Leonardo Padura - Vientos De Cuaresma

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En los infernales días de la primavera cubana en que llegan los vientos calientes del sur, coincidiendo con la Cuaresma, al teniente Mario Conde, que acaba de conocer a Karina, una mujer bella y deslumbrante, aficionada al jazz y al saxo, le encargan una delicada investigación. Una joven profesora de química del mismo preuniversitario donde años atrás estudió el Conde ha aparecido asesinada en su apartamento, en el que aparecen además restos de marihuana. Así, al investigar la vida de la profesora, de impoluto expediente académico y político, el Conde entra en un mundo en descomposición, donde el arribismo, el tráfico de influencias, el consumo de drogas y el fraude revelan el lado oscuro de la sociedad cubana contemporánea. Paralelamente, el policía, enamorado de la bella e inesperada mujer, vive días de gloria sin imaginar el demoledor desenlace de esa historia de amor.

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– Sí, mijo, pero no es un tamal cualquiera: es de maíz rayado, que es mejor que molido, y lo colé para que no tuviera paja y le eché calabaza para darle cuerpo y además tiene carne de puerco, pollo y unas costillitas de res.

– ¡Coñó! Y miren lo que yo traigo aquí -dijo, descubriendo del cartucho la botella de ron: Caney de tres años, refulgente y perlado.

– Bueno, si es así creo que te podemos invitar -admitió el Flaco y movió la cabeza hacia los lados, como buscando el consenso de muchos convidados-. ¿Y de dónde tú sacaste eso, salvaje?

El Conde miró a Josefina y le pasó un brazo por los hombros.

– Mejor no averigües, que tú no eres policía, ¿verdad, José? -Y la mujer sonrió, pero tomó la barbilla del Conde y le ladeó la cara.

– ¿Qué te pasó ahí, Condesito?

El Conde dejó la botella sobre la mesa.

– Nada, me di con un palo de trapear. Mira, lo pise… -Y con artes de mimo trató de reproducir el origen del rasguño que la sortija de Fabricio le había hecho en el pómulo.

– Oye, salvaje, ¿de verdad fue eso?

– Ah, Flaco, no jodas más… ¿Quieres ron o no? -preguntó y miró el reloj. Iban a dar las ocho de la noche. Debe de estar al llamar.

El tema musical indicaba que había terminado la angustia que cada noche proponía la telenovela brasileña, pero el Conde acudió al juicio del reloj: las nueve y media. Dejó caer la cabeza en la almohada, con cansancio, pero estiró la mano con el vaso cuando sintió que el Flaco se servía más ron.

– Se acabó -anunció el otro, con el tono de voz de las malas noticias-. Verdad que has tenido un día cabrón, tú.

– Y lo que me espera con el Viejo. Y mañana con ese muchacho. Y esta hija de puta que no acaba de llamar. ¿Dónde estará metida, asere?

– Oye, no jodas más con esa cantaleta, ahorita aparece…

– Es demasiado, Flaco, es demasiado. Me di cuenta hoy cuando el Viejo me dijo que esperara hasta mañana para interrogar al muchacho y yo acepté. Yo tenía que haberlo buscado hoy mismo, pero es que quería verla a ella. Qué desastre.

El Conde se incorporó para sorber las gotas de ron que quedaban en el fondo del vaso. Como siempre, lamentó no haber comprado otra botella: aquellos 750 mililitros de alcohol eran insuficientes para las venas endurecidas de aquel dúo de altos promedios etílicos. Porque ya había tragado media botella de ron y su sed seguía inalterable, tal vez hasta más excitada, y pensó que en lugar de alcohol había estado bebiendo incertidumbre y desesperación. ¿Cuánto más iba a tener que tomar para asomarse por fin al borde del dique y derramarse hacia la inconsciencia que volvía a ser la meta de aquella sed infinita?

– Tengo ganas de emborracharme, Flaco -dijo entonces y dejó caer el vaso sobre el colchón-. Pero de emborracharme como un animal y caerme en cuatro patas y mearme en los pantalones y no pensar más nunca en mi vida. Pero más nunca…

– Sí, tú, creo que te hace falta -coincidió el otro y terminó su ron-. Y estaba bueno esto, ¿eh? Es uno de los pocos roñes con vergüenza que quedan en el mundo. ¿Tú sabes que éste es el verdadero Bacardi?

– Oye, que ya me sé el cuento: que es el mejor del mundo, que es el único Bacardi legítimo que se fabrica y toda esa historia. A mí ahora no me importa: quiero cualquier ron. Quiero alcolite, quiero vino seco, alcohol boricado, vino de verdolaga, gualfarina, cualquier cosa que vaya directo a la cabeza.

– Estás de bala, ¿no? Te lo dije el otro día: estás enamorado como un perro, coño. Y eso es nada más porque la mujer no ha llegado del trabajo. Dime tú si te bota…

– Oye, ni lo digas, que no quiero ni pensarlo… Es que hoy era cuando me hacía falta de verdad. Mira, dame acá dinero para completar. Voy a discutirme un litro donde sea -dijo y se puso de pie. Buscó el cartucho que había traído y guardó otra vez la botella vacía.

En la sala, Josefina veía el programa Escriba y Lea . Los panelistas debían descubrir un personaje histórico, latinoamericano, por más señas cubano, del siglo XX. Un artista, lograban saber ahora.

– Debe de ser Pello el Afrokán -dijo el Conde y se acercó a la mujer-. ¿Supiste algo, José?

Sin mover los ojos del televisor, Josefina negó con la cabeza.

– Ay, mijo, llevo dos días sin moverme de aquí. Mira quién era el personaje histórico -dijo entonces, señalando con la barbilla hacia la pantalla del televisor-. El payaso Chorizo. Esto es una falta de respeto con esos profesores que saben tanto.

Antes de salir, el Conde le dio un beso en la frente y le anunció su pronto regreso -con más ron.

En la esquina se detuvo y dudó. Hacia la izquierda lo llamaban dos bares y hacia la derecha estaba la casa de Karina. En toda la cuadra sólo había parqueado un camión y se ilusionó pensando que tal vez detrás estaría el Fiat polaco. Dobló a la derecha, pasó frente a la casa de la muchacha que seguía cerrada y entonces descubrió el vacío detrás del camión. Caminó hasta la esquina y dio media vuelta, para pasar otra vez frente a la casa. Quería entrar, tocar, preguntar, Yo soy policía, coño, ¿dónde está metida?, pero el último ripio de orgullo y cordura detuvo aquel impulso de adolescente cuando puso la mano sobre la reja del jardín. Siguió calle abajo, en busca del ron y del olvido.

– Asere, y no llamó -logró decir y tuvo fuerzas para levantar el brazo y volver a tragar. La segunda botella de aguardiente también expiraba cuando de la sala llegó el clarín del Himno Nacional que remataba el final de las trasmisiones.

Josefina, de pie en la puerta del cuarto, observó la hecatombe y mecánicamente se santiguó: los dos, sin camisa, cada uno con su vaso en la mano. Su hijo, inclinado sobre un brazo del sillón de ruedas, con todas sus masas desbordadas y húmedas, y el Conde, sentado en el piso, con la espalda recostada a la cama, sufriendo los últimos estertores de un ataque de tos. En el suelo, un cenicero humeante como un volcán y los cadáveres de dos botellas y el epílogo de otra.

– Se están matando -dijo la mujer y recogió la botella de aguardiente. Salió, fugitiva. Aquellas escenas le oprimían el corazón porque sabía que estaba diciendo la verdad: se estaban suicidando, cobarde pero decididamente. Ya no quedaba nada, salvo el amor y la fidelidad, de aquellos tiempos en los que el Flaco y el Conde pasaban las tardes y las noches, en esa misma habitación, escuchando música a volúmenes sobrehumanos mientras discutían de muchachas y de pelota.

– Pues si no llamó, me voy pal carajo.

– Pero tú estás loco, tú. ¿Cómo te vas a ir así?

– Así con el culo en el piso no. Caminando -y comenzó el improbable esfuerzo por recuperar la verticalidad. Fracasó un par de veces, pero al final lo consiguió.

– ¿Te vas de verdad?

– Sí, bestia, me voy echando. Me voy a morirme solo como un perro callejero. Pero acuérdate de una cosa: yo a ti te quiero con cojones. Tú eres mi hermano y eres mi socio y eres flaco y mi hermano -dijo y, tras abandonar el vaso sobre la mesa de noche, abrazó la sudada cabeza del amigo y le dio un beso mojado sobre el pelo, mientras las manos macizas del Flaco se apretaban contra los brazos que lo estrechaban, cuando el beso se convirtió en un sollozo ronco y enfermizo.

– Coño, mi hermano, pero no llores. Nadie se merece que tú llores. Despinga a Fabricio, mátala a ella, olvídate de Jorrín, pero no llores, porque si no yo también voy a llorar, tú.

– Pues llora, cabrón, que yo no puedo parar.

***

El viento soplaba del sur, transportando vapores de flores mustias y petróleo quemado, efluvios de muertes recientes y de muertes remotas, cuando los autos y las guaguas se detuvieron en la avenida principal del cementerio. El coche fúnebre se había adelantado unos metros para permitir que los dolientes pusieran en práctica su experiencia de tantos años y formaran una cola espontánea y disciplinada, sin números ni temores a quedar con las manos vacías, preparados para seguir al féretro hasta su fosa definitiva. La fila la encabezaban la mujer y los dos hijos de Jorrín, a los que el Conde tampoco conocía, y el mayor Rangel y otros oficiales de alta graduación, todos vestidos con sus uniformes y grados. Era un espectáculo demasiado triste para la sensibilidad lastimada del Conde: le dolían la cabeza, el hígado y hasta el alma y el corazón; y cuando llegaron a la altura de la capilla central del cementerio, le dijo a Manolo:

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