– Ningún mortal puede levantar las manos sobre ella y si alguien se desposa con ella no puede ser más que su hermano, heredero del trono, para elevarla a su lado como esposa real. Es lo que ocurrirá, porque lo he leído en los ojos de la princesa junto al lecho de muerte de su padre, porque no miraba a nadie más que a su hermano. Yo lo temía, porque es una mujer cuyos miembros no calientan a nadie y en sus ojos ovalados se lee el vacío y la muerte. Por esto te digo: vete, Horemheb, amigo mío, porque Tebas no es para ti.
Pero con impaciencia me respondió:
– Todo esto lo sé tan bien o mejor que tú, de manera que tus palabras son como un zumbido de moscas en mis oídos. Pero volvamos a lo que decías hace poco de los diablos, porque mi corazón está vacío y una vez que he bebido quisiera que una mujer me sonriese. Pero debe ir vestida de lino real y llevar una peluca, debe pintarse los labios y las mejillas de ocre rojo y mi deseo no se despertará más que si sus ojos son ovalados como el arco de la luna en el cielo.
Sonreí y dije:
– Tus palabras son cuerdas, amigo. Examinemos juntos, si quieres, cómo debes comportarte. ¿Tienes oro?
Con jactancia respondió:
– No me importa pesar mi oro, porque el oro no es más que estiércol a mis pies. Pero tengo un collar y brazaletes. ¿Es suficiente?
– No es seguro. Es quizá más seguro que te limites a sonreír, porque las mujeres que visten lino real son caprichosas y tu sonrisa puede inflamar a una de ellas. ¿No existe alguna en el palacio? ¿Por qué ir a derrochar un oro del que puedes más tarde tener necesidad?
– No me importan las mujeres de palacio -respondió Horemheb-. Pero conozco otro remedio. Entre mis camaradas hay un tal Kefta, un cretense, a quien di un día de puntapiés porque se había burlado de mí y ahora me respeta. Me ha invitado a acompañarlo hoy a una fiesta en casa de unos nobles situada cerca del templo de un dios de cabeza de gato, cuyo nombre no recuerdo porque no pensaba, ir.
– Se trata de Bastet -dije yo-. Conozco el templo y es un lugar propicio a tus intenciones, porque las mujeres ligeras invocan a menudo a la diosa de cabeza de gato y le ofrecen sacrificios con el objeto de que les proporcione amantes ricos.
– Pero no iré si tú no me acompañas -dijo Horemheb, desconcertado-. Soy de bajo origen, sé dar puntapiés y latigazos, pero no sé cómo comportarme en Tebas ni, sobre todo, cómo tratar a las mujeres. Tú eres un hombre de mundo, Sinuhé, y has nacido en Tebas. Por esto debes ayudarme.
Yo había bebido vino y su confianza me halagaba, pero no quería confesarle que conocía a las mujeres tan poco como él. Pero había bebido tanto vino que mandé a Kaptah a buscar una litera y ajusté el precio de la carrera mientras Horemheb seguía bebiendo para darse ánimos. Los portadores nos depositaron cerca del templo de Bastet, y viendo antorchas y lámparas delante de la casa adonde íbamos, comenzaron a discutir el precio de la carrera hasta que Horemheb les administró unos cuantos latigazos que les impusieron silencio. Delante del templo algunas muchachas nos sonrieron pidiéndonos que sacrificásemos con ellas; pero no iban vestidas de lino real, llevaban el cabello natural y no quisimos saber nada de ellas.
Entramos; yo caminando delante, y nadie se extrañó de nuestra llegada; los servidores nos echaron agua sobre las manos, y el aroma de los platos calientes, de los ungüentos y de las flores llegaba hasta la cancela. Los esclavos nos adornaron con coronas de flores y penetramos en la sala porque el vino nos había hecho osados.
En cuanto entramos, no tuve ojos más que para una mujer que acudió a nuestro encuentro. Iba vestida con lino real, de manera que sus miembros aparecían a través de la tela como los de una diosa. Llevaba una gruesa peluca azul adornada con numerosas joyas coloradas, sus párpados estaban pintados de negro y verde bajo los ojos. Pero más verdes que todos los verdes eran sus pupilas, que eran como el Nilo bajo los ardores del sol estival, porque era Nefernefernefer, a quien había encontrado un día en el templo de Amón. No me reconoció; nos miró con curiosidad y dirigió una sonrisa a Horemheb, quien levantó el látigo para saludarla. Un muchacho joven, el cretense Kefta, vio también a Horemheb y acudió titubeante, lo abrazó y lo llamó amigo. Nadie me prestó atención, de manera que pude contemplar a placer a la hermana de mi corazón. Era de más edad de lo que pensaba y sus ojos no sonreían ya y eran duros como las piedras verdes. Sus ojos no sonreían, pero su boca sí, y ante todo miraba la cadena de oro que Horemheb llevaba al cuello. Pero, a pesar de todo, mis rodillas flaqueaban.
Los muros del salón estaban pintados por los mejores artistas y unas columnas abigarradas sostenían el techo. Había mujeres casadas y solteras y todas llevaban vestidos de lino real, pelucas y muchas joyas. Sonreían a los hombres que se agolpaban alrededor de ellas y eran jóvenes o viejos, bellos o feos, y tenían también joyas de oro y sus cabellos estaban recargados de piedras preciosas y oro. Gritaban o reían; copas y jarras llenaban el suelo; se caminaba sobre flores y los músicos sirios agitaban sus ruidosos instrumentos y apagaban el ruido de las palabras. Habían bebido mucho vino, porque una mujer se sintió indispuesta y el esclavo le tendió demasiado tarde la jofaina, de manera que se manchó el traje y todo el mundo se rió de ella.
Kefta, el cretense, me besó también llamándome su amigo y me manchó la cara con sus afeites. Pero Nefernefernefer me miró y dijo: -iSinuhé!… Conocí una vez a un Sinuhé que, como tú, quería ser médico.
– Yo soy este Sinuhé -dije, mirándola fijamente y temblando.
– No, tú no eres el mismo Sinuhé -me replicó, haciendo un ademán con la mano para alejarme-. El Sinuhé que yo conocí era joven y sus ojos eran claros como los de la gacela. Pero tú eres un hombre, entre tus cejas pasan dos surcos y tu rostro no es tan liso como el suyo.
Le mostré la sortija con la piedra verde en mi dedo, pero ella movió la cabeza y dijo:
– He acogido a un bandido en mi casa, porque seguramente has matado a Sinuhé cuya vista alegraba mi corazón. Lo has matado y le has robado la sortija que me quité del pulgar para dársela en prenda de amistad. Le has robado incluso su nombre; el Sinuhé que me gustaba no existe ya.
Levantó el brazo para mostrarme su dolor. Entonces mi corazón se llenó de amargura y el dolor invadió mis miembros. Me quité la sortija y se la tendí diciéndole:
– Recobra tu sortija. Voy a marcharme; no quiero ser importuno. Pero ella dijo:
– No te marches. -Puso ligeramente su mano sobre mi hombro como la otra vez y repitió en voz baja-: No te marches.
En aquel instante supe que su seno me quemaría más que el fuego y que no podría ser nunca feliz sin ella. Pero los servidores nos trajeron vino y bebimos para reconfortar nuestros corazones, y jamás vino alguno fue tan delicioso a mi paladar.
La mujer que se había sentido indispuesta se enjuagó la boca y volvió a beber. Después se quitó el traje manchado y lo lanzó a lo lejos, y se quitó también la peluca, de manera que estaba desnuda, y apretándose los pechos con las manos mandó a los esclavos que vertiesen vino entre ellos de manera que todos pudiesen beber a gusto. Con el paso vacilante andaba de un lado a otro de la sala, riéndose en voz alta. Era joven, bella y ardiente, y deteniéndose delante de Horemheb le ofreció de beber entre sus pechos. Horemheb se inclinó y bebió, y cuando levantó la cabeza su rostro estaba congestionado; miró a la mujer a los ojos, cogió su cabeza entre sus manos y la besó. Todo el mundo se reía y la mujer también, pero de repente se enojó y pidió ropas limpias. Los servidores la vistieron, se puso la peluca y, sentándose al lado de Horemheb, no bebió más vino. Los músicos sirios seguían tocando; yo sentía en mis miembros y en mi sangre el ardor de Tebas y sabía que había visto el día en declive del mundo; nada me importaba ya con tal de poder sentarme al lado de la hermana de mi corazón y contemplar el verde de sus ojos y el rojo de sus labios.
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