Pero Horemheb, con impaciencia, dijo:
– No he venido aquí a hablar de ronquidos, Sinuhé. Pero Egipto corre un peligro mortal y tú debes salvarlo.
Ai confirmó estas palabras diciendo:
– En verdad te digo que Egipto corre un peligro mortal, Sinuhé, y yo también, y para Egipto jamás el peligro ha sido tan grande. Por esto, en nuestro abandono, acudimos a ti.
Pero yo me eché a reír tendiendo mis manos vacías. Horemheb sacó entonces las tablillas de arcilla del rey Suhbbiluliuma y me las hizo leer, así como la copia de las respuestas de Baketamon. Terminada la lectura, no tuve ya ganas de reír, y el vino perdió su sabor en mi boca, porque he aquí lo que Baketamon había escrito a los hititas:
Soy la hija del faraón y por mis venas corre sangre sagrada y no hay en Egipto ningún hombre digno de mí. Me he enterado de que tienes numerosos hijos. Envía aquí a uno de ellos para que yo pueda romper una jarra con él, y tu hijo reinará a mi lado sobre el país de Kemi.
Esta carta era tan inconcebible que el prudente Suhbbiluliuma se había negado al principio a creer en ella y había mandado un emisario secreto para concretar más. Baketamon había confirmado su oferta asegurándole que los nobles egipcios estaban de su parte y que los sacerdotes de Amón estaban también de acuerdo. Convencido por esta carta, el rey se había apresurado a hacer la paz con Horemheb y se disponía a enviar a su hijo Shubbatú a Egipto.
Mientras yo leía estas misivas, Ai y Horemheb comenzaron a disputar y Horemheb dijo:
– Esta es mi recompensa de todo lo que he hecho por ti, y el premio de la guerra en que he batido a los hititas y soportado grandes penalidades. En verdad que hubiera hecho mejor en encargar a un perro ciego que velase por mis intereses en Egipto durante mi ausencia, y no eres más útil que una alcahueta a quien se paga aun antes de ver las nalgas de la muchacha. En verdad te digo, Ai, que eres el personaje más repugnante que conozco, y lamento profundamente haber tocado tu pata sucia en señal de acuerdo. No me queda otro remedio que hacer ocupar Tebas por mis soldados y ceñir las dos coronas.
Pero Ai dijo:
– Los sacerdotes no lo consentirán jamás y también ignoramos la extensión de la conspiración y el apoyo de que goza Baketamon entre el clero y la nobleza. No hay que preocuparse del pueblo, porque el pueblo es un buey al que se le pone un ronzal en el cuello y todo el mundo lo lleva adonde quiere. No, Horemheb, si Shubbatú llega a Tebas y rompe una jarra con Baketamon, nuestro poderío se derrumbará y no podremos resistir por las armas, porque sería una nueva guerra y Egipto no podría soportarla y sería el fin del mundo. En verdad he sido un perro ciego, pero jamás hubiera podido adivinar lo que se trataba, tan increíble es. Por esto, Sinuhé, debes ayudarnos.
– Por todos los dioses de Egipto -exclamé yo, sorprendido-. ¿Cómo podría yo ayudaros si no soy más que un médico incapaz de decidir a una mujer loca a amar a Horemheb?
Y Horemheb dijo:
– Nos has ayudado ya una vez, y quien coge el remo debe remar hasta el fin lo quiera o no. Vas a salir al encuentro del príncipe Shubbatú y hacer de modo que no llegue a Egipto. ¿Cómo? Es asunto tuyo y no queremos saber nada. Debes saber, sin embargo, que no podemos hacerlo asesinar públicamente, porque esto sería una nueva guerra con los hititas y quiero escoger yo mismo la fecha.
Estas palabras me aterraron, mis rodillas temblaron y mi corazón se fundía, mientras mi lengua se torcía en mi boca, y dije:
– Si es verdad que os he ayudado una vez fue por el bien de Egipto, y este príncipe no me ha hecho nunca ningún daño, y no lo he visto más que una vez en su tienda el día de la muerte de Aziru. No, Horemheb, no harás de mí un asesino; prefiero morir, porque no hay crimen más abyecto, porque si ofrecí un brebaje mortal a Akhenaton lo hice por su propio bien, porque estaba enfermo y yo era su amigo.
Pero Horemheb se golpeó los muslos con la fusta frunciendo el ceño y Ai dijo:
– Sinuhé, eres un hombre sensato y comprenderás que no podemos sacrificar todo un imperio al capricho de una mujer. Créeme, no hay otro medio. El príncipe debe morir por el camino; poco importa que sea por un accidente o enfermedad. Por esto vas a partir a su encuentro en el desierto del Sinaí en calidad de emisario de la princesa Baketamon y como médico podrás examinar si es apto para el matrimonio. Te creerá fácilmente, y te recibirá y te hará preguntas sobre la princesa Baketamon porque los príncipes no son más que hombres y creo que es presa de una viva curiosidad y que se pregunta a qué hechicera lo van a ligar. Tu misión será fácil y no desdeñarás los regalos que te valdrá, porque entonces serás un hombre rico.
Y Horemheb dijo:
– Decídete pronto, Sinuhé, entre la vida o la muerte. Comprenderás que ahora que conoces nuestro secreto no podríamos dejarte vivir, aunque fueses mil veces nuestro amigo. El nombre que te ha dado tu madre te ha sido funesto, Sinuhé, porque has escuchado demasiados secretos de los faraones. Así, según tu respuesta, te cortaré la garganta de oreja a oreja, y bien contra mi placer, porque eres nuestra mejor ayuda. Estás unido a nosotros por un crimen común y compartiremos contigo la responsabilidad de este nuevo crimen, si tal es a tu juicio el hecho de salvar a Egipto de la dominación de una loca y de los hititas.
– Sabes muy bien que no temo la muerte, Horemheb -dije.
Pero sentí que la red se había cerrado en torno a mí y que mi suerte estaba ligada a la de Ai y Horemheb.
Confieso francamente que aquella noche tuve miedo de la muerte, porque se presentaba bruscamente y de una forma repugnante. Pero pensaba en el vuelo rápido de las golondrinas sobre el río y pensaba en los vinos del puerto y en la oca asada por Muti al estilo tebano, y la vida me pareció súbitamente deliciosa. Y pensaba también en Egipto y me decía que Akhenaton tuvo que morir para que Egipto se salvase y que Horemheb pudiese rechazar a los hititas. ¿Por qué no matar a un joven príncipe desconocido para salvar nuevamente a Egipto, puesto que había matado ya a Akhenaton?
– Esconde tu puñal, Horemheb, porque la vista de un puñal sin filo me estremece. Me inclino y salvaré a Egipto del yugo hitita, pero en verdad ignoro todavía de qué forma lo haré, y es probable que pierda en ello la vida, porque los hititas me matarán ciertamente una vez su príncipe esté muerto. Pero no tengo ya apego a la vida y quiero impedir que los hititas reinen sobre Egipto. Y no quiero regalo alguno, porque todo lo que haré estaba ya escrito en las estrellas antes de mi nacimiento y no puedo escapar a mi sino. Aceptad, pues, vuestras coronas de mis manos, Ai y Horemheb, y bendecid mi nombre, porque soy yo, el humilde Sinuhé, quien os erige faraones.
Esta idea me divirtió mucho, porque llevaba quizá sangre real en las venas y hubiera sido el único sucesor legal de los faraones, mientras Ai no era más que un modesto sacerdote del sol y los padres de Horemheb olían a ganado y queso. En aquel momento los dos hombres se me mostraban sin velos, tal como eran en realidad: los sacerdotes que se disputaban el cuerpo agonizante de Egipto, dos chiquillos que jugaban con coronas y emblemas reales, y su pasión los tiranizaba hasta el punto que no serían jamás felices. Y por esto le dije a Horemheb:
– Horemheb, amigo mío, la corona es pesada, lo sentirás alguna tarde calurosa, cuando se lleva el ganado al abrevadero del río y los ruidos cesan a tu alrededor.
Pero él respondió:
– Date prisa en partir, porque el navío te espera y debes encontrar a Shubbatú en el desierto del Sinaí antes de que llegue a Tanis con su séquito. Y así partí bruscamente en plena noche, y Horemheb me había dado su navío más rápido, y yo hice llevar mi estuche de médico y el resto de la oca que Muti me había preparado al estilo tebano para la cena. Y no olvidé tampoco de proveerme de vino.
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