Mika Waltari - Sinuhé, El Egipcio

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Sinuhé, El Egipcio: краткое содержание, описание и аннотация

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En el ocaso de su vida, el protagonista de este relato confiesa: `porque yo, Sinuhé, soy un hombre y, como tal, he vivido en todos los que han existido antes que yo y viviré en todos los que existan después de mí. Viviré en las risas y en las lágrimas de los hombres, en sus pesares y temores, en su bondad y en su maldad, en su debilidad y en su fuerza`.
Sinuhé el egipcio nos introduce en el fascinante y lejano mundo del Egipto de los faraones, los reinos sirios, la Babilonia decadente, la Creta anterior a la Hélade…, es decir, en todo el mundo conocido catorce siglos antes de Jesucristo. Sobre este mapa, Sinuhé dibuja la línea errante de sus viajes, y aunque la vida no sea generosa con él, en su corazón vive inextinguible la confianza en la bondad de los hombres.
Esta novela es una de las más célebres de nuestro siglo y, en su momento, constituyó un notable éxito cinematográfico.

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Yo era joven y la ciencia de la Casa de la Vida no me interesaba ya. Había sido dominado por la fiebre de Tebas y quería enriquecerme, llegar a ser célebre y aprovechar el tiempo en que todos me conocían todavía por el nombre de Sinuhé, «El que es solitario». Tenía oro y compré una casa situada a la entrada del barrio de los ricos, la amueblé según mis posibilidades y adquirí un esclavo que, a decir verdad, era flaco y tuerto, pero que me convenía por todo lo demás. Se llamaba Kaptah y afirmaba que era una suerte que fuese tuerto, porque podría afirmar a mis clientes que lo había comprado ciego y había devuelto la vista a uno de sus ojos. Por esto lo compré. Hice ejecutar algunas pinturas en la sala de espera. Una de ellas mostraba cómo Imhotep, el dios de los médicos, daba lecciones a Sinuhé. Yo era pequeño a su lado, como convenía, pero bajo la imagen podían leerse estas palabras: «El más sabio y más hábil de mis discípulos es Sinuhé, hijo de Senmut, el que es solitario.» En otra imagen ofrecía un sacrificio a Amón, para dar a Amón lo que es de Amón, y para que los clientes tuviesen confianza en mí. Y en una tercera imagen, el faraón me contemplaba desde lo alto de los cielos bajo la forma de un pájaro y sus servidores pesaban oro para mí y me cubrían de vestiduras nuevas. Fue Thotmés quien pintó estas imágenes, pese a que no era artista legalizado y su nombre no figurase en el registro del templo de Ptah. Pero era mi amigo. En nombre de nuestra vieja amistad consintió en pintar a la moda antigua y su obra fue tan hábilmente ejecutada, y el rojo y el amarillo, los dos colores menos caros, resplandecían con un brillo tal que los que veían aquellas pinturas por primera vez exclamaban maravillados:

– Verdaderamente, Sinuhé, hijo de Senmut, «El que es solitario», inspira confianza y cura hábilmente a sus enfermos.

Cuando todo estuvo terminado, me senté esperando a mis clientes y enfermos, pero nadie apareció. Por la noche fui a la taberna y animé mi corazón con vino, porque me quedaba todavía un poco de oro y plata. Era joven, me creía un médico hábil y tenía confianza en el porvenir. Por esto bebía con Thotmés y hablábamos en voz alta de los asuntos de los dos países, porque en aquella época, en las plazas, delante de los almacenes, en las tabernas y en las casas de placer todo el mundo hablaba de los asuntos de los dos países.

En efecto, cuando el cuerpo del faraón hubo estado preparado para durar una eternidad y sido depositado en el Valle de los Reyes y las puertas de la tumba cerradas con los sellos reales, la real esposa subió al trono provista del látigo y el cetro, una barba postiza en el mentón y una cola de león en la cintura. El heredero no fue coronado faraón porque se decía que quería purificarse e implorar a los dioses antes de asumir el poder. Pero cuando la reina madre despidió al viejo guardasellos y elevó a este cargo al sacerdote desconocido, Ai, que se encontró de esta forma elevado por encima de todos los grandes de Egipto, que actuó en el pabellón de la justicia ante cuarenta libros de cuero de la ley para nombrar los preceptores y los constructores del faraón, todo el templo de Amón comenzó a zumbar como una colmena; se vieron numerosos presagios funestos y los sacrificios regios no dieron ningún resultado. Los vientos cambiaron de dirección contra todas las reglas de la Naturaleza, hasta el punto de que llovió dos días consecutivos en Egipto, las mercancías se estropearon en los almacenes y los montones de trigo se pudrieron en los muelles. En las afueras de Tebas, algunos estanques se convirtieron en charcas de sangre y mucha gente fue

a verlas. Pero nadie experimentaba temor alguno, porque eran cosas que se habían visto otras veces cuando los sacerdotes estaban encolerizados. Pero reinaba una sorda inquietud y circulaban muchos rumores. Entretanto, los mercenarios del faraón, egipcios, sirios y negros, recibían de la reina madre abundantes salarios; sus jefes se repartían en la terraza del palacio los collares de oro y las condecoraciones, y el orden era mantenido. Nada amenazaba el poderío de Egipto porque en Siria las guarniciones velaban también por el orden, y los príncipes de Biblos, Simyra, Sidón y Ghaza, que habían pasado su infancia a los pies del faraón y recibido su educación en la casa dorada, lamentaron su muerte como si hubiese sido la de su padre y escribían a la reina madre unas cartas en las que declaraban no ser más que polvo a su lado. En el país de Kush, en Nubia y en las fronteras del Sudán había desde los tiempos más remotos la costumbre de guerrear a la muerte del faraón, como si los negros quisieran poner a prueba la longanimidad del nuevo soberano. Por esto el virrey de las tierras del Sur, el hijo de dios en las guarniciones del Sur, movilizó sus tropas en cuanto se enteró de la muerte del faraón y sus hombres cruzaron la frontera e incendiaron numerosos poblados después de haber capturado un rico botín de ganado, esclavos, colas de león y plumas de avestruz, de manera que las rutas hacia el país de Kush fueron de nuevo seguras y todas las tribus que se dedicaban al pillaje deploraron vivamente la muerte del faraón al ver a sus jefes colgados en los muros de los puestos fronterizos.

Incluso en las islas del mar se lloró la muerte del gran faraón, y el rey de Babilonia y el del país de los Khattis, que reinaba sobre los hititas, enviaron a la reina madre unas tablillas de arcilla lamentando la muerte del faraón y pidiendo oro a fin de poder levantar su imagen en los templos, porque el faraón había sido para ellos como un padre y un hermano. En cuanto al rey de Mitanni, en Naharina, envió a su hija para que se casase con el futuro faraón, como lo había hecho su padre antes que él y conforme había sido convenido con el faraón celeste antes de su muerte. Tadu-Hepa, que tal era el nombre de la princesa, llegó a Tebas con sus servidores, esclavos y asnos cargados con mercancías preciosas; la princesa era una chiquilla de seis años y el heredero la tomó por mujer, porque el país de Mitanni era un muro de separación entre la rica Siria y los países del Norte y protegía todas las rutas de las caravanas del país de los dos ríos hasta el mar. Así fue como los sacerdotes de la celeste hija de Amón, Sekhmet, de cabeza de leona, perdieron su júbilo, y se enmohecieron los goznes de las puertas de su templo.

He aquí de lo que hablábamos Thotmés y yo en alta voz, regocijando nuestros corazones con vino, escuchando música siria y contemplando bellas danzarinas. La fiebre de Tebas me dominaba y cada mañana mi esclavo tuerto se acercaba a la cama, ponía sus manos a la altura de las rodillas y me tendía un pan, pescado seco y un vaso de cerveza. Yo me lavaba y me sentaba a esperar a los clientes, los recibía, escuchando sus dolencias y los curaba.

Algunas veces las mujeres me traían a sus hijos, y si las madres estaban delgadas y sus hijos débiles, con los párpados devorados por las moscas, enviaba a Kaptah a comprarles carne y frutas y se los regalaba, pero de esta forma no me enriquecía y al día siguiente, delante de mi puerta, me esperaban cinco o seis madres con sus hijos y yo no podía recibirlas y tenía que ordenar a mi esclavo que les cerrase la puerta y las mandase al templo donde, los días de los grandes sacrificios, se distribuía entre los pobres los restos de lo que dejaban los sacerdotes, ahítos. Cada noche las antorchas brillaban en las calles de Tebas, la música resonaba en las casas de placer y en las tabernas, y el cielo se enrojecía sobre la ciudad. Yo quería alegrar mi corazón con el vino, pero mi corazón no se alegraba ya, mis recursos se acababan y tuve que pedir prestado oro al templo para poder vestirme decentemente y tratar de olvidar mis preocupaciones.

4

Era de nuevo la época de la crecida del río y las aguas alcanzaban los muros del templo. Cuando se retiraron, la tierra se puso verde, los pájaros hicieron sus nidos y los lotos florecieron en los estanques mientras las acacias embalsamaban el aire. Un día, Horemheb fue a verme. Iba vestido de lino real, llevaba un collar de oro y una fusta en la mano, insignia de su dignidad de oficial del faraón. Pero no llevaba lanza ya. Levanté el brazo para testimoniarle mi alegría al verlo y él repitió mi ademán y sonrió.

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