Leonardo Padura - Vientos De Cuaresma

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En los infernales días de la primavera cubana en que llegan los vientos calientes del sur, coincidiendo con la Cuaresma, al teniente Mario Conde, que acaba de conocer a Karina, una mujer bella y deslumbrante, aficionada al jazz y al saxo, le encargan una delicada investigación. Una joven profesora de química del mismo preuniversitario donde años atrás estudió el Conde ha aparecido asesinada en su apartamento, en el que aparecen además restos de marihuana. Así, al investigar la vida de la profesora, de impoluto expediente académico y político, el Conde entra en un mundo en descomposición, donde el arribismo, el tráfico de influencias, el consumo de drogas y el fraude revelan el lado oscuro de la sociedad cubana contemporánea. Paralelamente, el policía, enamorado de la bella e inesperada mujer, vive días de gloria sin imaginar el demoledor desenlace de esa historia de amor.

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– Oye, Conde, que tengo hambre, viejo.

– ¿Y yo soy de palo?

– Pero no me hagas subir a mí ahora-rogó Manolo cuando entraban en la Central.

– Dale, ve a comer y di que me guarden aunque sea un pan con cosa. Yo voy para arriba.

El sargento Manuel Palacios tomó el pasillo que conducía al comedor, mientras su jefe oprimía el botón del ascensor. Las cifras, en la pizarra superior, marcaban el descenso del aparato, pero el Conde insistió hasta que el elevador abrió sus puertas y entonces marcó el cuarto piso. Ya en el corredor decidió hacer una escala necesaria en el servicio. No había orinado desde que se levantó, hacía casi seis horas, y vio con preocupación cómo caía en la taza un chorro de orina oscura y fétida, que levantaba una espuma rojiza. Estaré jodido de los riñones, pensó, mientras se sacudía con prisa. A lo mejor por eso estoy bajando de peso, y recordó al viejo carpintero y sus desasosiegos mingitorios.

Regresó al pasillo y empujó la puerta del Departamento de Drogas. La sala principal estaba vacía y el Conde temió que el capitán Cicerón estuviera en la calle, pero tocó en el cristal de la puerta de su oficina.

– Adelante -oyó decir y entonces hizo girar el picaporte.

En uno de los butacones de la oficina, el más próximo al buró, estaba sentado el teniente Fabricio. El Conde lo miró y su primera intención fue la de volver a salir, pero se detuvo: no había razones para una retirada y decidió ser amable, como una persona bien educada. Así mismo, se dijo.

– Buenas tardes.

– ¿Qué hubo? -dijo el otro.

– ¿Y el capitán?

– No sé -contestó, abandonando sobre el buró los papeles que leía-, creo que está almorzando.

– ¿No sabes o crees? -preguntó el Conde, haciendo un esfuerzo por no parecer irónico ni grosero.

– ¿Para qué lo quieres? -preguntó Fabricio, haciendo lenta la interrogación.

– Por favor, dime dónde está, que es urgente.

Fabricio sonrió para preguntar:

– ¿Y no me vas a decir para qué lo quieres? Si es por lo de Lando, déjame decirte que yo estoy ahora al frente del caso.

– Ah, te felicito.

– Oye, Conde, tú sabes que no me gusta ni tu ironía ni tu prepotencia -dijo Fabricio y se puso de pie.

El Conde pensó contar hasta diez pero no hizo siquiera el intento. No había testigos y podía ser una buena ocasión para ayudar a Fabricio a resolver de una vez y por todas el problema de sus gustos en materia de ironía y prepotencia. Aunque me boten de la Central, de la policía, de la provincia y hasta del país.

– Chico -dijo entonces el Conde-, ¿y a ti qué cojones te pasa conmigo? ¿Yo te gusto o a qué viene ese encarne?

Fabricio dio un paso para ripostar.

– Oye, Conde, los cojones te los metes. ¿Qué tú te crees?, ¿que este departamento es tuyo también?

– Mira, Fabricio, no es mío, ni es tuyo, pero yo me cago en la puta de tu madre -y dio un paso, cuando la puerta del despacho se abrió. El Conde volvió la cabeza y vio, detenida en el umbral, la figura del capitán Cicerón.

– ¿Qué pasa aquí? -preguntó el recién llegado.

El Conde sentía que cada músculo de su cuerpo temblaba y temió que la rabia lo hiciera llorar. Un dolor de cabeza, llegado como una punzada feroz, se le había clavado sobre la nuca y ahora le alcanzaba la frente. Miró a Fabricio y con los ojos le prometió todos los horrores que pudo.

– Me hace falta verte, Cicerón -dijo al fin el Conde y tomó del brazo al capitán para salir de la oficina.

– ¿Qué pasó allá adentro, Conde?

– Vamos para el pasillo -pidió el teniente-. No sé qué le pasa a este hijoeputa conmigo, pero no le aguanto una más. Te juro que le voy a partir la vida al muy maricón.

– Oye, tranquilízate. ¿Qué es lo que te pasa? ¿Tú estás loco o qué?

El dolor de cabeza, desbocado, aumentaba, pero el Conde sonrió.

– Olvídate de eso, Cicerón. Espérate -y buscó una duralgina en el bolsillo de su camisa. Se acercó al bebedero y la hizo descender con el agua. Del otro bolsillo extrajo el pote de pomada china y se la frotó en la frente.

– ¿Te sientes mal?

– Un poco de dolor de cabeza. Pero ya se pasa. Oye, ¿qué tienes de nuevo con Lando el Ruso?

Cicerón se recostó contra el ventanal del pasillo y sacó sus cigarros. Le ofreció uno al Conde y vio cómo las manos del teniente temblaban. Movió la cabeza en gesto de inconformidad.

– Ya empezó a cantar. Le hicimos el careo con los tipos de Luyanó y ellos lo reconocieron como el hombre que les vendió la marihuana en El Vedado. Él lo aceptó y dio el nombre de otros dos compradores. Pero dice que la marihuana se la compró a un guajiro del Escambray. Creo que inventó un personaje, aunque lo estamos verificando de todas maneras.

– Mira, en lo de la profesora me saltó un nombre que puede tener relación con Lando: Lázaro San Juan, un estudiante del Pre.

Cicerón miró su cigarro y pensó un instante.

– ¿Y quieres hablar con él?

– Anjá -asintió el Conde y volvió a frotarse otro poco de pomada china. El calor penetrante de aquel bálsamo oscuro empezaba a aligerar el peso de su cabeza.

– Pues para luego es tarde. Vamos.

Cicerón abrió la puerta del cubículo y llamó a los custodios.

– Ya se lo pueden llevar -dijo y se situó junto al Conde para ver la salida de Lando el Ruso. El tono rojizo de la cara del hombre se había esfumado y ahora mostraba la palidez mezquina del miedo. Sabía que el cerco se cerraba y las preguntas inesperadas sobre su relación con Lázaro San Juan habían ayudado a remover los cimientos de sus posiciones.

– Está maduro, Cicerón -dijo el Conde y encendió el cigarro que había pospuesto durante el interrogatorio.

– Déjalo que piense un poco. Ahorita lo vuelvo a subir. ¿Y tú qué vas a hacer?

– Voy a hablar primero con el Viejo. Que Lázaro sea sobrino de Lando puede ser una bomba en el Pre y quiero que me repita al oído que me da carta blanca para llegar hasta donde tenga que llegar. Puede haber lluvia de mierda en La Víbora. ¿Vas conmigo?

– Sí, vamos, para ver cómo sale esto. Oye, Conde, si Lando está tapando a alguien debe de ser porque es alguien fuerte.

– ¿Tú también crees que hay una mafia?

– ¿Quién más cree eso?

– Un amigo mío…

Cicerón pensó un instante antes de responder.

– Si una mafia es un grupo de gente organizada en el negocio, pues creo que sí la hay.

– ¿Una mafia criolla, de marihuaneros y afines? No jodas, Cicerón. ¿Te los imaginas con luparas y comiendo espaguetis napolitanos aquí en Cuba, en 1989, con lo difícil que se ha puesto la salsa de tomate?

– Pues sí jodo, porque se tiene que estar moviendo mucha plata y esa droga no salió del Escambray ni la pescaron en un cayo. Eso llegó directamente a las manos de la gente que la podía poner a circular. Detrás de esto hay algo bien organizado, me la juego a que sí.

Los pasillos y las escaleras formaban un laberinto irritante para la prisa del Conde. A cada paso había que abrir una puerta para enseguida encontrarse frente a otra. La última fue la de la jefatura, en el piso más alto de la Central, donde Maruchi hablaba por teléfono sentada tras su buró.

– Pepilla, me hace falta ver al mayimbe -dijo el Conde y apoyó los nudillos sobre la mesa.

– Salió hace como una hora, Mario.

El Conde resopló y miró a Cicerón. Se mordió el labio superior antes de continuar.

– ¿Y dónde está ese hombre, Maruchi?

La muchacha miró al Conde y luego a Cicerón. Su respuesta se demoraba demasiado para la ansiedad del teniente.

– Pero, hija mía… -se lanzó el Conde y ella lo interrumpió.

– ¿Entonces tú no sabes nada?

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