Aquella misma noche todo Tebas sabía que la diosa de cabeza de gato se había aparecido al pueblo y había gozado con él, y los rumores más extraños corrían por la ciudad, porque los hombres que no creían en los dioses inventaban otras explicaciones.
Al día siguiente la princesa fue al mercado de carbón y se divirtió todo el día, y por la noche la ribera del Nilo estaba negra de carbón y pisoteada, y los sacerdotes de muchos pequeños templos se quejaban de la impiedad de los hombres del mercado de carbón, que no vacilaban en arrancar las piedras de los templos y que decían con jactancia:
– En verdad hemos saboreado delicias divinas y sus labios se fundían en nuestras bocas y sus pechos eran como ascuas en nuestras manos y no sabíamos que pudiese existir en este mundo un goce parecido.
Pero cuando se extendió por Tebas la noticia de que la diosa había aparecido por tercera vez, una gran inquietud se apoderó de la ciudad, e incluso los hombres más respetables abandonaban a sus mujeres y arrancaban las piedras de las casas del faraón, de manera que al día siguiente cada hombre llevaba una piedra bajo el brazo esperando con impaciencia la aparición de la diosa de cabeza de gato. También los sacerdotes estaban turbados y enviaban guardias con orden de detener a la mujer que tanto escándalo y agitación causaba.
Pero aquel día la princesa Baketamon no se movió de palacio para descansar de sus fatigas y se mostró sonriente y amable, lo cual sorprendió profundamente a la Corte, porque nadie podía pensar que fuese ella la mujer misteriosa que aparecía en la ciudad de Tebas y se divertía con los pescadores y barrenderos.
Después de haber examinado las piedras de diferentes tamaños y colores que había coleccionado, la princesa hizo que llamaran al arquitecto de las caballerizas reales y le dijo:
– He recogido estas piedras en la ribera y son sagradas para mí, y a cada una de ellas va unido un dulce recuerdo, y cuanto mayor es la piedra, más dulce es el recuerdo. Debes, pues, con estas piedras construirme un pabellón de recreo para que tenga un techo sobre mi cabeza, porque mi marido me desprecia, como debes saber probablemente. Quiero que el pabellón sea amplio, con las paredes elevadas, porque voy a seguir recolectando piedras, y recogeré tantas como sean necesarias.
El arquitecto era un hombre sencillo y quedó sorprendido, y dijo: -Noble princesa Baketamon, temo no estar a la altura de mi cometido, porque estas piedras son muy difíciles de ajustar, y tendrías que dirigirte a un constructor de templos o a un artista, porque no puedo comprometer por mi ignorancia la realización de tu bello proyecto.
Pero ella tocó púdicamente sus hombros callosos y dijo: -Constructor de las caballerizas reales, no soy más que una pobre mujer a quien su marido abandona y no tengo medios de recurrir a un gran arquitecto. No podré hacerte un buen regalo como yo quisiera, pero cuando el pabellón esté terminado irás a verlo conmigo y nos divertiremos juntos, te lo prometo. No tengo nada que ofrecerte más que un poco de placer, pero tú me lo darás también a mí, porque eres robusto.
El hombre se quedó vivamente impresionado por estas palabras y admiró la belleza de la princesa y recordó todas las leyendas en que las princesas se enamoraban de hombres sencillos y se divertían con ellos. Verdad era que tenía miedo de Horemheb, pero el deseo fue más fuerte que sus temores y las palabras de Baketamon lo halagaban. Por esto se puso al trabajo con todo su ardor, recurriendo a toda su habilidad y perdía el sueño buscando combinaciones para todas las piedras. El deseo y el amor hicieron de él un verdadero artista, porque cada día veía a la princesa y su corazón se conmovía, y trabajaba como un insensato, adelgazándose y demacrándose, de manera que terminó construyendo con aquellas piedras un pabellón como no se había visto nunca.
Cuando las piedras se terminaron, Baketamon tuvo que procurarse más. Por esto iba a Tebas y recibía piedras en las plazas y en la Avenida de los Carneros y también en los parques de los templos, y pronto no hubo lugar en Tebas donde ella no hubiese mendigado piedras. Para terminar, los sacerdotes y los guardianes acabaron sorprendiéndola y quisieron llevarla ante los jueces, pero ella, levantando orgullosamente la cabeza, dijo:
– Soy la princesa Baketamón y quisiera ver quién se atrevería a ser mi juez, porque por mis venas corre la sangre sagrada de los faraones y soy la heredera de los faraones. Pero no os castigaré por vuestra imbecilidad, y me divertiré a gusto con vosotros, porque sois fuertes y robustos, pero cada uno de vosotros tendrá que regalarme una piedra, que tomaréis en la casa de los jueces o en el templo, y cuanto mayor sea la piedra más placer os daré, y cumpliré mi promesa, porque soy ya muy hábil en el arte de amar.
Los guardias la miraron y la locura se apoderó de ellos como de los otros hombres, y con sus lanzas soltaron las gruesas piedras de la casa de los jueces y del templo de Amón y se las llevaron, y ella cumplió generosamente su promesa. Pero debo decir en su favor que jamás se comportó con desfachatez recogiendo las piedras, y una vez se había divertido con los hombres se velaba púdicamente y bajaba los ojos y no permitía a nadie que la tocase. Pero después de este incidente tuvo que entrar en las casas de placer para reunir las piedras sin que nadie la inquietase, y los dueños sacaron de ella gran provecho.
En aquel tiempo todo el mundo sabía ya lo que hacía la princesa Baketamon y la gente de la Corte iba en secreto a ver el pabellón que se levantaba en el parque. Al ver la altura de los muros y el número de piedras, las damas de la Corte se llevaban la mano a la boca y lanzaban exclamaciones de sorpresa. Pero nadie se atrevía a hablar de ello a la princesa, y cuando Ai fue informado de la conducta de la princesa Baketamon, en lugar de intervenir con una reprimenda sintió en su locura senil un gran júbilo, porque sabía que para Horemheb sería todo aquello una tremenda humillación.
Y Horemheb seguía haciendo la guerra en Siria y recuperó de los hititas Sidón, Simyra y Biblos, y mandó muchos esclavos y botín a Egipto y expidió ricos presentes para su mujer. Todo el mundo sabía ya en Tebas lo que ocurría en la mansión dorada, pero nadie tenía la osadía suficiente para informar de ello a Horemheb, y los hombres que había colocado en el palacio para velar por sus intereses cerraban los ojos sobre la conducta de Baketamon, diciendo:
– Es una cuestión de familia y valdría más meter la mano bajo la muela de un molino que intervenir en una querella entre marido y mujer.
Por esto Horemheb ignoró todo lo ocurrido, y creo que fue una suerte para Egipto, porque el conocimiento de la conducta de Baketamon hubiera turbado considerablemente su calma durante las operaciones militares.
He hablado extensamente de lo ocurrido durante el reinado de Ai y poco de mí. Pero es natural, porque no tengo gran cosa que añadir. En efecto, la corriente de mi vida no hervía ya, iba calmándose y se deslizaba como agua mansa. Vivía tranquilamente con Muti en la casa que había hecho construir después del incendio; mis piernas estaban cansadas de correr las rutas polvorientas, mis ojos fatigados de ver la inquietud de este mundo y mi corazón harto de ver la vanidad de los hombres. Por esto vivía retirado en mi casa y no recibía enfermos, pero cuidaba a los vecinos y a los que no tenían dinero para pagar un médico. Hice abrir un nuevo estanque en el patio y puse en él peces de colores variados, y pasaba días enteros sentado bajo el sicómoro, mientras los asnos rebuznaban en la calle y los chiquillos jugaban en el polvo mirando los peces que nadaban lentamente por el agua fresca. El sicómoro, ennegrecido por el incendio, comenzó a echar brotes nuevos y Muti me cuidaba bien y me preparaba buenos platos y me servía vino con moderación velando por mi bienestar y mi sueño.
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