– No ironices -lo cortó el mayor.
– No estoy ironizando nada.
– Sí que lo estás haciendo.
– Te juro que no, Viejo.
– Ya te dije que no me jures nada.
– Pues no te lo juro.
– Oye, ¿vas a seguir con el informe o no?
– Voy a seguir -suspiró el Conde, pero todavía se demoró dándole fuego a un cigarro-. Ya sigo: ella los botó de la casa, parece que la borrachera le dio por eso, pero Lázaro regresó cuando sus amigos cogieron la guagua. Ella le abrió, se reconciliaron y se acostaron y él encendió otro cigarro de marihuana que llevaba. Lo fumaron entre los dos, pero ella siempre lo hizo de la mano de él, por eso no tenía restos de la droga en los dedos. Y entonces él le volvió a pedir los exámenes. Se había enviciado, el cabrón. Ella se encabronó otra vez e intentó botarlo de nuevo y dice él que lo golpeó en la cara y que entonces no se pudo contener y le fue para arriba, empezó a darle golpes y que cuando se dio cuenta ya la había ahogado. Dice que no sabe cómo fue que lo hizo. A veces esas cosas pasan, y más con dos marihuanasos de esos entre pecho y espalda… Ahora está llorando. Le costó trabajo, pero está llorando. Me da lástima ese muchacho, hizo toda la confesión sin mirarnos. Me pidió pararse al lado de la ventana y habló todo el tiempo mirando para la calle. No es fácil lo que le espera. Aquí está todo -repitió y volvió a tocar el sobre, que sonó como un tambor de señales en medio del silencio.
– Bonita historia, ¿no? -preguntó el Viejo y se puso de pie-. Un muchacho de Pre y una profesora como protagonistas y un director, un mercader de motocicletas y un traficante de marihuana en los papeles secundarios; hay de todo, de todo: sexo, violencia, drogas, crímenes, alcohol, fraude, tráfico de divisas, favores sexuales bien retribuidos -dijo y su voz cambió repentinamente para agregar-. Da ganas de vomitar. Mañana mismo suelto tu informe para todas partes, Conde, para todas partes…
Y regresó a su asiento y al tabaco maltrecho con que lidiaba esa tarde. Era una breva triste y oscura, de ceniza renegrida y olor penetrante y ácido. Fumó dos veces, como si tomara una medicina amarga pero necesaria, y dijo:
– Acá Contreras y Cicerón me estaban informando de las otras conexiones del caso. El tal Pupy cantó tanto que por poco hay que darle golpes para que se calle. Subimos por él y llegamos hasta tres funcionarios de embajadas extranjeras, pasando por dos tipos de Cubalse, tres del INTUR, dos taxistas y no sé cuántos jineteros.
– Ocho para empezar -acotó Contreras y sonrió.
– Y lo de la marihuana es como una mecha que se sigue quemando y vamos a ver adonde llega. El guajiro del Escambray es una escenografía que parece de película: le traían la droga para que la vendiera como suya a varios puntos como Lando. Ya tenemos a tres más. Y vamos a encontrar al hombre de Trinidad que se la llevaba al guajiro, y vamos a seguir, hasta que explote la bomba, porque hay que saber de dónde salió esa marihuana y cómo entró en Cuba, porque esta vez no me trago el cuento de que se la encontraron en la costa. Hasta que explote la bomba…
– Y haya lluvia de mierda -dijo el Conde, en voz muy baja.
– ¿Qué dijiste? -preguntó el mayor.
– Nada, Viejo.
– Pero ¿qué dijiste que no te oí?
– Que va a haber lluvia de mierda. No sólo en el Pre de La Víbora.
– Lluvia de mierda, sí -admitió el mayor y trató en vano de sacar humo al renegrido tabaco-. Y ya yo me estoy mojando -dijo, con cara de asco, mostrando el falso habano a su público. Se puso de pie, avanzó hasta la ventana y lanzó el tabaco a la calle, como si lo odiara. Claro que lo odiaba. Cuando el mayor dio la espalda al grupo, Cicerón miró al Conde y le sonrió: levantó su brazo derecho y sus dedos formaban la V de la victoria.
El mayor regresó al buró y apoyó los nudillos en la madera. El Conde se preparó para el discurso.
– Aunque me cueste decirlo, Conde, tengo que felicitarte. Tú fuiste el que desataste esta cagazón de Pupy y de Lando y ya resolviste lo del Pre. Lo del tráfico de divisas y la compra en las diplotiendas va a seguir tumbando gentes, y lo de la marihuana centroamericana va a llegar hasta las nubes, estoy seguro, porque esto no parece una operación cualquiera. Y por todo eso yo te felicito, pero mañana, después que me entregues el informe, te vas para tu casa y te pones cómodo, con pijama y todo, y no vuelvas a aparecer por aquí hasta que te llame la comisión disciplinaria.
– Pero, Rangel… -trató de intervenir Contreras y la voz del Viejo lo interrumpió.
– Contreras, lo que tú opines se lo vas a decir a la Comisión. A mí no me importa. El Conde hizo algo bien hecho y lo felicité y lo voy a escribir en su expediente. Además, para eso le pagan. Pero metió la pata y se jodió. Eso es así de claro. Pueden irse los tres. Mañana a las nueve, Conde -dijo y lentamente se dejó caer en su butaca. Oprimió el botón blanco de su intercomunicador y pidió-: Maruchi, tráeme un vaso de agua y una aspirina.
El Conde, Contreras y Cicerón salieron al vestíbulo y el teniente, en voz baja, le dijo a la secretaria:
– Dale una duralgina. No la pidió porque yo estaba delante -y siguió.
– Manolo, quiero pedirte un favor.
– Me encanta que me pidas favores, Conde.
– Por eso te complazco: prepara tú el informe para entregárselo mañana al Viejo. Quiero irme de aquí -dijo, y abrió las manos para abarcar el espacio que lo agredía. El cubículo, más que nunca, le parecía una estrecha y caliente incubadora en la que irremediablemente su cascara iba a reventar. La sensación de estar al final de algo y la perspectiva de tener que enfrentarse al proceso que le anunciaba el mayor Rangel lo dejaban en un limbo inasible en el que todo acto escapaba de su potestad. Recogió los últimos papeles que aún estaban sobre el buró y los metió dentro de un file.
– Oye, Conde, que no es para tanto, ¿no?
– No, no es para tanto -dijo, por decir algo, mientras le entregaba el file a su subordinado.
– No te dejes aplastar, compadre. Tú sabes que no vas a tener problemas. Cicerón me lo dijo. Y yo oigo, Conde: todo el mundo en la Central está hablando de la polvareda que levantamos con este caso y la gente apuesta que van a seguir cayendo pejes en el jamo… Y Fabricio tiene fama de imperfecto y de pesado, eso lo dice aquí hasta el gato. Y además el mayor es tu amigo, tú lo sabes -argumentó Manolo, tratando de aliviar la turbación evidente del Conde. Aunque eran dos personalidades tan opuestas, los meses que llevaban trabajando juntos les había creado una dependencia mutua que ambos disfrutaban como una prolongación de sus capacidades y deseos. Al sargento Manuel Palacios se le hacía difícil creer que al día siguiente dejaría de trabajar con el teniente Mario Conde para responder a las órdenes de otro oficial. Necesitaba que el Conde peleara-. No te preocupes por el informe, yo lo hago, pero quita esa cara.
El Conde sonrió: se llevó las manos a la barbilla y empezó a quitarse una máscara que se negaba a desprenderse.
– No jodas, Manolo, no es esto sólo. Es todo. Estoy cansado, a los treinta y cinco años, y no sé qué voy a hacer ni qué carajos quiero hacer. Trato de hacer las cosas bien hechas y siempre meto la pata: ése es mi sino, una vez me lo dijo un babalao. Tengo la letra de la babosa: por delante todo lo veo lindo, pero detrás voy dejando una huella sucia. Es así de simple. Mira, esto es para ti -dijo y le extendió un papel doblado que guardaba en el bolsillo de la camisa.
– ¿Qué es eso?
– Un poema épico-heroico que le escribí a la marihuana. Ponlo en el informe.
– Ahora sí te quemaste, compadre.
El Conde sintió deseos de acercarse a la ventana y observar otra vez -¿por última vez?- aquel paisaje al que le había otorgado su favoritismo, pero pensó que no era un buen momento para despedirse de aquel pedazo de ciudad y de vida. Le extendió la mano al sargento y se la estrechó con fuerza.
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