– ¿Cómo podéis estar seguro?
– Porque de lo contrario ella habría preparado la huida y, sin embargo, sus pertenencias permanecían en su celda.
– Tal vez la atacaron. No sé, por Dios santísimo. ¿Y ese hombre del que habláis? ¿Tenéis alguna pista?
Le contó que era de mediana edad, padecía calvicie y tenía acceso a las capillas.
– Las mantas apestaban a incienso -le explicó.
– Mandaré detener a todos los curas. Como las haya tocado, ahorcaré a ese cabrón con sus propias tripas.
– Tranquilizaos, dignidad. Pensad que de haberlo pretendido, ya las habrían matado. No, vuestras hijas se encuentran a salvo. Y en cuanto a un deseo morboso, también lo descartaría. ¿Acaso no le habría resultado más fácil coger a cualquier otra chiquilla? Las hay a decenas, descarriadas por cualquier esquina.
– ¿Que me tranquilice? ¿Con mis hijas a merced de un desalmado?
– Os repito que si desearan causarles daño, ya habríamos tenido noticias.
– ¿Desearan? ¿Y por qué habláis en plural?
Alcuino le indicó que un solo hombre difícilmente habría podido cargar y esconder a las dos chiquillas. En cuanto al motivo, excluido el sexo ominoso y descartada la venganza, tan sólo restaría un objeto.
– ¿Queréis dejaros de adivinanzas?
– El chantaje, estimado "Wilfred. A cambio de sus vidas, pretenden conseguir algo que vos poseéis: poder… dinero… tierras.
– Voy a hacer que esos malnacidos se traguen sus propios cascabeles -bramó el conde tocándose los testículos. Los dos perros se agitaron y zarandearon la silla.
– De todas formas -reflexionó Alcuino-, bien podría ser que el clérigo del que hablamos tan sólo refocilara con el ama y no participara en el rapto.
– Y entonces qué aconsejáis. ¿Que me quede cruzado de brazos?
– Que aguardéis y os esmeréis en la búsqueda. Poned vigilancia a los sacerdotes y tomadles juramento; impedid el trasiego de personas y mercancías; elaborad una relación con aquellos que gozan de vuestra absoluta confianza y apuntad a quienes consideréis capaces de extorsionaros. Pero sobre todo, esperad a que los captores os comuniquen sus pretensiones, pues una vez que lo hagan, el tiempo correrá deprisa.
Wilfred asintió con la cabeza.
Acordaron comunicarse cualquier novedad en cuanto la conocieran. Luego el conde fustigó los perros y abandonó las cocinas. Solo en la sala de fogones, Alcuino miró a la pobre mujer desnuda. La cubrió con un saco y le hizo la señal de la cruz. Lamentó que sus apetitos carnales le hubieran arrebatado la vida.
El día transcurrió lento para Wilfred.
Izam y sus subordinados registraron graneros, pajares, almacenes, torres, pozos, túneles, fosos, pasadizos, altillos, bodegas, carros, fardos, toneles, baúles y armarios. Ningún lugar quedó a salvo. Todos los hombres fueron interrogados y registrados de pies a cabeza. Wilfred ofreció cincuenta arpendes de viñedos a quien le proporcionase algún dato sobre el paradero de sus hijas, y treinta más por las cabezas de sus captores. Se encerró en la sala de armas, desde donde exigió que a cada hora se le suministrasen informes con los resultados de las pesquisas. Mientras, con ayuda de Theodor, elaboró un listado de fieles y otro de adversarios. En el primero inscribió a cuatro, que paulatinamente fue eliminando. En el segundo anotó a tantos que desistió de contárselo a Alcuino.
A la caída del sol, Wilfred envió a sus hombres de batida. Durante la noche se escucharon peleas y gritos. Varios sacerdotes fueron torturados, pero al alba los soldados regresaron con las manos vacías.
El día siguiente resultó un calco del anterior.
A primera hora, Wilfred decretó la interrupción del reparto de grano hasta la resolución del secuestro. Igualmente ordenó el cierre de las murallas exteriores para impedir que ningún habitante abandonara la ciudad sin su conocimiento. Alcuino le desaconsejó las represalias indiscriminadas, pero el conde le aseguró que en cuanto el hambre acuciara al populacho, los captores serían delatados.
Desde el comienzo del secuestro Hóos se había implicado en las labores de rastreo. Había auxiliado a Izam, e incluso, aprovechando la confianza de Wilfred, se había postulado para registrar los graneros reales y los túneles anexos. Wilfred había excluido de entre los sospechosos a todos los recién llegados, pues consideraba que el secuestro de sus hijas llevaba tiempo planificado. De hecho, había aceptado la sugerencia de Alcuino de duplicar la búsqueda mediante grupos distintos, uno formado por sus hombres y el otro por los tripulantes del barco. Hóos encabezaba a los segundos.
Theresa añoraba las caricias de Hóos. Aún conservaba la intensidad de sus besos y el sabor de su piel. De vez en cuando se sorprendía apretándose las piernas, como si de aquella forma pudiera retenerlo. Sin embargo, desde su último encuentro apenas le veía. Él siempre andaba ocupado, y ella se levantaba temprano para acudir al scriptorium, del que no salía más que para comer en las cocinas.
Llegó a pensar que tal vez anduviera con otra mujer, y cuando le vio así se lo hizo saber. Él parecía atareado, pero aun así, a ella le molestó que se despidiera sin siquiera besarla.
Mientras Theresa progresaba en el scriptorium, Alcuino analizaba las denuncias que llegaban a la fortaleza. De entre todas, no faltaban las que referían haber visto a la difunta ama de cría practicar la hechicería, ni las que responsabilizaban a los lobos de la desaparición de las chiquillas. Algunas parecían bienintencionadas, pero la mayoría procedía de lugareños sin escrúpulos atraídos por la recompensa. Varios hombres habían sido apaleados por inventarse mentiras; sin embargo, una de ellas hacía referencia a la sustracción de unos patucos de la lavandería.
Alcuino interrogó al fraile enano, quien, efectivamente, le confirmó la pérdida.
– A veces se extravían prendas, pero con la ropa de las crías teníamos bastante cuidado.
Le aseguró que habían sido cuatro piezas, además de un par de paños de los utilizados en la cocina. Alcuino le dio las gracias y regresó al scriptorium convencido de que las gemelas continuaban en la fortaleza. En una reunión con Izam, Alcuino propuso que se vigilaran los almacenes y las cocinas.
– Si como sospecho, aún siguen aquí, tal vez sus captores necesiten comida.
– Eso es imposible. Hemos revisado hasta la última piedra.
– Y no os lo discuto, pero en este lugar hay más piedras que en una cantera.
Le pidió que apostase un guardia día y noche a la puerta del scriptorium, cosa a la que Izam accedió sin problemas. Asimismo, acordaron vigilar las cocinas y comunicarle las novedades a Wilfred por la mañana.
Aquella noche, aprovechando la ausencia de luna, varios lugareños hambrientos treparon por el murallón que protegía los graneros reales. Los asaltantes fueron rechazados, pero quedó patente que las medidas restrictivas de Wilfred pronto traerían consecuencias.
Al día siguiente, durante el desayuno, Wilfred apenas comió. Obvió los descubrimientos de Alcuino y ni siquiera prestó atención cuando le refirieron el incidente del asalto. Parecía ausente, como si alguna pócima le hubiera nublado la vista; sin embargo resolvió con lucidez reanudar el suministro de víveres y autorizar el trasiego de mercancías. Izam aplaudió una decisión que evitaría nuevos incidentes, si bien, como muchos otros, se preguntó a qué obedecía su cambio de actitud. Cuando Alcuino interrogó a Wilfred, éste rehusó contestar a sus preguntas. El fraile insistió, pero el conde le sugirió que continuara con el pergamino y se apartara de las pesquisas. En adelante, él mismo se encargaría de encontrar a sus hijas.
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