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Leonardo Padura: Vientos De Cuaresma

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Leonardo Padura Vientos De Cuaresma

Vientos De Cuaresma: краткое содержание, описание и аннотация

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En los infernales días de la primavera cubana en que llegan los vientos calientes del sur, coincidiendo con la Cuaresma, al teniente Mario Conde, que acaba de conocer a Karina, una mujer bella y deslumbrante, aficionada al jazz y al saxo, le encargan una delicada investigación. Una joven profesora de química del mismo preuniversitario donde años atrás estudió el Conde ha aparecido asesinada en su apartamento, en el que aparecen además restos de marihuana. Así, al investigar la vida de la profesora, de impoluto expediente académico y político, el Conde entra en un mundo en descomposición, donde el arribismo, el tráfico de influencias, el consumo de drogas y el fraude revelan el lado oscuro de la sociedad cubana contemporánea. Paralelamente, el policía, enamorado de la bella e inesperada mujer, vive días de gloria sin imaginar el demoledor desenlace de esa historia de amor.

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Preguntó y el Conde se irguió. Su alarma automática empezó a sonar.

– ¿Qué cosa?

– Está puesto allá abajo en la tablilla… Que se murió el capitán Jorrín. A las once de la mañana. Le dio un infarto masivo. El mayor Rangel está para allá.

Estaba jugando en el patio. No sé por qué no andaba ese día con el abuelo Rufino, o en la esquina armando un piquete de pelota con los otros mataperros o durmiendo la siesta como mi madre quería, Mira qué flaco estás, se asombraba, seguro tienes lombrices. Y yo estaba justamente en el patio, precisamente sacando lombrices de tierra para echárselas a los gallos finos que se las bebían, cuando la vieja Amérida entró corriendo exactamente por el pasillo de su casa que daba a mi patio y gritando a voz en cuello: «Mataron a Kennedy, mataron al hijoeputa ese». Desde ese día tuve noción de que existía la muerte, y sobre todo de su insoportable misterio. Creo que por eso el cura de la iglesia del barrio no protestó cuando yo decidí abandonar la religión por la pelota a causa de mis dudas sobre su explicación mística acerca de las fronteras de la muerte: la fe no me bastaba para aceptar la existencia de un mundo eterno y estratificado de buenos al cielo, regulares al purgatorio, malos al infierno e inocentes directo al limbo, a vagar para siempre, como solución teórica a lo que nadie había vivido ni contado, a pesar de que hice mis concesiones cuando llegué a imaginarme que el alma es como un saco transparente, lleno de un gas rojizo y tenue, que está colgado de las costillas, al lado del corazón y por eso sale flotando al momento de la muerte, como un globo fugitivo. Sólo me convencí desde entonces de la inevitabilidad de la muerte y, sobre todo, de su larga presencia y del vacío real que deja su llegada: no hay nada, es la nada, y por eso tantas gentes en el mundo se consuelan de un modo u otro tratando de imaginar algo distinto a la nada, porque la sola idea de que el tránsito del hombre por la tierra sea apenas una breve estadía entre dos nadas ha sido la mayor angustia humana desde que se tuvo conciencia de existir. Por eso no puedo acostumbrarme a la muerte y siempre me sorprende y me aterra: es la advertencia de que la mía está cada vez más cercana, de que las muertes de mis vivos queridos también se aproximan y de que entonces todo lo que he soñado y vivido, amado y odiado, también se esfumará en la nada. ¿Quién fue, qué hizo, qué pensó el abuelo de mi tatarabuelo, aquel hombre del que no queda ni su apellido ni sus huellas? ¿Quién será, qué hará, qué pensará mi presunto tataranieto de finales del siglo XXI -si es que llego a engendrar al que debe ser su bisabuelo? Es terrible desconocer el pasado y poder actuar sobre el futuro: ese tataranieto sólo existirá si yo inicio la cadena, como yo existí porque aquel abuelo de mi tatarabuelo continuó una cadena que lo ataba al primer mono con cara de hombre que puso los pies en -sobre- la tierra. Hamlet y yo ante la misma calavera: no importa que se llame Yorik y haya sido bufón, o Jorrín y haya sido capitán de policías, o Lissette Núñez y haya sido una alegre buscona de fines del siglo XX. No importa.

– ¿Qué vamos a hacer, Conde? Regálame un cigarro, anda.

Manolo tomó el cigarro mientras miraba hacia el parque donde se había reunido el grupo de muchachos recién salidos de la escuela. Las camisas blancas formaban una nube baja, hiperquinética, trabada entre los bancos y los árboles. Unos muchachos iguales que éstos, recordó el Conde, tan próximos y tan distantes de la solemnidad de la muerte.

– Voy a esperar a que el Viejo salga de allá dentro para hablar con él.

Del interior de la funeraria brotaba un vaho inconfundible que enfermaba al Conde. Había entrado un instante y, entre las flores y los familiares, observó de lejos la caja gris en que estaba encerrado Jorrín. Manolo se había asomado al borde del ataúd para verle el rostro, pero el Conde se mantuvo a buena distancia: ya resultaba demasiado alarmante la idea de que iba a recordar a Jorrín en una cama de hospital, pálido y adormecido, para sumar ahora la escatológica posibilidad de verlo definitivamente muerto. Demasiados muertos. Al carajo, se había dicho el Conde, negándose a ofrecer condolencias a los familiares, y buscó el aire de la calle y la imagen de la vida, sentado en la escalera que daba al parque y a la avenida. Hubiera querido estar lejos de allí, fuera del alcance y la memoria de aquel rito absurdo y melodramático, pero decidió montarle guardia al mayor.

– ¿Y hasta cuándo va a estar jodiendo este viento? Ya no lo resisto más -protestó el Conde, cuando un viejo, con un pomo mediado de café en la mano, descendió por la escalera y se acercó a los dos policías. Movía la boca constantemente, como si masticara algo leve pero indestructible, mientras sus cachetes bombeaban aire o saliva a un ritmo pausado y monótono, hacia el motor que lo mantenía en pie. Llevaba un saco gris de muchísimos otoños y un pantalón negro, con marcas de orines mal escurridos en la periferia de la portañuela.

– ¿Me regala un cigarrito, compañero? -dijo el viejo, tranquilamente, e inició un gesto, como para recibir el cigarro pedido.

El Conde, que siempre había preferido pagar un trago de ron a un borracho que regalarle un cigarro a un pedigüeño, lo pensó un instante y se dijo que le gustaba la dignidad con que el viejo exigía. La mano que esperaba el cigarro tenía las uñas rosadas y limpias.

– Agarre, abuelo.

– Gracias, mijo. Como hay coronas hoy, ¿verdad?

– Sí, bastantes -admitió el Conde mientras el anciano encendía el cigarro-. ¿Usted viene aquí todos los días?

El viejo levantó el pomo de café.

– Compro cinco reales de café y con esto tiro hasta por la noche. ¿Quién se murió hoy? Tiene que ser importante, porque casi nunca hay tantas flores -dijo, y bajó la voz hasta ubicarla en el tono de las confidencias-. El problema es que está flojo el suministro de flores y por eso están limitadas las coronas y a veces se demoran tanto que yo he visto cantidad de velorios sin flores. Y no es que a mí me importe, qué va. Cuando me muera me da igual que me pongan flores que mierda de vaca. El que se murió hoy era pincho, ¿verdad?

– No tanto -concedió el Conde.

– Bueno, eso tampoco importa, ya se jodio, el pobre. Gracias por el cigarro -dijo el viejo, otra vez en su entonación habitual, y continuó su descenso.

– Está más loco que el carajo -comentó entonces Manolo.

– No tanto -concedió otra vez el Conde, cuando vio detenerse un carro de la Central en uno de los costados del parque y recordó el origen del dolor de cabeza que ni la prodigiosa combinación de dos duralginas y varias capas de pomada china habían logrado vencer. Del auto descendieron cuatro hombres, dos de ellos uniformados. Por la puerta trasera derecha salió Fabricio y el Conde se alegró de verlo vestido de civil, porque en ese instante pensó que hay cosas que los hombres siempre han debido resolver del mismo modo, y la solución de aquella historia tenía que llegar ya a su capítulo final. A ver a cómo tocamos, pensó.

– Espérame aquí -le dijo a Manolo y bajó hacia la calle.

– ¿Adónde…? -comenzó a preguntar el sargento, cuando comprendió las intenciones del Conde. Entonces soltó su cigarro y corrió en sentido opuesto, hacia el interior de la funeraria.

El Conde atravesó la callecita que separaba la funeraria del parque y se acercó al grupo de hombres que venía en el auto. Con un dedo indicó a Fabricio.

– No terminamos de hablar por el mediodía -le dijo, y con un gesto le propuso que se separara del grupo.

Fabricio se alejó de sus acompañantes y siguió al Conde hacia una esquina del parque.

– A ver, ¿qué es lo que tú quieres? -le preguntó el Conde, que sólo en ese instante recordó que hacía muchos años, para defender su comida en una escuela al campo, había tenido su última bronca callejera, durante la que recibió la ayuda de Candito el Rojo. Todavía debía agradecerle a Candito que aquel día los tres ladrones no lo molieran a golpes-. Dime, Fabricio, ¿qué es lo que te pasa conmigo?

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