Antonio Garrido - La escriba

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¿Podrá la hija de un escriba decidir el destino de la cristiandad? Alemania, año 799. Se aproxima la coronación de Carlomagno. El emperador debe encargar la traducción de un documento de vital importancia. La labor recae en Gorgias, un experto escriba bizantino, quien debe realizar esta monumental tarea en absoluto secreto. Theresa, la hija de Gorgias, trabaja como aprendiz de escriba. La misteriosa desaparición de su padre la obliga a infiltrarse en una conspiración de ambición, poder y muerte, en la que nada es lo que parece.

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Caminó por los pasillos evitando los rincones, como si temiese que alguien pudiese saltar para detenerla. Al pasar junto a la sala de armas, un hombre con sotana se interpuso en su camino. A Theresa se le heló la sangre; sin embargo, el religioso sólo le señaló una pluma que acababa de caérsele. La joven la recogió, se lo agradeció y siguió andando, apresurando cada vez más el paso. Bajó las escaleras y giró por la galería que comunicaba el recibidor con el claustro. Desde allí saldría al patio, y después a las murallas.

Avanzaba con la cabeza baja intentando ocultarse bajo su capa, cuando de repente divisó a Hóos y Alcuino hablando al otro extremo del claustro. Hóos también la vio. Ella esquivó su mirada y continuó caminando, pero Hóos se despidió de Alcuino y se dirigió rápido hacia ella. Theresa casi había ganado la salida. Salió al patio y echó a correr, pero al aproximarse a la muralla comprobó con horror que las puertas se encontraban cerradas. Miró hacia atrás y vio a Hóos avanzando despacio pero con determinación. El corazón le palpitó. Se volvió de nuevo, desesperada, buscando una escapatoria. En ese instante descubrió a Izam montado a caballo junto a las cuadras. Corrió hacia él y le pidió que la subiera. Izam no entendió pero tendió su mano y la izó a la grupa. Entonces ella le suplicó llorando que la sacara de la fortaleza. Izam no le preguntó nada. Espoleó el caballo y ordenó a gritos que abriesen las puertas. Instantes después, con Hóos maldiciendo su suerte, atravesaban las murallas y abandonaban la ciudadela.

Izam guió la montura por el hormiguero de callejuelas hasta alcanzar unas chozas abandonadas en el arrabal de extramuros. Allí desmontó junto a una suerte de establo que parecía abandonado, condujo el caballo al interior, y lo ató a una baranda. Luego amontonó un poco de paja que ofreció a Theresa para que se aposentara. Cuando le pareció que se sosegaba, le preguntó qué le sucedía. Ella intentó responder, pero el llanto se lo impidió. Por más que lo intentó, Izam no logró consolarla. Al cabo de un rato, Theresa agotó las lágrimas y se abandonó a la melancolía. Él, sin saber por qué, se atrevió a abrazarla, y a ella le reconfortó pensar que alguien la protegía.

Cuando por fin se calmó, le refirió el episodio del túnel. Le contó que había escuchado a Hóos amenazar con matarla, y también que éste conocía el paradero de su padre. Hubo de explicarle que Gorgias no era un asesino, y que debían localizarle porque sin duda se encontraba en peligro. Sin embargo, Izam la persuadió para que continuara su relato. Ella le contó cuanto sabía, a excepción de lo del documento de Constantino. El joven la escuchó con atención y se interesó sobre el papel de Alcuino, sin que Theresa acertara a responderle. Izam lo meditó con detenimiento y finalmente decidió que la ayudaría.

– Pero habrá de ser mañana. Está anocheciendo, y adentrarnos ahora en la mina supondría un regalo para los bandidos.

Theresa maldijo una y mil veces a aquellos sajones a quienes odiaba con toda su alma. Recordó la agresión sufrida tras huir de Würzburg, el cruento asalto durante la travesía en barco, y cómo, para una vez que podían haber acertado, habían dejado con vida al cabrón de Hóos Larsson. Le extrañó escuchar cómo Izam la corregía.

– No creo que sean sajones. Si acaso algunos proscritos. El populacho no los distingue porque identifican al pagano con el mal, y al mal con el sajón, pero los sajones que aún resisten se refugian en el norte, más allá de la frontera del Rin.

– Da igual bandidos que sajones. Todos son nuestros enemigos.

– Desde luego, y yo los combato con todas mis fuerzas, pero por extraño que te parezca, nunca he odiado a los sajones. Al fin y al cabo, esa gente defiende su territorio, a sus hijos, sus creencias. Son toscos, sí. Y crueles. Pero ¿cómo te comportarías tú si una mañana, al levantarte, encontraras a un ejército arrasando cuanto tuvieses? Esos paganos luchan por lo que han mamado desde niños, por una forma de vida que unos extraños venidos de lejos intentan arrebatarles. He de confesar que en ocasiones he admirado su valor y ambicionado su energía. Incluso creo que realmente odian a Dios, porque a menudo combaten como diablos. Pero te aseguro que sólo son culpables de haber nacido en el lugar equivocado.

Theresa lo miró desconcertada. Aunque como cualquier humano, los sajones también fueran hijos de Dios, ¿cómo guiarles hacia la Verdad si se negaban a aceptarla? Y en cualquier caso, ¿a quién demonios le importaban los sajones? Hóos sí que era un verdadero diablo, y de la peor calaña que alguien pudiera echarse a la cara. El único hombre que la había hecho estremecer no era más que un embaucador al que, ahora, odiaba con tal fuerza que sería capaz de despedazarlo con sus propias manos. Se lamentó por haber sido tan ingenua; por haber deseado casarse con él y entregarle su vida a una alimaña como aquélla.

Incapaz de discernir entre la rabia y el frío, olvidó cuanto se refería a Hóos y se recostó sobre el pecho de Izam. Su calidez la reconfortó. Cuando le preguntó dónde pernoctarían, se sorprendió al escuchar que permanecerían en el cobertizo porque él no confiaba en nadie de la fortaleza. El joven la cubrió con su capa y sacó un poco de queso que guardaba en su talega. Cuando se lo ofreció, Theresa rehusó, pero Izam separó una porción y la obligó a comer. La boca de ella rozó sus dedos.

Mientras la joven lo paladeaba, Izam lamentó no disponer de más queso para volver a rozar sus labios. Seguidamente recordó el día en que se conocieron. En aquella ocasión le había atraído su aspecto cortés, sus ojos almibarados y su cabello revuelto, tan distinto al de las sonrosadas mozas rellenitas que poblaban Fulda. Pero después había sido su carácter atrevido e impetuoso lo que le había cautivado. Curiosamente, el que ella supiera leer, algo que contrariaría a cualquier hombre normal, a él le fascinaba. Le encantaba el afán con que ella le escuchaba, y a su vez él disfrutaba oyéndola contar vibrantes historias de su natal Constantinopla.

Y ahora se encontraba junto a ella, protegiéndola de no sabía qué extraña historia, de la que desconocía cuánto era verdad y cuánto fantasía.

Capítulo 28

Cuando las voces despertaron a Gorgias, ya anochecía en la mina. Sólo tuvo tiempo de cubrirse con el jergón y echarse a un lado para ocultarse. Al caer sobre el muñón, el dolor le atravesó. Se agazapó como pudo y aguardó en silencio mientras rogaba a Dios que la noche le protegiera. Luego, resguardado por las sombras de los barracones, escuchó que las voces se aproximaban hasta transformarse en un par de individuos que portaban unas teas. Uno de ellos era alto y rubio; el otro parecía un cura. Los extraños se separaron y husmearon por el barracón, apartando los utensilios a patadas. Por un instante, el rubio se acercó a su escondrijo mientras el otro aguardaba. Gorgias pensó que le descubriría, pero finalmente el rubio se giró, le hizo una seña al clérigo y ambos depositaron dos bultos a escasos pasos de donde él se escondía. Después dieron media vuelta y, tal como habían venido, desaparecieron en la negrura.

Gorgias aguardó agazapado hasta cerciorarse de que no regresaban. Pasado un rato, asomó la cabeza y detuvo la mirada en los fardos abandonados. De repente uno de ellos se movió, haciendo que Gorgias diera un respingo. Mientras esperaba, pensó si no se trataría de alguna fiera herida, de modo que cuando cesaron los movimientos decidió asegurarse. Con dificultad abandonó su escondrijo y se arrastró hacia los dos bultos.

Casi no podía avanzar. La última semana su brazo había empeorado tanto que había pasado varios días tumbado sin probar bocado. La fiebre le decía que se estaba muriendo. De haber encontrado fuerzas habría regresado a Würzburg, pero hacía tiempo que los temblores le habían robado el aliento.

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