo lo propio al otro extremo de la mesa. Luego ordenó varios documentos antes de mirar a Theresa.

– ¿Una galleta? -le ofreció.

Ella la rechazó con gesto serio. Él la engulló de un bocado y se chupó los dedos. Cuando terminó, le tendió el documento en que ella había trabajado.

– Como sabes, se trata de la reproducción del original hace años perdido, un pergamino sellado por el emperador Constantino en que se otorgaban una serie de tierras y derechos al Papado romano.

Theresa asintió, pero mantuvo apretado el estilo.

– Ese pergamino legalizaba el poder de Roma frente al Imperio bizantino. Verás, tal vez ignores la situación actual del Papado, pero hace cuarenta años, tras la conquista de Rávena por los lombardos, el papa Esteban II pidió auxilio a Bizancio para defenderse de esos paganos. -Vertió un poco de leche en un cáliz mal layado-. Al no obtener respuesta de Bizancio, el Papa atravesó los Alpes y se presentó al por entonces rey de los francos, Pipino, el padre de Carlomagno. Esteban II ungió a Pipino y a sus hijos concediéndoles el título de patricio de los romanos, y a cambio solicitó su protección en la lucha contra los lombardos. ¿Seguro que no quieres una galleta?

Theresa rehusó con un gesto. Aunque no comprendía la relación entre aquella historia y la reciente sucesión de asesinatos, decidió aguardar a que terminara.

– Tras la petición papal, Pipino y sus tropas viajaron a Italia, donde doblegaron a los lombardos -continuó él-. Esa victoria proporcionó al Papado el Exarcado de Rávena, que comprendía, entre otras, las ciudades de Bolonia y Ferrara; también la Marca de Ancona, con la Pentápolis; la propia Roma, y la recuperación del resto del ducado ocupado por los lombardos. Resumiendo: los lombardos atacaron Roma, que pidió ayuda a Bizancio. Al no obtenerla, de nuevo la solicitó de Pipino, quien tras vencer a los lombardos devolvió a Roma los territorios ocupados. -Miró a Theresa para comprobar que le seguía-. Hasta aquí, todo hubiera sido normal, de no ser porque Bizancio exigió entonces al Papa que le entregase el Exarcado de Rávena, territorio que antes de la invasión lombarda les había pertenecido. Roma pretendió hacer valer la Donación de Constantino, el documento que adjudicaba esos terrenos al Papado, pero Bizancio hizo caso omiso y continuó reclamándolos. Y aún más: desde la propia Constantinopla apoyaron a los bárbaros para que recuperaran los territorios que el rey franco había ganado.

– ¿Decís que Bizancio ayudó a los lombardos para que éstos venciesen a los romanos?

– Cristianos contra cristianos… Una incongruencia, ¿verdad? Pero ¿qué es la política, sino el ansia de poder; la envidia por la que Caín acabó con su hermano? Con el concurso de los griegos, los lombardos derrotaron al Papa recluyéndolo en cuatro arpendes de terreno. Sin embargo, Roma aún disponía del pergamino, el salvoconducto que legitimaba sus demandas, de modo que Adriano I, recién nombrado Papa romano, acudió a Francia para esgrimirlo ante Carlomagno.

Se levantó y regresó con dos galletas más en la mano. Una la mordió y la otra se la ofreció a Theresa, que finalmente aceptó.

– Carlomagno condujo su ejército hasta Italia, donde arrasó a los lombardos, restituyó los territorios al Papado y advirtió a Bizancio de sus obligaciones hacia los Estados Pontificios. Las restituciones contemplaron la donación de Bolonia, Ferrara, otras ciudades en el bajo Po y norte de Toscana como Parma, Reggio y Mantua, e incluso Venecia e Istria al norte, y los ducados de Espoleto y Benevento. Prácticamente les cedió toda la Italia del Sur salvo Apulia, Calabria y Sicilia y los enclaves de Nápoles, Gaeta y Amalfi, por entonces aún bajo autoridad bizantina, además de la isla de Córcega, la Sabina y rentas en Toscana y Espoleto. Pocos años después, Carlos añadiría algunas ciudades al sur de Toscana, como Orvieto y Viterbo, y en la Campania, Aquino, Arpiño y Capua, todo lo cual, evidentemente, no agradó nada a Bizancio.

Theresa se mantuvo en silencio, pero por su rostro Alcuino comprendió que se estaba excediendo.

– Perdona -se disculpó. Rebuscó entre sus hojas en un simulacro de ordenamiento-. En definitiva, lo importante es que Carlomagno logró ejecutar los términos reflejados en la Donación de Constantino, consiguiendo con ello el agradecimiento eterno del Papado.

Theresa repiqueteó con los dedos. Alcuino la miró y asintió con la cabeza.

– Permíteme terminar y tal vez entonces comprendas la razón de lo que está sucediendo. -Se atusó el cabello y tomó aire para continuar-. Bizancio aceptó esas pérdidas de mala gana, en parte por la indolencia de su emperador, Constantino VI, en parte por el temor a las huestes de Carlomagno, de modo que quedaron así las cosas hasta hará un par de años. En esa fecha, Irene de Atenas, la madre de Constantino VI, y yo diría que pariente del diablo, ordenó detener a su propio hijo y sacarle los ojos para coronarse a sí misma como emperatriz de Bizancio.

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