– Mira, Sinuhé, de mis flancos ha brotado una nueva dinastía y en las venas de mi hijo corre sangre real, pese a que yo haya nacido con mis pies en el estiércol.
Fue a ver a Ai, pero éste, presa de terror, cerró la puerta y amontonó delante de ella los muebles y su lecho, gritando:
– Vete, Horemheb, porque soy el faraón y sé que vienes a matarme para robarme las coronas.
Pero Horemheb se echó a reír y hundió la puerta de un puntapié y lo sacudió entre sus manos diciendo:
– No quiero matarte, viejo zorro, porque eres para mí algo más que un suegro y tu vida me es preciosa. Debes aguantar todavía el tiempo de otra guerra, Ai, pese a que la baba caiga de tus labios, a fin de que el pueblo tenga un faraón en quien descargar su cólera.
Horemheb llevó grandes regalos a su esposa Baketamon, arena aurífera en cestas trenzadas, pieles de león que había matado con las flechas, plumas de avestruz y monos vivos, pero ella se negó a mirar estos regalos y dijo:
– Eres quizá mi marido ante los hombres y te he dado un hijo. Pero esto debe bastarte, porque debes saber que si me tocas escupiré en tu lecho y te seré infiel como jamás una mujer ha sido infiel a su marido. Para cubrirte de oprobio me acostaré con los esclavos y los faquines y me divertiré en las plazas públicas de Tebas con los borriqueros. Porque apestas a sangre y tu sola presencia me causa náuseas.
Esta resistencia excitó todavía más la pasión de Horemheb, que vino a exponerme sus preocupaciones y contratiempos. Yo le aconsejé que ofreciese sus tributos a otras mujeres, pero él protestó con indignación, porque Baketamon era la única mujer a quien amaba y había deseado durante muchos años, absteniéndose incluso a menudo de divertirse con otras mujeres. Me pidió una droga para inspirar los deseos amorosos de Baketamon, pero yo me negué a ello. Entonces se dirigió a otros médicos y le dieron drogas peligrosas que hizo beber a Baketamon y pudo una vez aprovecharse de su sueño para gozar con ella. Pero cuando la abandonó, ella lo detestaba todavía más que antes y le dijo:
– Acuérdate de lo que te he dicho, ya estás advertido.
Pero Horemheb se marchó en breve a Siria a preparar la guerra contra los hititas y decía:
– En Kadesh es donde los grandes faraones han plantado los jalones de Egipto y no me detendré hasta que mis carros hayan penetrado en Kadesh en llamas.
Pero al darse cuenta de que el grano de cebada comenzaba de nuevo a germinar en ella, Baketamon se encerró en sus habitaciones para ocultar su vergüenza. Le entregaban los alimentos por un ventanillo de la puerta, y cuando el término se acercó tuvieron que vigilarla, porque temían que quisiera parir sola y desembarazarse de su hijo como las mujeres que depositan a sus hijos en cestos de mimbre en la corriente del Nilo. Pero no hizo nada de esto y, llamando a los médicos, soportó sonriendo los dolores del parto y dio a luz otro niño, al que dio el nombre de Sethos sin consultar a Horemheb. Detestaba tanto a este hijo suyo que le dio el nombre de Seth, porque decía había sido engendrado por este espíritu del mal.
En cuanto estuvo restablecida se hizo perfumar y pintar y vestir de lino real y se fue sola al mercado de pescado de Tebas. E interpelaba a los conductores de las recuas y a los faquines y pescadores y les decía:
– Soy la princesa Baketamon, la esposa de Horemheb, el ilustre capitán. Le he dado dos hijos, pero es un
hombre aburrido y perezoso que apesta a sangre y no siento goce ninguno con él. Venid, pues, a divertiros conmigo, porque me gustan vuestras manos callosas, vuestro sano olor de estiércol y el olor a pescado.
Pero los hombres tenían miedo de ella y se apartaban, y ella los perseguía para seducirlos y, mostrándoles su bello pecho, les decía:
– ¿No soy acaso suficientemente bella para vosotros? ¿Por qué vaciláis? Soy quizá vieja y fea, pero no os pido ningún regalo y sí sólo una piedra, una piedra cualquiera; pero cuanto mayor haya sido vuestro placer conmigo, más grande tiene que ser la piedra.
Jamás hasta entonces se había visto cosa parecida. Poco a poco los ojos de los hombres comenzaron a brillar y su pasión se inflamó ante la belleza que se ofrecía a ellos y el olor de las sustancias aromáticas se les subía a la cabeza y se decían:
– Es, ciertamente, una diosa que se nos aparece, porque somos agradables a sus ojos. Por esto sería falso resistir a su voluntad, porque el placer que nos ofrece es ciertamente un placer divino.
Y otros dijeron:
– En todo caso, este placer no nos costará caro, porque incluso las negras exigen por lo menos un trozo de cobre. Es seguramente una sacerdotisa que recoge materiales para erigir un templo a Bastet y complaceremos a los dioses ejecutando su voluntad.
Y ella se los llevaba poco a poco hacia la ribera y a los cañaverales, al abrigo de las miradas. Y durante todo el día la princesa Baketamon se divirtió con los hombres del mercado de pescado y no los decepcionó, sino que se aplicó a proporcionarles placer, y ellos le regalaron piedras, incluso piedras talladas de las que se compran en casa de los mercaderes de piedras. Y ellos decían:
– En verdad que no hemos conocido jamás una mujer parecida, porque su boca es de miel y sus senos son como manzanas maduras y su abrazo es ardiente como las brasas que fríen el pescado.
Y le suplicaron que volviese prometiéndole prepararle gruesas piedras, y ella les sonrió púdicamente dándoles las gracias por su gentileza y el gran placer que le habían dado. Al regresar por la tarde al palacio dorado tuvo que alquilar una gran barca para transportar todas las piedras recibidas durante el día.
Al día siguiente, en una gran barca, fue al mercado de legumbres e interpeló a los campesinos que llegaban al alba con sus bueyes y sus asnos, y cuyas manos eran rudas y tenían la piel curtida por el sol. Y a los barrenderos de las calles y a los vendimiadores les hablaba también diciéndoles:
– Soy la princesa Baketamón, esposa del ilustre capitán Horemheb. Pero es un hombre aburrido y holgazán y su cuerpo es impotente, de manera que no me proporciona el menor placer. Me maltrata y me priva de mis hijos, y me arroja de su casa, de manera que no tengo siquiera un techo sobre mi cabeza. Venid, pues, a divertiros conmigo y proporcionarme placer, porque no os pido más que una piedra a cada uno.
Los campesinos y los barrenderos y los guardianes negros quedaron sorprendidos, pero ella les descubrió sus encantos y los llevó hacia los cañaverales de la ribera, y ellos abandonaron sus cestos de hortalizas, sus bueyes, sus asnos y sus escobas para seguirla. Y decían:
– No todos los días se ofrece un tal regalo a un pobre diablo y su piel no recuerda la de nuestras esposas porque huele bien. Estaríamos locos si no aprovechásemos una ocasión como ésta para darle el placer que nos pide, puesto que es una mujer abandonada.
Y se divertían con ella y le regalaban piedras, y los campesinos compraron las piedras del umbral de las tabernas, y los guardianes robaron las losas del edificio del faraón. Pero sentían cierta angustia porque se decían:
– Si verdaderamente es la mujer de Horemheb, éste nos matará, porque es más terrible que un león y es celoso y suspicaz. Pero si somos muy numerosos no nos podrá matar, y por esto, en interés nuestro, hay que llevarle muchas piedras.
Y por esto regresaron al mercado de hortalizas y contaron lo ocurrido a sus amigos y los condujeron a la ribera, de manera que se formó un largo sendero en los cañaverales, y a la caída de la tarde el cañaveral estaba como si los hipopótamos se hubiesen acostado en él. El mayor desorden reinaba en el mercado de hortalizas y se robaban cargamentos enteros, y los bueyes y los asnos se agitaban porque no tenían qué beber, y los dueños de las tabernas corrían y se arrancaban el cabello lamentando las piedras que les habían robado. Y entonces la princesa Baketamón dio las gracias púdicamente a los hombres del mercado por su gran amabilidad y el placer que le habían proporcionado, y los hombres cargaron las piedras en la barca, que estuvo a punto de zozobrar, y los esclavos tuvieron que penar para atravesar el río hasta la mansión dorada.
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