Mika Waltari - Sinuhé, El Egipcio

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Sinuhé, El Egipcio: краткое содержание, описание и аннотация

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En el ocaso de su vida, el protagonista de este relato confiesa: `porque yo, Sinuhé, soy un hombre y, como tal, he vivido en todos los que han existido antes que yo y viviré en todos los que existan después de mí. Viviré en las risas y en las lágrimas de los hombres, en sus pesares y temores, en su bondad y en su maldad, en su debilidad y en su fuerza`.
Sinuhé el egipcio nos introduce en el fascinante y lejano mundo del Egipto de los faraones, los reinos sirios, la Babilonia decadente, la Creta anterior a la Hélade…, es decir, en todo el mundo conocido catorce siglos antes de Jesucristo. Sobre este mapa, Sinuhé dibuja la línea errante de sus viajes, y aunque la vida no sea generosa con él, en su corazón vive inextinguible la confianza en la bondad de los hombres.
Esta novela es una de las más célebres de nuestro siglo y, en su momento, constituyó un notable éxito cinematográfico.

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– Ningún mortal puede levantar las manos sobre ella y si alguien se desposa con ella no puede ser más que su hermano, heredero del trono, para elevarla a su lado como esposa real. Es lo que ocurrirá, porque lo he leído en los ojos de la princesa junto al lecho de muerte de su padre, porque no miraba a nadie más que a su hermano. Yo lo temía, porque es una mujer cuyos miembros no calientan a nadie y en sus ojos ovalados se lee el vacío y la muerte. Por esto te digo: vete, Horemheb, amigo mío, porque Tebas no es para ti.

Pero con impaciencia me respondió:

– Todo esto lo sé tan bien o mejor que tú, de manera que tus palabras son como un zumbido de moscas en mis oídos. Pero volvamos a lo que decías hace poco de los diablos, porque mi corazón está vacío y una vez que he bebido quisiera que una mujer me sonriese. Pero debe ir vestida de lino real y llevar una peluca, debe pintarse los labios y las mejillas de ocre rojo y mi deseo no se despertará más que si sus ojos son ovalados como el arco de la luna en el cielo.

Sonreí y dije:

– Tus palabras son cuerdas, amigo. Examinemos juntos, si quieres, cómo debes comportarte. ¿Tienes oro?

Con jactancia respondió:

– No me importa pesar mi oro, porque el oro no es más que estiércol a mis pies. Pero tengo un collar y brazaletes. ¿Es suficiente?

– No es seguro. Es quizá más seguro que te limites a sonreír, porque las mujeres que visten lino real son caprichosas y tu sonrisa puede inflamar a una de ellas. ¿No existe alguna en el palacio? ¿Por qué ir a derrochar un oro del que puedes más tarde tener necesidad?

– No me importan las mujeres de palacio -respondió Horemheb-. Pero conozco otro remedio. Entre mis camaradas hay un tal Kefta, un cretense, a quien di un día de puntapiés porque se había burlado de mí y ahora me respeta. Me ha invitado a acompañarlo hoy a una fiesta en casa de unos nobles situada cerca del templo de un dios de cabeza de gato, cuyo nombre no recuerdo porque no pensaba, ir.

– Se trata de Bastet -dije yo-. Conozco el templo y es un lugar propicio a tus intenciones, porque las mujeres ligeras invocan a menudo a la diosa de cabeza de gato y le ofrecen sacrificios con el objeto de que les proporcione amantes ricos.

– Pero no iré si tú no me acompañas -dijo Horemheb, desconcertado-. Soy de bajo origen, sé dar puntapiés y latigazos, pero no sé cómo comportarme en Tebas ni, sobre todo, cómo tratar a las mujeres. Tú eres un hombre de mundo, Sinuhé, y has nacido en Tebas. Por esto debes ayudarme.

Yo había bebido vino y su confianza me halagaba, pero no quería confesarle que conocía a las mujeres tan poco como él. Pero había bebido tanto vino que mandé a Kaptah a buscar una litera y ajusté el precio de la carrera mientras Horemheb seguía bebiendo para darse ánimos. Los portadores nos depositaron cerca del templo de Bastet, y viendo antorchas y lámparas delante de la casa adonde íbamos, comenzaron a discutir el precio de la carrera hasta que Horemheb les administró unos cuantos latigazos que les impusieron silencio. Delante del templo algunas muchachas nos sonrieron pidiéndonos que sacrificásemos con ellas; pero no iban vestidas de lino real, llevaban el cabello natural y no quisimos saber nada de ellas.

Entramos; yo caminando delante, y nadie se extrañó de nuestra llegada; los servidores nos echaron agua sobre las manos, y el aroma de los platos calientes, de los ungüentos y de las flores llegaba hasta la cancela. Los esclavos nos adornaron con coronas de flores y penetramos en la sala porque el vino nos había hecho osados.

En cuanto entramos, no tuve ojos más que para una mujer que acudió a nuestro encuentro. Iba vestida con lino real, de manera que sus miembros aparecían a través de la tela como los de una diosa. Llevaba una gruesa peluca azul adornada con numerosas joyas coloradas, sus párpados estaban pintados de negro y verde bajo los ojos. Pero más verdes que todos los verdes eran sus pupilas, que eran como el Nilo bajo los ardores del sol estival, porque era Nefernefernefer, a quien había encontrado un día en el templo de Amón. No me reconoció; nos miró con curiosidad y dirigió una sonrisa a Horemheb, quien levantó el látigo para saludarla. Un muchacho joven, el cretense Kefta, vio también a Horemheb y acudió titubeante, lo abrazó y lo llamó amigo. Nadie me prestó atención, de manera que pude contemplar a placer a la hermana de mi corazón. Era de más edad de lo que pensaba y sus ojos no sonreían ya y eran duros como las piedras verdes. Sus ojos no sonreían, pero su boca sí, y ante todo miraba la cadena de oro que Horemheb llevaba al cuello. Pero, a pesar de todo, mis rodillas flaqueaban.

Los muros del salón estaban pintados por los mejores artistas y unas columnas abigarradas sostenían el techo. Había mujeres casadas y solteras y todas llevaban vestidos de lino real, pelucas y muchas joyas. Sonreían a los hombres que se agolpaban alrededor de ellas y eran jóvenes o viejos, bellos o feos, y tenían también joyas de oro y sus cabellos estaban recargados de piedras preciosas y oro. Gritaban o reían; copas y jarras llenaban el suelo; se caminaba sobre flores y los músicos sirios agitaban sus ruidosos instrumentos y apagaban el ruido de las palabras. Habían bebido mucho vino, porque una mujer se sintió indispuesta y el esclavo le tendió demasiado tarde la jofaina, de manera que se manchó el traje y todo el mundo se rió de ella.

Kefta, el cretense, me besó también llamándome su amigo y me manchó la cara con sus afeites. Pero Nefernefernefer me miró y dijo: -iSinuhé!… Conocí una vez a un Sinuhé que, como tú, quería ser médico.

– Yo soy este Sinuhé -dije, mirándola fijamente y temblando.

– No, tú no eres el mismo Sinuhé -me replicó, haciendo un ademán con la mano para alejarme-. El Sinuhé que yo conocí era joven y sus ojos eran claros como los de la gacela. Pero tú eres un hombre, entre tus cejas pasan dos surcos y tu rostro no es tan liso como el suyo.

Le mostré la sortija con la piedra verde en mi dedo, pero ella movió la cabeza y dijo:

– He acogido a un bandido en mi casa, porque seguramente has matado a Sinuhé cuya vista alegraba mi corazón. Lo has matado y le has robado la sortija que me quité del pulgar para dársela en prenda de amistad. Le has robado incluso su nombre; el Sinuhé que me gustaba no existe ya.

Levantó el brazo para mostrarme su dolor. Entonces mi corazón se llenó de amargura y el dolor invadió mis miembros. Me quité la sortija y se la tendí diciéndole:

– Recobra tu sortija. Voy a marcharme; no quiero ser importuno. Pero ella dijo:

– No te marches. -Puso ligeramente su mano sobre mi hombro como la otra vez y repitió en voz baja-: No te marches.

En aquel instante supe que su seno me quemaría más que el fuego y que no podría ser nunca feliz sin ella. Pero los servidores nos trajeron vino y bebimos para reconfortar nuestros corazones, y jamás vino alguno fue tan delicioso a mi paladar.

La mujer que se había sentido indispuesta se enjuagó la boca y volvió a beber. Después se quitó el traje manchado y lo lanzó a lo lejos, y se quitó también la peluca, de manera que estaba desnuda, y apretándose los pechos con las manos mandó a los esclavos que vertiesen vino entre ellos de manera que todos pudiesen beber a gusto. Con el paso vacilante andaba de un lado a otro de la sala, riéndose en voz alta. Era joven, bella y ardiente, y deteniéndose delante de Horemheb le ofreció de beber entre sus pechos. Horemheb se inclinó y bebió, y cuando levantó la cabeza su rostro estaba congestionado; miró a la mujer a los ojos, cogió su cabeza entre sus manos y la besó. Todo el mundo se reía y la mujer también, pero de repente se enojó y pidió ropas limpias. Los servidores la vistieron, se puso la peluca y, sentándose al lado de Horemheb, no bebió más vino. Los músicos sirios seguían tocando; yo sentía en mis miembros y en mi sangre el ardor de Tebas y sabía que había visto el día en declive del mundo; nada me importaba ya con tal de poder sentarme al lado de la hermana de mi corazón y contemplar el verde de sus ojos y el rojo de sus labios.

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