– Ha cubierto al faraón con sus vestiduras porque hacía frío -dije-. Está dispuesto a blandir su lanza contra los enemigos del faraón. Creo que te será de mayor utilidad vivo que muerto, sacerdote Ai.
Entonces Al le arrojó un brazalete de oro diciéndole: -Ve un día a verme a la casa dorada, lancero.
Pero Horemheb dejó que el brazalete cayese a sus pies sobre la arena y lanzó a Ai una mirada de reto.
– No recibo órdenes más que del faraón -dijo-. Si no me equivoco, el faraón es este que lleva la corona. Mi halcón me ha conducido a él; es un signo suficiente.
Ai no se enojó.
– El oro es precioso y se tiene siempre necesidad de él -dijo recogiendo el brazalete y poniéndoselo otra vez en el brazo-. Inclínate delante del faraón, pero depón la lanza en su presencia.
El heredero se acercó a nosotros. Su rostro estaba pálido y cansado, pero subsistía en él un destello extraño que calentaba el corazón. -Seguidme todos -dijo-, seguidme por el nuevo camino, porque la verdad me ha sido revelada.
Lo seguimos hacia la litera, pero Horemheb murmuró en voz baja: -La verdad está en la lanza.
Consintió, sin embargo, en confiarla al corredor y pudimos sentarnos sobre los brazos cuando la litera emprendió el camino. Los portadores comenzaron a correr. Una barca nos esperaba en la ribera del Nilo y regresamos a palacio como habíamos salido, sin llamar la atención, pese a que la muchedumbre se apretujaba alrededor de sus muros.
Fuimos recibidos en la estancia del heredero, que nos mostró unos grandes vasos cretenses sobre los que había peces y animales pintados. Yo hubiera querido que Thotmés hubiese podido admirarlos, porque demostraban que el arte podía ser otra cosa que lo que era en Egipto. Ahora que estaba restablecido y calmado, el heredero se comportaba como un muchacho razonable, sin exigir de nosotros una cortesía excesiva ni señales de respeto.
Pronto le anunciaron que la reina madre iba a acudir a prestarle acatamiento y se despidió de nosotros prometiendo no olvidarnos.
Una vez fuera, Horemheb me miró desconcertado.
– Estoy inquieto -dijo-, porque no sé adónde ir.
– Quédate tranquilamente aquí. Ha prometido no olvidarte. Por esto es conveniente que estés a su alcance cuando se acuerde de ti. Los dioses son caprichosos y olvidan pronto.
– ¿Quedarme aquí en medio de este enjambre de moscas? -dijo, mostrándome los cortesanos que se precipitaban hacia las puertas que daban a las estancias reales-. No, estoy inquieto -añadió-. ¿Qué va a ser de Egipto bajo un faraón que tiene miedo a la sangre y para quien todos los pueblos, cualesquiera que sean su lengua y su color, son iguales? Nací soldado y mi buen sentido de soldado me dice que es enojoso para los soldados. En todo caso, voy a recuperar mi lanza; el corredor se ha quedado con ella.
Nos separamos después de haberlo invitado a preguntar por mí en la Casa de la Vida, si necesitaba un amigo.
Ptahor me esperaba en nuestra habitación, con los ojos rojos y malhumorado.
– Estabas ausente cuando el faraón ha entregado el alma al alba. Tú estabas ausente y yo dormía, de manera que ninguno de los dos ha visto cómo le salía el alma por la nariz en forma de pájaro para volar directamente al sol. Numerosos testigos lo certifican. También yo hubiese querido estar presente, porque me gusta ver estos milagros, pero tú estabas ausente y no me has despertado. ¿Con qué mujer has pasado la noche?
Le conté todo lo ocurrido y levantó la mano en señal de gran sorpresa.
– ¡Que Amón nos proteja! -dijo-. Este nuevo faraón está loco.
– No lo creo -dije, vacilando, porque mi corazón sentía simpatía hacia aquel muchacho enfermizo a quien había protegido y que tanta benevolencia me había demostrado-. Creo que ha encontrado un nuevo dios. Cuando sus ideas se hayan aclarado, veremos quizá milagros en el país de Kemi.
– Que Amón nos proteja de ellos -dijo Ptahor, asustado-. Escánciame vino, porque mi garganta está seca como el polvo del camino. Entonces vinieron a buscarnos para llevarnos a la Casa de la justicia, donde el viejo guardasellos estaba sentado delante de cuarenta rollos de cuero donde estaba consignada la ley. Soldados armados nos rodeaban de manera que no podíamos escaparnos, y el guardasellos nos leyó la ley por la que nos informaba que debíamos morir, puesto que el faraón no se había repuesto de la trepanación. Yo miré a Ptahor, pero él se limitó a sonreír cuando entró el verdugo con su espada.
– Comienza por el hombre hemostático -dijo-; lleva más prisa que nosotros, porque su madre le prepara ya una sopa de guisantes en el país del Occidente.
El verdugo se despidió amablemente de nosotros, hizo los signos sagrados de Amón, blandió la espada y la hizo girar por encima de la cabeza de la víctima; después le tocó ligeramente el cuello. El boyero se desplomó sobre el suelo y creíamos que el miedo le había hecho perder el conocimiento, porque no tenía la menor herida. Cuando vino mi vez, me arrodillé sin miedo, el verdugo me sonrió y se limitó a rozarme el cuello. Ptahor se juzgó tan pequeño que no se dignó siquiera arrodillarse y el verdugo no hizo más que un simulacro de decapitación. Así estábamos, pues, muertos, la sentencia había sido cumplida y nos dieron nuevos nombres que habían sido grabados en unos brazaletes de oro. El de Ptahor llevaba estas palabras: «El que parece un babuino», y el mío: «El que es solitario.» Después de esto se pesó para Ptahor una retribución en oro y yo recibí también una buena cantidad de él. Nos dieron vestiduras nuevas y por primera vez tuve una túnica plisada de lino real y un cuello al que daban peso la plata y las piedras preciosas. Pero cuando los servidores trataron de levantar al hombre hemostático para reanimarlo, todo fue inútil: estaba realmente muerto. Esto es lo que he visto con mis propios ojos. En cuanto a decir de qué había muerto, no podía comprenderlo, a menos que muriese porque creyó que iba a morir. Porque, pese a su bestialidad, tenía el poder de detener las hemorragias y un hombre así no es parecido a los demás.
La noticia de aquella muerte se esparció rápidamente y los que la oyeron no podían evitar reírse. Se golpeaban los muslos soltando la carcajada, porque, verdaderamente, la cosa era risible.
En cuanto a mí estaba oficialmente muerto y a partir de entonces no pude firmar ningún documento sin añadir a mi nombre de Sinuhé las palabras «El que es solitario». Únicamente por este nombre se me conocía en la Corte.
A mi regreso a la Casa de la Vida, con mis vestidos nuevos y mi pequeño brazalete de oro, mis maestros se inclinaron ante mí poniendo las manos a la altura de las rodillas. Pero no era más que un estudiante y tuve que redactar un minucioso informe sobre la trepanación y la muerte del faraón, atestiguando su exactitud. Este trabajo exigió bastante tiempo y terminé mi relato explicando cómo el espíritu se había escapado por la nariz en forma de pájaro para volar directamente hacia el sol. Insistieron en hacerme decir si el faraón no había recuperado el conocimiento pocos instantes antes de morir, para decir: «Que Amón sea bendito», como lo certificaban varios testigos. Después de haber reflexionado decidí atestiguar también la exactitud de este hecho, y tuve el goce de oír leer mi informe al pueblo en los patios del templo durante los setenta días en que el cuerpo del faraón se preparaba para la eternidad en la Casa de la Muerte. Durante todo el duelo las casas de placer, las tabernas y demás sitios de este género fueron cerrados en la villa de Tebas de manera que no se podía beber vino ni oír música más que entrando por la puerta trasera.
Durante este tiempo fui informado de que había llegado al término de mis estudios y podía ya ejercer mi arte en el barrio de la ciudad que quisiera. Si deseaba continuar mis estudios y especializarme para ser médico de las orejas o de los dientes, vigilar los partos, imponer las manos, manejar el cuchillo salvador o ejercer una de las catorce especialidades que se enseñaban bajo la dirección de los médicos, no tenía más que decir qué rama elegía. Aquél era un favor especial que demostraba cuánto sabía Amón recompensar a sus servidores.
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