Antonio Garrido - La escriba

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¿Podrá la hija de un escriba decidir el destino de la cristiandad? Alemania, año 799. Se aproxima la coronación de Carlomagno. El emperador debe encargar la traducción de un documento de vital importancia. La labor recae en Gorgias, un experto escriba bizantino, quien debe realizar esta monumental tarea en absoluto secreto. Theresa, la hija de Gorgias, trabaja como aprendiz de escriba. La misteriosa desaparición de su padre la obliga a infiltrarse en una conspiración de ambición, poder y muerte, en la que nada es lo que parece.

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Theresa permaneció mirando el techo, especulando sobre el motivo que habría llevado a Wilfred a confinar a Gorgias en una mazmorra, pero pasado un rato decidió ojear la Vulgata que aún llevaba en su talega. Acercó el códice a la ventana y, tras encontrar el versículo de Tesalonicenses, repasó las indicaciones que su padre había escrito con tinta aguada. En total contabilizó sesenta y cuatro frases, o más bien sesenta y cuatro líneas, ya que éstas no se correspondían con sentencias o párrafos, sino que formaban sucesiones de palabras inconexas, todas relacionadas con el famoso pergamino. Lo sacó de la talega, pero no le sirvió de nada. Sabía que aquellos textos debían encerrar un sentido, así que se ocupó en transcribir cada palabra a sus tablillas de cera. Cuando terminó, depositó las tablillas sobre el jergón y con el puñal que le había dejado Izam raspó el texto oculto de la Vulgata. Luego cerró el códice, ocultó el pergamino de Gorgias bajo su falda, y esperó a que Izam regresara.

Había transcurrido un suspiro cuando se sucedieron varios golpes al otro lado de la puerta. Al oírlos, Theresa dio un respingo y retrocedió hasta chocar contra la pared. La piedra helada le punzó las paletillas. En ese instante un alarido la sobresaltó. Se tapó la boca y trepó al alféizar de la ventana, mientras un charco de sangre fluía por debajo de la puerta. Alguien accionó el picaporte. Theresa volvió la cara hacia el exterior. Al otro lado de la ventana le aguardaba el foso. Si caía, moriría. De repente, un estruendo hizo saltar el picaporte. Theresa se santiguó y desplazó el cuerpo hacia fuera, aferrándose a unos salientes. Colgada sobre el vacío, rogó a Dios que la ayudara. Mientras, al otro lado de la ventana, alguien destrozaba la celda. Pronto los brazos comenzaron a temblarle, anunciándole que cederían. Miró alrededor y descubrió el clavo que las ventanas solían alojar bajo el pretil para orear los alimentos. Si lo agarraba se desgarraría la mano, pero tal vez pudiera engancharlo a su ropa. Buscó la forma de hacerlo, pero su mano resbaló. Entonces, justo en el momento que su otra mano perdía asidero, prendió su hábito por la pechera. Por un instante se sintió caer al vacío, pero de repente una mano la aferró por la muñeca. Theresa gritó e intentó soltarse, pero otra mano la agarró, izándola hacia la ventana. Pensó que iban a apuñalarla. Sin embargo, su miedo se desvaneció cuando al otro lado de la Lucerna apareció el rostro amable de Izam. Tras introducirla en la celda, la abrazó con fuerza y le pidió que se calmara.

Aún confundida, la muchacha ayudó a recoger los utensilios esparcidos por el suelo mientras Izam se ocupaba del centinela que yacía tendido bajo el quicio de la puerta. Theresa supuso que estaba herido, pero el reguero de sangre le hizo comprender que lo habían matado. Entre sollozos, se dejó caer abatida. Izam le preguntó por los autores, pero ella no los había visto. Después de buscar por todas partes, Theresa descubrió que le habían robado la Vulgata.

Un par de domésticos se encargaron del cadáver. Luego, tras las pertinentes explicaciones, Izam y Theresa recogieron sus pertenencias para trasladarse a un lugar seguro. Aunque Theresa lamentó la pérdida de la Biblia, agradeció que los asaltantes hubieran despreciado las tablillas en que había reproducido las frases de la Vulgata. Mientras caminaban hacia uno de los patios, atribuyó a Alcuino el asalto, pues era el único que conocía la existencia del mensaje entre líneas.

– Tuvo que ser él -le repitió a Izam.

Decidieron pedir explicaciones al fraile, pero encontraron el scriptorium vacío y su puerta asegurada.

Hicieron tiempo en uno de los atrios, preguntándose sobre la naturaleza del mensaje oculto en la Vulgata robada. Theresa le confió que no había conseguido descifrar ni una palabra.

– Pero mi padre nos ayudará -afirmó confiada.

Izam asintió. Luego miró al cielo para consultar la hora. Pronto acudiría el físico para intentar asistir a Gorgias.

Minutos después de lo acordado, Zenón apareció provisto de su talega. Olía a vino, aunque no más que cuando Izam había hablado con él por la mañana. Le pagó la cantidad acordada y juntos se dirigieron hacia las mazmorras.

A Theresa le sorprendió escuchar que para custodiar a los reclusos utilizaban unas antiguas fresqueras. Éstas consistían en unos agujeros similares a silos excavados en la roca, los cuales, tras llenarlos con nieve, permitían conservar los alimentos hasta la llegada del verano. Como en invierno no eran necesarias, en ocasiones las usaban como almacenes, o llegado el caso, como calabozos improvisados.

– En otros sitios las emplean con los ladrones, pero nosotros metemos a los criminales -presumió Zenón como si él fuera el responsable-. Los arrojamos al pozo y de ahí no salen hasta que revientan. A veces, según el crimen, les echamos pan desde arriba para disfrutar viendo cómo se matan por unas migas, pero al final se pudren como alimañas.

Izam le pidió que se ahorrase los detalles, pero Zenón continuó la cháchara como si Theresa no estuviera allí. Sólo cuando Izam lo cogió por la pechera dejó la lengua tranquila.

Las fresqueras se encontraban situadas en un sótano ubicado bajo las cocinas, al que se llegaba, bien desde las bodegas, bien desde un acceso cercano a las caballerizas. Ellos emplearían el primero, pues el otro era un conducto estrecho que sólo se utilizaba para arrojar la nieve acarreada por las monturas.

Cuando llegaron a la fresquera se encontraron con Gratz, el centinela apostado por Izam. El hombre les urgió a que se apresuraran, pues no sabía en qué momento regresaría el otro guardia, a quien había entretenido con la ayuda de una prostituta. Zenón e Izam descendieron a la fresquera utilizando una escala de madera que dispuso Gratz, pero Theresa aguardó arriba porque Zenón dijo que les estorbaría. Desde el brocal, Theresa observó cómo el físico, tras inspeccionar la cicatriz del hombro de Gorgias, meneaba la cabeza. Su padre apenas si balbuceaba, aunque apreció un quejido vivo cuando Izam lo incorporó para que el físico lo examinara. Zenón extrajo un tónico que le dio a beber, pero Gorgias lo vomitó, haciendo que el físico le maldijera. Luego éste se levantó y trepó por la escalera.

– Baja si quieres -le dijo a Theresa.

– ¿Cómo está? -preguntó ella.

Zenón escupió al suelo. Sin contestar, dio un trago al tónico y se apartó de la fresquera. Theresa deseó que el físico también vomitara. En ese instante, Izam la apremió para que descendiera.

Ya abajo, la muchacha encontró que su padre la miraba con extrañeza.

– ¿Eres tú? -suspiró.

Theresa lo abrazó, intentando que no apreciase las lágrimas que derramaba.

– ¿Eres tú, pequeña?

– Sí, padre, soy yo, Theresa. -Lo besó, mojándole con su llanto. Gorgias apenas la miraba; era como si sus ojos ya no le pertenecieran-. Le sacaré de aquí. Todo se arreglará -le prometió mientras lo besaba.

– El documento…

– ¿Qué decís, padre?

– El pergamino… -repitió Gorgias en un susurro, con las pupilas contraídas.

Theresa rompió a llorar. Los ojos de su padre eran dos cuentas opacas.

– Se oyen ruidos -la avisó Izam.

Ella no le escuchó. Izam la cogió del brazo, pero ella se resistió.

Sic erunt novissimi primi, et primi novissimi… -pronunció Gorgias con un hilo de voz.

– ¡Vayámonos o nos descubrirán! -exigió Izam.

– ¡No puedo dejarle aquí! -sollozó Theresa.

Izam la cogió en volandas y la obligó a que subiera. Ya arriba, le aseguró que volverían por él, pero en ese momento debían escabullirse. Gratz retiró la escalera justo cuando el guardia de Wilfred regresaba canturreando y rascándose la entrepierna. Al guardián le extrañó la visita, pero unas monedas le convencieron de que Izam y Theresa acababan de llegar de las cocinas. Tras abandonar el lugar, ella comprendió que su padre jamás saldría con vida de la fresquera.

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