Y Ptahor dijo:
– Condúceme, Sinuhé, hijo mío, porque soy ya viejo y mis piernas son débiles.
Lo llevé afuera; la noche había cerrado y al Este el resplandor de las luces de Tebas teñía el cielo de un color rojo. Yo había bebido vino y sentía en mis venas de nuevo la pasión y la fiebre de Tebas, mientras las flores embalsamaban el aire y las estrellas fulguraban sobre mi cabeza.
– Ptahor, tengo sed de amor cuando el reflejo de las luces de Tebas tiñe de rojo el cielo nocturno.
– El amor no existe. El hombre está triste si no tiene una mujer con quien acostarse. Pero cuando se ha acostado con una mujer está todavía más triste que antes. Así es y así será siempre.
– ¿Por qué?
– Ni aun los dioses lo saben. No me hables de amor o te partiré el cráneo. Lo haré gratuitamente y sin la menor
retribución, porque así te evitaré un buen número de contrariedades.
Entonces consideré oportuno hacer el oficio de esclavo; lo cogí en mis brazos y lo llevé a la habitación que nos estaba destinada. Era tan pequeño y tan viejo que pude llevarlo sin jadear. En cuanto estuvo en su cama se quedó dormido después de haber buscado en vano una copa a su lado. Lo cubrí cuidadosamente, porque la noche era fresca, y regresé a los parterres de flores, porque era joven y la juventud no necesita sueño la noche en que se muere un rey.
Las voces bajas de la gente congregada para toda la noche al pie de las murallas de palacio, llegaban a mí como el susurro de los lejanos cañaverales traídos por el viento.
Velaba en la terraza florida mientras las luces de Tebas enrojecían el cielo oriental y yo pensaba en unos ojos verdes como el Nilo bajo el cielo de verano, cuando me di cuenta de que no estaba solo.
La luna era delgada y la luz de las estrellas débil y temblorosa, de manera que no sabía si era un hombre o una mujer quien se acercaba a mí. Pero venía alguien que trataba de ver mi rostro para reconocerme. Me moví, y el desconocido dijo con una voz infantil e imperativa a la vez:
– ¿Eres tú, Solitario?
Entonces reconocí por su voz y su cuerpo frágil al heredero del trono y me incliné hasta tierra sin osar abrir la boca. Pero él me empujó con el pie, impaciente, y dijo:
– Levántate y no seas imbécil. Nadie nos ve y no tienes necesidad de postrarte ante mí. Guarda tus devociones para el dios del cual soy hijo, porque no hay más que un solo dios, y todos los demás son meras formas de aparición. ¿No lo sabes acaso? -Sin esperar mi respuesta, al cabo de un instante de reflexión continuó-: Todos los dioses, salvo quizás Amón, que es un falso dios. -Yo hice con la mano un ademán de reprobación para indicar que temía tales afirmaciones-. Está bien -dijo-. He visto a mi padre de cerca cuando entregabas el martillo y el cuchillo a ese viejo loco de Ptahor. Por esto te he llamado el Solitario. Mi madre llamó a Ptahor el Viejo Mono. Serán vuestros nombres si debéis morir antes de abandonar el palacio. Pero he sido yo quien he encontrado el tuyo.
Me dije que debía de estar verdaderamente enfermo y perturbado para proferir tales monstruosidades, pero Ptahor me había dicho también que deberíamos perecer si el faraón moría. Por esto mis cabellos se erizaron y levanté el brazo, porque no tenía deseos de morir.
El heredero respiraba irregularmente a mi lado; agitaba los brazos y hablaba con exaltación.
– Estoy inquieto, quisiera estar fuera de aquí. Mi dios se me aparecerá, lo sé, pero lo temo. Quédate conmigo, Solitario, porque el dios destrozará mi cuerpo con su fuerza y mi lengua enfermará cuando se me haya aparecido. -Fui presa de un temblor porque creía que deliraba. Pero con un tono imperativo me dijo-: ¡Ven!
Lo seguí. Me hizo bajar de la terraza y avanzar por el lago real mientras los murmullos de la muchedumbre llegaban a nosotros como un lúgubre susurro. Pasamos por delante de las caballerizas y las perreras y salimos por la puerta de servicio sin ser detenidos por los guardias. Yo sentía miedo porque Ptahor me había dicho que no debíamos abandonar el palacio antes de la muerte del rey; pero no podía resistirme al heredero.
Caminaba con el cuerpo en tensión, a pasos rápidos y resbaladizos, de manera que tenía dificultad en seguirlo. No llevaba más que el diminuto delantal y la luna iluminaba su cuerpo blanco y sus muslos delgados como los de una mujer. La luna iluminaba también sus orejas abiertas y su rostro demudado por el sufrimiento, como si estuviese perseguido por una visión imperceptible para los demás.
Al llegar a la ribera me dijo:
– Tomemos una barca; debo ir hacia Oriente al encuentro de mi padre. Tomó la primera barcaza que vimos y yo le seguí; atravesamos el río sin que nadie nos lo impidiese, a pesar de que habíamos robado la barca. La noche no era apacible; numerosas embarcaciones surcaban el río y delante de nosotros el resplandor de las luces de Tebas enrojecía el cielo con un esplendor grandioso. Apenas desembarcó abandonó la barca a su suerte y echó a andar hacia delante sin volverse, como si hubiese realizado ya muchas veces aquel trayecto. No pudiendo hacer otra cosa, yo lo seguí temblando.
Caminaba con pasos rápidos y yo admiraba la resistencia de su cuerpo frágil porque, a pesar de que la noche fuese fría, el sudor corría por mi espalda. La posición de las estrellas cambió y la luna descendió, pero él seguía caminando y salimos del valle hacia una soledad estéril hasta que Tebas desapareció en la lejanía, mientras las tres montañas orientales, guardianas de la ciudad, se destacaban en negro sobre el cielo. Yo me preguntaba dónde y cómo encontraríamos una silla de manos, porque pensaba que no tendría fuerzas para regresar a pie.
Acabó sentándose sobre la arena y con tono temeroso dijo: -Cógeme las manos, Sinuhé, porque tiemblan y mi corazón late con fuerza. El instante se acerca, porque el mundo está desierto y no hay en él más que tú y yo, pero no podrás seguirme adonde voy. Y, sin embargo, no quiero quedarme solo.
Lo cogí por las muñecas y sentí que todo su cuerpo temblaba y estaba cubierto de un sudor frío. El mundo desierto a nuestro alrededor y a lo lejos un chacal comenzó a aullar a la muerte. Las estrellas palidecían lentamente y todo el ambiente se volvía gris como la muerte. Súbitamente el heredero liberó sus manos, se levantó y volvió el rostro hacia las colinas de Levante.
– ¡El dios viene! -dijo en voz baja. Y su rostro adquirió una expresión enfermiza-. ¡El dios viene! -gritó en el desierto.
Y la luz brotó alrededor de nosotros incendiando y dorando las montañas. El sol se levantó y el muchacho lanzó un grito y se desvaneció. Pero sus miembros se agitaban todavía, su boca se abrió y sus pies golpeaban la arena. Yo no sentía miedo porque había oído ya estos gritos en la Casa de la Vida y sabía lo que había que hacer. No tenía ningún trozo de madera que ponerle entre los dientes, pero desgarré mi delantal y se lo metí en la boca; después le hice masaje en los miembros. Sabía que se sentiría enfermo y confuso al recobrar el conocimiento y miraba a mi alrededor en busca de ayuda. Pero Tebas estaba lejos y no veía la menor cabaña por los alrededores.
En el mismo instante un halcón voló cerca de mí lanzando gritos. Parecía salir directamente de los rayos brillantes del sol y describió un gran círculo alrededor de nosotros. Después descendió como si hubiese querido posarse sobre la cabeza del heredero. Me sentí tan sobrecogido que hice instintivamente el signo sagrado de Amón. Acaso el príncipe hubiese pensado en Horus al hablarme de su dios y éste se nos aparecía bajo la forma de un halcón. El heredero gemía y yo me incliné para cuidarle. Cuando volví a levantar la cabeza vi que el pájaro se había transformado en un hombre joven que estaba de pie delante de mí, bello como un dios bajo los rayos del sol. Llevaba una lanza en la mano y sobre el hombro la tosca ropa de los pobres. Yo no creía realmente en los dioses, pero por si acaso me prosterné delante de él.
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