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Leonardo Padura: Vientos De Cuaresma

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Leonardo Padura Vientos De Cuaresma

Vientos De Cuaresma: краткое содержание, описание и аннотация

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En los infernales días de la primavera cubana en que llegan los vientos calientes del sur, coincidiendo con la Cuaresma, al teniente Mario Conde, que acaba de conocer a Karina, una mujer bella y deslumbrante, aficionada al jazz y al saxo, le encargan una delicada investigación. Una joven profesora de química del mismo preuniversitario donde años atrás estudió el Conde ha aparecido asesinada en su apartamento, en el que aparecen además restos de marihuana. Así, al investigar la vida de la profesora, de impoluto expediente académico y político, el Conde entra en un mundo en descomposición, donde el arribismo, el tráfico de influencias, el consumo de drogas y el fraude revelan el lado oscuro de la sociedad cubana contemporánea. Paralelamente, el policía, enamorado de la bella e inesperada mujer, vive días de gloria sin imaginar el demoledor desenlace de esa historia de amor.

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– ¿Lázaro San Juan Valdés? -le preguntó Manolo y el muchacho asintió-. Estudiante de onceno grado del Preuniversitario de La Víbora, ¿verdad?

– Sí -contestó.

– Bueno, ¿sabes por qué estás aquí?

El muchacho miró a su alrededor, como para hacerse idea del lugar en que estaba.

– Me dijeron que una investigación en el Pre.

– ¿Sabes o te imaginas qué investigación?

– Creo que sobre la profesora Lissette. Yo estaba en el baño el día que el compañero entró y preguntó por ella -dijo mirando al Conde.

– Pues sí -siguió Manolo-, es sobre ella. La profesora Lissette fue asesinada el martes 18, alrededor de las doce de la noche. La asfixiaron con una toalla. Antes alguien tuvo contacto sexual con ella. Antes alguien la golpeó bastante. Pero todavía antes se bebió bastante en su casa y hasta se fumó marihuana. ¿Qué sabes tú de eso?

El muchacho volvió a mirar al Conde, que había encendido un cigarro.

– Nada, compañero, ¿qué iba a saber?

– ¿Estás seguro? Llama al Greco -pidió Manolo dirigiéndose a Crespo. El policía levantó un teléfono y susurró algo. Colgó. Mientras, Manolo hojeaba la pequeña libreta que tenía entre sus manos y decía que sí a la lectura, parecía apasionante, mientras el Conde fumaba con gesto despreocupado, como si asistiera a una representación que ya tenía bien sabida. Sentado en el centro de la pequeña habitación, Lázaro San Juan movía los ojos de un hombre a otro, como si esperara de ellos la dilatada calificación de un examen final. La duda crecía en su mirada, de modo ostensible, como hierba mala bien alimentada.

Dos golpes sobre la madera de la puerta, y apareció la osamenta afilada del Greco. Estoy rodeado de flacos, hasta yo me estoy volviendo flaco, recordó el Conde. El Greco traía un papel en la mano. Se lo entregó al Conde y salió. El teniente lo miró un instante y asintió una vez, cuando levantó los ojos hacia Manolo. La mirada de Lázaro San Juan volaba de un personaje a otro. Seguía esperando la calificación.

– Bueno, Lázaro, ahora vamos en serio. El día 18 tú estuviste en la casa de la profesora Lissette. Ahí están tus huellas digitales. Y es muy probable que hayas sido tú quien se acostó con ella esa noche: tu sangre es del tipo O, como la del semen que ella tenía en la vagina al morir. -Manolo avanzó hacia la cortina que estaba a la izquierda de Lázaro, la corrió y dejó a la vista el cristal traslúcido que, como un juego de espejos, hacía al fin visible una reproducción a escala de la habitación en que ellos estaban, pero menos poblada de escenografía, acción y personajes-. Ahí está tu primo Orlando San Juan, acusado de tenencia y tráfico de drogas, de salida clandestina del país y de robo de una lancha del Estado. Confesó todos sus delitos y nos dijo además que el martes 18, sobre las siete de la tarde, tú pasaste por su casa y estuviste allí un rato. Sucede además que la marihuana que tenía tu primo es del mismo tipo que la que apareció en el inodoro de la casa de Lissette. Como ves, Lázaro, estás más envuelto que un tamal en una historia de asesinato y drogas. Aunque no confieses, cualquier tribunal hace una fiesta con estos datos que te di. Pero además, el compañero que me trajo estos papeles acaba de salir para la calle a buscar a Luis Gustavo Rodríguez y a Yuri Samper, tus amigui-tos del Pre, y cuando hablemos con ellos seguro nos van a confirmar muchas cosas. Bueno, como ves, era muy en serio. ¿Me vas a contar algo?

El Conde observó cómo se producía la mutación. Era como una ola, que avanzaba de las entrañas para romper en la piel. Los músculos de Lázaro perdieron volumen y la caja del pecho se desinfló. El pelo ya no caía peinado al centro, sino abierto como una peluca mal llevada. Los granos de la cara se oscurecieron y ya no pareció ni bello, ni fuerte, ni joven y el instinto le dijo al Conde que habían llegado al epílogo de aquella historia. ¿Por qué la habría matado? ¿Por qué un muchacho de dieciocho años podía hacer algo así, tan definitivo y animal? ¿Por qué la búsqueda de la felicidad podía terminar en aquel deterioro que apenas comenzaba a producirse y que no terminaría nunca, ni siquiera después de los diez, quince años que Lázaro San Juan iba a cumplir en el rigor degradante de una cárcel, rodeado de otros asesinos como él, ladrones, violadores y estafadores, que se disputarían el corazón oscuro de su belleza y su juventud como un trofeo que más tarde o más temprano devorarían con todo placer? A este Lázaro no lo salvaría ningún milagro.

– Vaya, todo eso es verdad, menos que yo la maté y que me acosté con ella, se lo juro por mi madre. Yo no la maté ni estuve con ella ese día, y Luis y Yuri lo pueden decir, ustedes van a ver. La fiesta sí, vaya, eso fue un invento de ella, que me dijo a la hora del recreo en el Pre, oye, Lacho, ella me decía así, ¿saben?, ¿por qué no vas un ratico esta noche que tengo ron allá? Ella y yo, bueno, desde hacía unos meses, desde diciembre, ella me pintó fiestas y uno es hombre y, bueno, empezamos a acostarnos, pero en el Pre nadie lo podía saber, y yo nada más se lo dije a Luis y a Yuri y me juraron que más nadie lo iba a saber, y así fue, nadie lo sabía. Entonces yo se los dije a ellos, vaya, que fueran conmigo para tomarnos unos tragos, y se me ocurrió pasar por casa de Lando y robarle un par de cigarritos de los que él fumaba, yo sabía que los ponía en una cajetilla de Marlboro, de esas de cartón, en el bolsillo de un jacket en su cuarto, porque un día lo vi sacar uno de allí y fui y se los robé, pero eso fue dos o tres veces. Y más nada, recogí a mis socios en la esquina de la casa de ella, subimos, como a las ocho y media, empezamos a tomar, a oír música y a bailar, y yo, vaya, encendí un cigarro y fumamos nosotros nada más, ella no quiso porque decía que quería más ron, y Yuri fue hasta El Niágara y compró dos botellas más con dinero que ella le dio, y más nada, le digo, ella estaba medio borracha cuando nos fuimos como a las once, teníamos tremenda hambre porque no habíamos comido nada, ella nunca tenía comida en la casa, y fuimos para la parada y cogimos la guagua, ellos la 15 y yo la 174, que me deja más cerca de mi casa, y más nada, más nada, y al otro día nos enteramos de todo y nos asustamos cantidad y decidimos que mejor, vaya, que mejor no le decíamos a nadie que habíamos estado con ella, porque cualquiera iba a sospechar, como ustedes. Así fue, por mi madre. Yo ni la maté ni me acosté con ella ese día, de verdad que no. Pregúntenle a Yuri y a Luis que estaban conmigo, pregúntenle, vaya…

Demasiados misterios juntos, se dijo el Conde. Quería pensar en el misterio fabricado de la muerte de Lissette pero se le interponía en la mente el enigma inesperado de la desaparición de Karina, dónde se habrá metido anoche, volvió a llamarla después de hablar con Lázaro y la misma voz de mujer de la noche anterior le dijo: No, no vino ayer, pero llamó por teléfono y yo le di el recado. ¿No lo llamó? Aquella confirmación fue como un vendaval de popa que hinchó las velas de sus dudas y sus temores y los puso a navegar libremente y a toda velocidad por un mar de sargazos punzantes como la incertidumbre. Tenía el dato de que la empresa en la que trabajaba Karina radicaba en El Vedado, pero su entusiasmo le había impedido ser más policía y nunca le preguntó con exactitud por la dirección, total, si la tenía al doblar del Flaco, y no se atrevió a preguntárselo a su inter-locutora telefónica. ¿La madre de Karina? Algo irremediable había sucedido, como la noche del martes 18, pensó. Recostado contra la ventana de su oficina, observó las copas desafiantes de los laureles, que podían resistirlo todo, todavía con hojas, siempre verdes. Quería que pasaran las horas, volver a su casa y esperar frente al teléfono. Ella lo llamaría y tendría una buena explicación, trataba de convencerse. Estaba de guardia y se me olvidó decírtelo. Teníamos un trabajo de apuro y me quedé en la empresa, y tú sabes lo malo que están los teléfonos, no pude comunicar, mi amor. Pero sabía que se estaba mintiendo a sí mismo. ¿Un milagro?

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