Mika Waltari - Sinuhé, El Egipcio

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Sinuhé, El Egipcio: краткое содержание, описание и аннотация

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En el ocaso de su vida, el protagonista de este relato confiesa: `porque yo, Sinuhé, soy un hombre y, como tal, he vivido en todos los que han existido antes que yo y viviré en todos los que existan después de mí. Viviré en las risas y en las lágrimas de los hombres, en sus pesares y temores, en su bondad y en su maldad, en su debilidad y en su fuerza`.
Sinuhé el egipcio nos introduce en el fascinante y lejano mundo del Egipto de los faraones, los reinos sirios, la Babilonia decadente, la Creta anterior a la Hélade…, es decir, en todo el mundo conocido catorce siglos antes de Jesucristo. Sobre este mapa, Sinuhé dibuja la línea errante de sus viajes, y aunque la vida no sea generosa con él, en su corazón vive inextinguible la confianza en la bondad de los hombres.
Esta novela es una de las más célebres de nuestro siglo y, en su momento, constituyó un notable éxito cinematográfico.

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– ¿Qué ocurre? -preguntó en el dialecto del bajo país, mostrándome al heredero-. ¿Está enfermo?

Yo sentí vergüenza y me puse de rodillas saludándolo.

– Si eres un bandido tu botín será mezquino, pero este muchacho está enfermo y los dioses te bendecirán quizá si nos prestas ayuda.

Lanzó un grito violento y en el acto un halcón bajó del cielo posándose sobre su hombro. Yo me dije que era mejor ser prudente por si acaso era un dios, aun cuando fuese un dios menor. Por esto le hablé cortésmente y le pregunté quién era, de dónde venía y adónde iba.

– Soy Horemheb, hijo del halcón -dijo con orgullo-. Mis padres son simples fabricantes de quesos, pero me han predicho desde mi nacimiento que mandaría a muchos hombres. El halcón volaba delante de mí, por esto he venido aquí no habiendo encontrado albergue en la villa. Los habitantes de Tebas temen la lanza después de la caída de la noche. Pero me propongo alistarme como soldado, porque dicen que el faraón está enfermo y necesitará brazos sólidos para protegerle.

Su cuerpo era bello como el de un león joven y su mirada penetrante como una flecha alada. Pensé con cierta envidia en que más de una mujer le diría: “Bello muchacho, ¿quieres divertir mi soledad?”

El heredero del trono lanzó un gemido, se pasó la mano por el rostro y movió los pies. Le quité la mordaza de la boca y hubiera querido tener agua para darle. Horemheb lo observaba todo con curiosidad y preguntó fríamente:

– ¿Va a morir?

– No, no morirá -dije yo con impaciencia-. Sufre del mal sagrado. Horemheb me miró y estrechó el venablo que llevaba en la mano.

– No debes menospreciarme -dijo- pese a que vaya descalzo y sea todavía pobre. Sé escribir convenientemente y leer las inscripciones y mandaré a mucha gente. ¿Qué dios lo ha poseído?

Hizo esta pregunta porque el pueblo cree que el dios habla por boca de los epilépticos.

– Tiene un dios particular -dije-. Creo que está un poco loco. Cuando haya recobrado el conocimiento me ayudarás a llevarlo hasta la villa, donde encontraré una litera para transportarlo a su casa.

– Tiene frío -dijo Horemheb, que se quitó la capa para cubrir al heredero-. Los amaneceres de Tebas son fríos, pero yo tengo mi sangre para calentarme. Conozco, además, muchos dioses y podría citarte el nombre de muchos que me han sido propicios. Pero mi dios particular es Horus. Este muchacho es seguramente hijo de ricos porque su piel es blanca y sus manos no han trabajado. Y tú, ¿quién eres?

Hablaba mucho y con vivacidad, porque era un pobre muchacho que había recorrido un gran trayecto para llegar a Tebas y había sufrido durante su camino muchos contratiempos y desdichas.

– Soy médico. He sido ordenado también sacerdote de primer grado en el templo de Amón de Tebas.

– Lo has traído seguramente al desierto para curarlo -declaró Horemheb-. Pero hubieras debido vestirlo más. Sin embargo, no pienses que quiero censurarte -añadió en seguida.

La arena roja brillaba bajo la luz del sol levante, la punta de su lanza se enrojecía y el halcón describía grandes órbitas por encima de la cabeza del muchacho. El heredero del trono se sentó, sus dientes castañeteaban, gemía dulcemente y miró a su alrededor con sorpresa.

– Lo he visto -dijo-. Este instante es como un siglo; yo no tenía edad y ha tendido mil manos benefactoras sobre mi cabeza y cada una de ellas me daba una garantía de vida eterna. ¿No creería, acaso? -Espero que no te hayas mordido la lengua -dije yo, preocupado-. Quise cuidarte, pero no tenía un pedazo de madera para ponértela entre los dientes.

Pero mi voz no era más que un zumbido de mosquitos en sus oídos. Miraba a Horemheb con los ojos muy abiertos y brillantes, y aquella sonrisa de asombro le daba cierta belleza.

– ¿Es a ti a quien Atón, el único, ha enviado? -preguntó con sorpresa. -Un halcón ha volado delante de mí y he seguido al halcón -dijo Horemheb-. Por esto estoy aquí. No sé nada más.

Pero el heredero vio la lanza y su rostro se ensombreció. -Tienes una lanza -dijo con tono de reproche. Horemheb se la mostró.

– El asta es de madera excelente -dijo-. Su punta es de cobre y tiene sed de beber la sangre de los enemigos del faraón. Mi lanza tiene sed y su nombre es Degolladora.

– Nada de sangre -dijo el heredero-. Atón siente horror de la sangre. No hay nada más horrible que la sangre vertida.

Aun cuando había visto cómo el heredero cerraba los ojos mientras Ptahor trepanaba a su padre, no sabía todavía que era una de esas personas a quienes la vista de la sangre enferma hasta el desvanecimiento.

– La sangre purifica a los pueblos y los hace fuertes -afirmó Horemheb-. Es la sangre lo que engorda a los dioses y les asegura la salud. Mientras haya guerras, correrá la sangre.

– No habrá nunca más guerras -dijo el heredero.

– Este muchacho está loco -dijo Horemheb-. Ha habido siempre guerras y las habrá siempre, porque los pueblos necesitan poner sus fuerzas a prueba para vivir.

– Todos los pueblos son sus hijos, las lenguas y los colores, la tierra roja y la tierra negra -dijo el heredero al sol-. Yo edificaré su templo en todos los países y enviaré a los reyes el símbolo de vida, porque lo veo, he nacido de él y a él debo volver.

– Está verdaderamente loco -dijo Horemheb, moviendo la cabeza-. Comprendo que necesite cuidados.

– Su dios acaba de aparecérsele -dije yo para ponerlo en guardia, porque sentía ya simpatía por él-. El mal grande le ha hecho ver a su dios y no tenemos competencia para discutir lo que le ha dicho. Cada cual busca su salvación a su manera.

– Yo creo en mi lanza y en mi halcón -dijo Horemheb.

Pero el heredero levantó la mano para saludar al sol y su rostro recobró belleza y brillantez como si contemplase un mundo diferente del nuestro. Después de haberlo dejado orar a su gusto nos lo llevamos hacia la villa sin que opusiese resistencia. El ataque de la enfermedad lo había agotado y caminaba difícilmente. Por esto lo llevábamos entre los dos, precedidos del halcón.

Llegados al lindero de los campos cultivados hasta donde se extendían los canales de irrigación, vimos que una litera real nos esperaba. Los esclavos se habían tendido en el suelo y un imponente sacerdote avanzó hacia nosotros. Llevaba la cabeza afeitada y sus facciones sombrías eran bellas. Yo llevé mis manos a la altura de las rodillas porque adiviné que era el sacerdote de Re-Herakthi, de quien Ptahor me había hablado. Pero no se ocupó de mí. Se postró ante el heredero y lo saludó con el nombre de rey. Así fue como supe que el faraón Amenhotep III había muerto. Los esclavos se precipitaron alrededor del nuevo rey, le lavaron los miembros, le dieron masaje y lo ungieron, lo vistieron con lino real y colocaron sobre su cabeza un emblema real.

Entonces Ai me dirigió la palabra: -¿Ha encontrado a su dios, Sinuhé?

– Ha encontrado a su dios -respondí-. Pero he velado por él para que no le ocurriese nada malo. ¿Cómo sabes mi nombre?

El sacerdote sonrió y dijo:

– Es mi deber saber cuanto ocurre dentro del palacio hasta que haya sonado mi hora. Sé tu nombre y que eres médico. Por esto lo he confiado a tu guardia. Sé también que eres sacerdote de Amón y que le has prestado juramento.

Dijo estas últimas palabras con tono de amenaza, pero yo levanté el brazo diciendo:

– ¿Qué significa un juramento para Amón?

– Tienes razón -dijo-, y no tienes necesidad de arrepentirte. Debes saber que se siente inquieto cuando el dios se acerca a él. Nada puede retenerlo entonces y no permite que los guardias lo sigan. Sin embargo, habéis estado en seguridad toda la noche; ningún peligro os ha amenazado y ya ves que una litera os espera. Pero, ¿quién es este lancero? -Me mostró a Horemheb que, un poco a distancia, probaba el cobre de su lanza, con el halcón posado sobre el hombro-. Sería quizá mejor hacerle perecer porque no es conveniente que los sacerdotes de los faraones sean demasiado conocidos.

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