El reflejo de la luna atravesaba los cristales de la ventana y dibujaba formas esquivas en la superficie de la cama, que se transformaban grotescamente cuando se alteraba la perspectiva desde la que eran descubiertas. Eran las figuras de la soledad. La almohada parecía ahora un perro acurrucado y casi redondo, con el cuello partido. La sábana, caída hacia el piso, un velo abandonado, como una novia trágica. Encendió la luz y la magia se evaporó: la sábana perdía tragicidad y la almohada recuperó su identidad de simple, vulgar, desconsolada almohada. En la pecera, el pez peleador salió de su letargo de oscuridad y movió las aletas azules como dispuesto a volar: sólo que su vuelo era un círculo interminable alrededor de las fronteras que le imponía el cristal redondo. «Rufino , te voy a conseguir una pescada, pero tienes que quererla como yo», le dijo el Conde y golpeó con la uña el vidrio transparente y el animal adoptó posición de combate.
Regresó a la cocina y miró la cafetera. Aún no había comenzado a brotar el café. Con las palmas de la mano apoyadas en la meseta, el Conde observó la claridad de la noche de luna llena, reposada y somnolienta después de tantos días de implacable ventolera. A la distancia se podía ver el techo de tejas inglesas del castillo del barrio, construido sobre la única colina del lugar. Algunas de aquellas tejas las había colocado su abuelo, Rufino el Conde, hacía más de setenta años. No quedaban gallos de pelea, pero sobrevivía el castillo, con sus tejas rojas. El olor del café le advirtió que había comenzado la colada, pero no tuvo deseos de batir el azúcar. Simplemente dejó caer cinco cucharaditas en la cafetera y las revolvió. Esperó a que el canto de la colada se hiciera una tos sorda y apagó la llama. Se sirvió casi hasta el borde en una taza de desayuno y la dejó en la mesa. Recogió la camisa que había abandonado sobre otra silla y buscó un cigarro. Sobre la mesa estaba la libreta en que había escrito, como páginas de un diario, sus obsesiones de los últimos días: la muerte, la marihuana, el abandono, los recuerdos. Le pareció tonto e inútil aquel esfuerzo, sabía que nunca volvería a escribir y no resistió la lectura de aquellas revelaciones sin futuro. Dos noches antes, en aquella misma silla, había tenido el sueño feliz que le propició la música entonada por Karina. Ahora era una silla vacía, como su alma desinflada o su frágil reservorio de esperanzas. Le pareció alarmante la facilidad con que se podían unir el cielo y la tierra para aplastar al hombre como un emparedado listo para ser deglutido, dolorosamente. Bebió el café, a pequeños sorbos, y trató de imaginar cómo haría para levantarse de la cama con el amanecer. Nadie sabe cómo son las noches de un policía, pensó, presintiendo que le faltarían fuerzas para empezar de nuevo algo que ya no guardaba ningún viso de novedad. Lamentó, como siempre, no tener alguna provisión de alcohol en la casa, pero nunca había resistido el monólogo frustrante del bebedor solitario. Para beber, como para amar, era imprescindible una buena compañía, se dijo, a pesar de su recurrencia al onanismo. Pero con el alcohol no.
Apagó el cigarro en el fondo de la taza y regresó al cuarto. Dejó la pistola sobre la cómoda y el pantalón cayó al suelo. Se lo arrancó con los pies. Abrió las ventanas del cuarto y apagó la luz. No podía leer. Casi no podía vivir. Cerró con fuerza los párpados y trató de convencerse de que lo mejor era dormir, dormir, sin siquiera soñar. Se durmió, antes de lo que pensaba, sintiendo como si se estuviera sumergiendo en una laguna de la que nunca llegaría a tocar el fondo, y soñó que vivía frente al mar, en una casa de madera y tejas y que amaba a una mujer de pelo rojo y senos pequeños, con la piel tostada por el sol. En el sueño siempre veía el mar como a contraluz, dorado y agradecido. En la casa asaban un pez rojo y brillante, que olía como el mar, y hacían el amor bajo la ducha, que de pronto desaparecía para dejarlos sobre la arena, amándose más, hasta quedar dormidos y soñar entonces que la felicidad era posible. Fue un sueño largo, asordinado y nítido, del que despertó sin sobresaltos, cuando la luz del sol volvía a entrar por su ventana.
Mantilla, 1992
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