Mika Waltari - Sinuhé, El Egipcio

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Sinuhé, El Egipcio: краткое содержание, описание и аннотация

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En el ocaso de su vida, el protagonista de este relato confiesa: `porque yo, Sinuhé, soy un hombre y, como tal, he vivido en todos los que han existido antes que yo y viviré en todos los que existan después de mí. Viviré en las risas y en las lágrimas de los hombres, en sus pesares y temores, en su bondad y en su maldad, en su debilidad y en su fuerza`.
Sinuhé el egipcio nos introduce en el fascinante y lejano mundo del Egipto de los faraones, los reinos sirios, la Babilonia decadente, la Creta anterior a la Hélade…, es decir, en todo el mundo conocido catorce siglos antes de Jesucristo. Sobre este mapa, Sinuhé dibuja la línea errante de sus viajes, y aunque la vida no sea generosa con él, en su corazón vive inextinguible la confianza en la bondad de los hombres.
Esta novela es una de las más célebres de nuestro siglo y, en su momento, constituyó un notable éxito cinematográfico.

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– Prueba mi copa, porque eres mi amigo y quiero testimoniarte mi favor. No se atrevía a demostrar su desconfianza llamando a su catador oficial.

Bebí un buen sorbo y él vació la copa y chasqueó la lengua y se recogió un momento, y después dijo:

– En verdad, tu vino es fuerte, Sinuhé, y se sube a la cabeza como el humo y me quema el estómago, pero deja en la boca un sabor amargo que quiero borrar con el vino de las montañas.

Llenó su copa con su vino y la aclaró, y yo sabía que el veneno no haría su efecto hasta la mañana siguiente, porque su vientre era duro y había bebido y comido copiosamente.

Bebí tanto como pude fingiendo embriaguez, y después, al cabo de media clepsidra, me hice acompañar a mi tienda y estrechaba contra mi pecho la jarrita que no quería dejar examinar. Una vez los hititas me hubieron dejado sobre mi lecho con toda clase de bromas y se hubieron retirado, me levanté y, metiéndome los dedos en la garganta, vomité el aceite protector y el veneno. Pero mi temor era tal que un sudor frío corría a lo largo de mis miembros y mis rodillas temblaban, y temía que el veneno hubiese comenzado a obrar. Por esto me hice un lavaje de estómago y tomé un contra veneno y acabé vomitando por miedo, sin necesidad de vomitivos. Tuve todavía fuerzas para lavar cuidadosamente la jarra y hacerla pedazos y enterrar éstos en la arena. Después me tendí en el lecho sin poder dormir, temblando de miedo, y en la oscuridad los ojos grandes de Shubbatú me miraban fijos. Porque era verdaderamente un hombre bello, y yo no podía olvidar su risa altiva y juvenil, ni sus dientes de un resplandor tan blanco.

3

El orgullo hitita vino en mi ayuda, porque al día siguiente Shubbatú, no sintiéndose bien, rehusó mostrarse e interrumpir el viaje para descansar. Subió a su litera a costa de un gran esfuerzo y consiguió disimular sus males. Así avanzamos durante toda la jornada y su médico le administró dos veces astringentes y calmantes que no hicieron sino aumentar sus dolores y reforzar la acción del veneno, porque una fuerte diarrea al alba quizá le hubiera salvado todavía la vida.

Pero por la tarde cayó en el coma y su mirada se extravió y sus mejillas se demacraron y palidecieron, de manera que su médico me llamó a consulta. Ante el estado del enfermo, no tuve que fingir la inquietud, porque todo mi cuerpo temblaba, en parte a causa del veneno que había absorbido. Declaré reconocer la enfermedad del desierto, cuyos primeros síntomas había discernido la víspera, pese a que no me quiso creer. La caravana se detuvo y cuidamos al príncipe en su litera dándole remedios y laxantes y colocando piedras calientes sobre su vientre, pero puse buen cuidado en dejar que el médico mezclase las drogas y las administrase él mismo al enfermo abriéndole a la fuerza los dientes. Pero yo sabía que iba a morir y no quería más que aliviarle la muerte, puesto que no podía hacer nada más por él.

A la caída de la tarde lo llevaron a su tienda y los hititas comenzaron a lamentarse y desgarrar sus vestiduras y a arrojar arena sobre sus cabellos y herirse con sus puñales, porque tenían miedo por sus vidas y sabían que el rey no les perdonaría la muerte de su hijo confiado a su custodia. Yo velaba al lado del príncipe junto con el médico hitita y veía aquel muchacho, ayer aún tan vigoroso, deslizarse lentamente hacia la muerte.

El médico hitita se rompía la cabeza para hallar la causa de aquella brusca enfermedad, pero los síntomas no diferían de los de una fuerte diarrea y nadie podía pensar en el veneno, puesto que yo había bebido en la misma copa que él. Así nadie sospechó de mí y puedo vanagloriarme de haber realizado hábilmente mi cometido para el mayor bien de Egipto, pero no sentía el menor orgullo de mi habilidad al ver morir al príncipe Shubbatú.

Al día siguiente recobró el conocimiento y al acercarse la muerte no era más que un chiquillo enfermo que llama a su madre. Y una voz débil y lastimera decía:

– Madre, madre, madre mía.

Después sus dolores se calmaron y sonrió con una sonrisa de niño y recordó su sangre real. Hizo llamar a sus jefes y dijo:

– No hay que acusar a nadie de mi muerte, pues,es causada por la enfermedad del desierto y he sido cuidado por el mejor médico del país de los Khatti. Pero su arte no ha podido salvarme porque es voluntad del Cielo y la Tierra que muera, y seguramente el desierto no depende de la Tierra, sino de los dioses de Egipto, porque protege a este país. Sabed, pues, todos, que los hititas no deben penetrar nunca más en el desierto, porque mi muerte es la prueba de ello y otra prueba fue la derrota de nuestros carros en el desierto. Por esto debéis dar a los médicos regalos dignos de ellos, y tú, Sinuhé, saluda a la princesa Baketamon y dile que la libero de todas sus promesas, lamentando infinitamente no haber podido llevarla al lecho nupcial por su propio placer y el mío. En verdad debes transmitirle este saludo, porque al morir pienso en ella como en una princesa de leyenda y muero con su belleza sin edad delante de mis ojos, pese a que yo no la haya visto nunca.

Murió sonriendo, porque, algunas veces, después de grandes dolores la muerte llega con una beatitud sonriente, y sus ojos, que se extinguían lentamente, veían maravillosas visiones.

Los hititas metieron su cuerpo en una jarra llena de vino y de miel, para llevárselo a la tumba real de las montañas donde las águilas y los lobos velan por el reposo de los dioses hititas. Todos estaban emocionados por mi compasión y mis lágrimas, y consintieron sin inconveniente en darme una tablilla atestiguando que no era en absoluto responsable de la muerte del príncipe Shubbatú y que no había economizado mis esfuerzos y mis penas por tratar de salvarlo. Pusieron sus sellos en la tablilla, así como el sello del príncipe Shubbatú, a fin de que no recayese sobre mí en Egipto la menor sospecha de la muerte del príncipe. Y es porque juzgaban a Egipto como a su propio país y se imaginaban que la princesa Baketamon me haría matar cuando se enterase de la muerte de su prometido.

Así fue como salvé verdaderamente a Egipto del yugo hitita y hubiera debido estar contento de mí, pero no lo estaba en absoluto y tenía la impresión de que, doquiera que fuese, la muerte me seguía pisándome los talones. Me había hecho médico para curar y sembrar la vida, y mi padre y mi madre habían muerto por mi culpa, Minea sucumbió por mi debilidad, y Merit y el pequeño Thot sucumbieron a causa de mi ceguera y el faraón Akhenaton pereció a causa de mi odio y de mi amor a Egipto. Todos los que amé perecieron por culpa mía de muerte violenta, así como el príncipe Shubbatú, a quien había aprendido a querer durante el tiempo que duró su agonía. Una maldición me acompañaba por doquier.

Regresé a Tanis y de allí a Menfis y después a Tebas. Mi barca abordó cerca de la mansión dorada y me presenté delante de Ai y de Horemheb, y les dije:

– Vuestra voluntad ha sido cumplida. El príncipe Shubbatú ha muerto en el desierto del Sinaí y ni la menor sombra caerá sobre Egipto.

Ante esta noticia se alegraron mucho, y Ai, tomando una cadena de oro del portacetro, me la colocó en el cuello, y Horemheb dijo:

– Ve a ver a la princesa Baketamon, porque si le llevamos esta noticia no nos creerá y pensará que hemos hecho asesinar al príncipe por celos.

La princesa Baketamon me recibió, y su boca y sus mejillas estaban pintadas de rojo, pero en sus grandes ojos ovalados acechaba la muerte. Y le dije:

– Tu pretendiente, el príncipe Shubbatú, te ha liberado de tus promesas, porque ha muerto en el desierto del Sinaí de la enfermedad intestinal del desierto, a pesar de todos mis cuidados y de los del médico hitita.

Baketamon se arrancó los brazaletes de oro de sus muñecas y me los dio, diciéndome:

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