Mika Waltari - Sinuhé, El Egipcio

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Sinuhé, El Egipcio: краткое содержание, описание и аннотация

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En el ocaso de su vida, el protagonista de este relato confiesa: `porque yo, Sinuhé, soy un hombre y, como tal, he vivido en todos los que han existido antes que yo y viviré en todos los que existan después de mí. Viviré en las risas y en las lágrimas de los hombres, en sus pesares y temores, en su bondad y en su maldad, en su debilidad y en su fuerza`.
Sinuhé el egipcio nos introduce en el fascinante y lejano mundo del Egipto de los faraones, los reinos sirios, la Babilonia decadente, la Creta anterior a la Hélade…, es decir, en todo el mundo conocido catorce siglos antes de Jesucristo. Sobre este mapa, Sinuhé dibuja la línea errante de sus viajes, y aunque la vida no sea generosa con él, en su corazón vive inextinguible la confianza en la bondad de los hombres.
Esta novela es una de las más célebres de nuestro siglo y, en su momento, constituyó un notable éxito cinematográfico.

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A bordo tuve tiempo de reflexionar y comprendí netamente el grave peligro que amenazaba a Egipto como una negra nube de arena en el horizonte. Me sería fácil embellecer mi papel presentándome como salvador de Egipto, pero los móviles de los hombres son siempre complejos y había aceptado mi misión ante el miedo experimentado bruscamente en presencia de una muerte inminente. Pero mientras iba bajando por el río dando prisa a los remeros, estaba persuadido de que iba a realizar un acto meritorio.

De nuevo estaba solo y más solitario que todos los hombres a causa del secreto que llevaba y no podía revelar a nadie sin causar la muerte de miles y miles de personas. Tenía que ser más astuto que la serpiente para no ser descubierto y sabía que sufriría una muerte atroz si los hititas me sorprendían en el acto.

Alguna vez me inclinaba a abandonarlo todo y huir a lo lejos, como mi homónimo de la leyenda, y esconderme para dejar que la suerte siguiese su curso sobre Egipto. Si hubiese ejecutado este proyecto, el curso de los acontecimientos hubiera cambiado y el mundo no sería hoy como es. Pero al envejecer he comprendido que, en el fondo, todos los soberanos son iguales y que todos los pueblos son idénticos y que poco importa, en

resumen, quién gobierna y qué pueblo oprime a otro, porque finalmente, son siempre los pobres los que soportan los sufrimientos.

Pero no huí, porque era débil, y cuando un hombre es débil se deja llevar por los otros hasta el crimen antes que elegir por sí mismo su camino. Prefiere incluso la muerte a romper la cuerda que lo liga, y creo que no soy el único en ser débil de esta manera.

Así, el príncipe Shubbatú debía morir, y me rompía la cabeza para encontrar el medio de matarlo sin que mi acto fuese descubierto y Egipto tuviese que responder de su muerte. La tarea era ardua porque el príncipe iría seguramente acompañado de un numeroso séquito digno de su rango, y los hititas eran recelosos y estaban en guardia. No podía pensar en asesinarle y me preguntaba si podría llevármelo al desierto para buscar en él un basilisco cuyos ojos son dos piedras verdes que matan, o para precipitarlo en alguna sima y contar después que había tropezado rompiéndose la nuca. Pero esta idea era infantil, porque jamás podría quedarme solo en compañía del príncipe, y, en cuanto a los venenos, tenía hombres para probar los alimentos y bebidas, de manera que no podría envenenarlo por los procedimientos habituales.

Repasé en mi memoria mis recuerdos sobre los venenos secretos de los sacerdotes y los de la mansión dorada. Sabía que se podía envenenar el fruto de un árbol aun antes de que estuviese maduro, y sabía también que existían volúmenes de papiros que producían una muerte lenta a sus lectores, y que el perfume de ciertas flores podía matar una vez habían sido tratadas por los sacerdotes. Pero todo esto eran secretos de los sacerdotes y quizás hubiese en todo aquello una parte de leyenda. Además, no hubiera podido recurrir a ellos en el desierto.

¡Si tan sólo Kaptah hubiese podido ayudarme con su astucia! Pero no hubiera podido ponerlo al corriente de la empresa, y, además, estaba en Siria donde trataba de recuperar sus créditos. Por esto recurrí a toda mi ingeniosidad y mi ciencia de médico. Si el príncipe estuviese enfermo, hubiera podido tratarlo llevándolo lentamente a la muerte según las reglas del arte, y ningún médico hubiera tenido nada que objetar a mis prescripciones, porque desde los tiempos más remotos el cuerpo médico entierra junto sus víctimas. Pero Shubbatú no estaba enfermo y si lo estaba sería cuidado por los médicos hititas.

Me extiendo sobre este punto tan sólo para mostrar las inmensas dificultades de la empresa que me había sido confiada por Horemheb, pero ahora me limitaré a exponer mis actos: en Menfis completé mi provisión de medicamentos, porque un médico puede tener un veneno mortal que, en sus manos, se convierte en una medicina curativa. Proseguí rápidamente mi viaje hasta Tanis, donde tomé una silla de manos y la guarnición me dio una escolta de algunos carros de guerra y emprendí la gran ruta militar de Siria.

Horemheb había sido correctamente informado del viaje de Shubbatú, porque lo encontré con su séquito a tres días de Tanis, cerca de una fuente rodeada de muros. Viajaba en litera e iba acompañado de numerosos asnos que llevaban pesadas cargas y los regalos preciosos para la princesa Baketamon, y los carros pesados de guerra lo escoltaban, mientras los carros ligeros reconocían el camino, porque el rey había recomendado la prudencia, puesto que sabía que este viaje desagradaría profundamente a Horemheb.

Pero los hititas se mostraron sumamente corteses conmigo y con los oficiales de mi pequeña escolta, según la costumbre de mostrarse corteses y amables con la gente de quien podían obtener gratuitamente lo que no podían ganar por las armas. Nos acogieron en su campamento y ayudaron a los soldados egipcios a plantar nuestras tiendas y colocaron numerosos centinelas para protegernos, dijeron, contra los bandoleros y los leones, a fin de que pudiésemos dormir en paz. Pero al enterarse de que venía en nombre de la princesa Baketamon, Shubbatú me llamó en el acto movido por una impaciente curiosidad.

Así fue como lo ví en su tienda, y era joven y altivo, y sus ojos eran grandes y claros como el agua cuando no estaba ebrio como lo había estado en la tienda de Horemheb cerca de Megiddo. La alegría y la curiosidad animaban su rostro cetrino y su nariz era firme como el pico de un ave de rapiña y sus dientes relucían de blancura como los de las fieras. Le tendí una carta de la princesa, falsificada por Ai, y me incliné con las manos a la altura de las rodillas en signo de respeto. Me di cuenta con satisfacción de que iba vestido a la moda egipcia, pero que sus vestidos parecían incomodarlo. Y me dijo:

– Puesto que mi futura esposa se ha confiado a ti y eres médico real, no te ocultaré nada. Al casarme me ligo a mi esposa y su país será el mío y las costumbres egipcias serán las mías, y me he esforzado en acostumbrarme a las costumbres egipcias para no ser un extranjero al llegar a Tebas. Estoy impaciente por ver todas las maravillas de Egipto y conocer todos los dioses de Egipto, que serán de ahora en adelante los míos. Pero estoy impaciente sobre todo por ver a mi gran esposa real, porque voy a fundar con ella una nueva dinastía. Háblame de ella y dime su aspecto y su talla y la anchura de sus caderas como si fuese egipcio ya. Y no debes ocultarme nada de ella, ni siquiera lo que sea desagradable, y puedes tener confianza en mí como yo tengo confianza en ti.

Su confianza se mostraba teniendo a sus oficiales detrás de mí, con el arma en la mano, y guardias en la entrada de la tienda con las lanzas dirigidas hacia mi espalda. Pero yo fingí no darme cuenta y me incliné ante él, diciéndole:

– Mi dueña y señora, la princesa Baketamon, es una de las mujeres más bellas de Egipto. A causa de su sangre sacra ha conservado su virginidad, pese a que sea considerablemente mayor que tú, pero su belleza no tiene edad y su rostro es como la luna y sus ojos ovalados como el loto. Como médico puedo confiarte también que sus caderas son lo suficientemente anchas para dar a luz, pese a que sean delgadas, como ocurre en Egipto. Por esto me ha mandado a tu encuentro en el desierto para cerciorarme de que tu sangre real es digna de su sangre sagrada y que físicamente eres capaz de cumplir con los deberes que incumben a un esposo a fin de no decepcionarla, porque te espera con impaciencia.

Shubbatú arqueó el torso y dobló el brazo para hacer resaltar los músculos y me dijo:

– Mi brazo tiene el arco más duro y entre los muslos puedo ahogar un asno. Mi rostro no tiene defecto, como puedes verlo, y no recuerdo haber estado nunca enfermo.

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