Leonardo Padura - Vientos De Cuaresma

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En los infernales días de la primavera cubana en que llegan los vientos calientes del sur, coincidiendo con la Cuaresma, al teniente Mario Conde, que acaba de conocer a Karina, una mujer bella y deslumbrante, aficionada al jazz y al saxo, le encargan una delicada investigación. Una joven profesora de química del mismo preuniversitario donde años atrás estudió el Conde ha aparecido asesinada en su apartamento, en el que aparecen además restos de marihuana. Así, al investigar la vida de la profesora, de impoluto expediente académico y político, el Conde entra en un mundo en descomposición, donde el arribismo, el tráfico de influencias, el consumo de drogas y el fraude revelan el lado oscuro de la sociedad cubana contemporánea. Paralelamente, el policía, enamorado de la bella e inesperada mujer, vive días de gloria sin imaginar el demoledor desenlace de esa historia de amor.

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– Manolo, sin armar bulla aquí en el Pre, me hace falta una lista de todos los alumnos varones de Lissette, los que tenía este año y los que tuvo el año pasado, y las notas que todos sacaron en química. Y fíjate bien en el nombre de José

Luis Ferrer. Busca todas sus notas, todo lo que aparezca. ¿Me entiendes?

– ¿Me lo explicas otra vez? -preguntó el sargento, poniendo cara de alumno poco aventajado.

– Vete al carajo, Manolo, y no me busques la lengua. Esta mañana te pasaste delante de Cicerón y de Fabricio, así que estate tranquilo… Yo voy otra vez a la casa de ella, a lo mejor la camisa está allí todavía y no nos dimos cuenta. Cuando termines aquí me recoges, ¿está bien?

– No hay líos, Conde.

El teniente abandonó el vestíbulo de la dirección sin despedirse de la mirada vencida y casi suplicante del director. Salió al patio y avanzó hacia el fondo del edificio. Recorrió uno de los largos pasillos laterales del colegio y dobló hacia la derecha al llegar al final. Hacia la mitad del corredor se asomó sobre el balcón y comprobó que todavía era posible: cruzó una pierna sobre el muro y se dejó caer sobre un alero y luego, como lo hizo cada día de un año, utilizó las barras de las espalderas como escala para descender hasta el patio de educación física. Como siempre, la libertad y la calle estaban a un paso. Y el Conde corrió, como si en la carrera estuviera comprometido el mismísimo destino del valiente Guaytabó en su lucha mortal contra el malvado turco Anatolio o el temible indio Supanqui. Entonces oyó el silbido.

Siguiendo sus pasos brincaba el muro y descendía por las espalderas el autor de la llamada, que ahora corría a encontrarse con él.

– Lo vi por la ventana y pedí permiso para ir al baño -dijo José Luis y su pecho escuálido de fumador empedernido se agitó con el esfuerzo y las toses.

– Vamos para la calle -le propuso el Conde y caminaron hacia los laureles que crecían al fondo del Pre-. ¿Cómo estás? -le preguntó mientras le ofrecía un cigarro.

– Bien, bien -dijo, pero se movía nervioso y en dos ocasiones miró hacia el edificio que acababan de abandonar.

– ¿Quieres que nos vayamos de aquí?

El muchacho lo pensó y dijo:

– Sí, vamos a sentarnos ahí al doblar.

El Flaco y yo, pensó el Conde, y escogió el quicio de la bodega donde él y su amigo solían sentarse después de las clases de educación física.

– Bueno, ¿qué pasó?

José Luis lanzó su cigarro hacia la calle y se frotó las manos, como si tuviera frío.

– Nada, teniente, que me quedé pensando desde el otro día con la descarga que usted me echó y el lío de que hay una persona muerta por el medio y me puse a pensar…

– ¿Y?

– Nada, teniente, que… -repitió, y miró hacia el Pre-. Que pasan cosas que a lo mejor usted no sabe. La gente aquí es del carajo, hay una tonga que lo que quiere es escapar sin mucho lío y no calentarse la cabeza. Por eso todo el mundo le va a decir que la profesora Lissette era buena gente.

– No entiendo, José Luis.

El muchacho tuvo que sonreír.

– No me la ponga difícil, teniente, que cualquiera saca esta cuenta: con ella todo el mundo aprobaba… Ella hacía repasos dos o tres días antes del examen y ponía como ejercicios lo mismo que iba a salir en la prueba. ¿Me entiende? Vaya, cambiaba un por ciento, un elemento, una fórmula, pero era lo mismo y la promoción se le ponía por las nubes y era la más destacada.

– ¿Y eso lo sabe mucha gente? ¿Alguien se lo dijo al director, por ejemplo?

– Yo no sé, teniente. Creo que una chiquita lo dijo en una reunión de militantes, pero como yo no soy militante… Pero no sé si lo dijeron en otra parte.

– ¿Y qué más hacía?

– Bueno, cosas que no hacen otros maestros. Iba a fiestas de la gente del grupo, o del barrio, y bailaba con nosotros y se recostaba a uno, bueno, usted sabe…

– Pero es que ella no era mucho mayor que ustedes.

– Sí, eso es verdad. Pero a veces se le iba la mano en la apretadera. Y era una maestra, ¿no?

El Conde miró el fragmento del Pre que se veía entre el follaje de los árboles. Acostarse con una profesora siempre fue el sueño mejor cotizado de todos los alumnos que durante cincuenta años habían pasado por allí, incluido él, cuando soñaba con la profe de literatura y se decía que era la mismísima Maga de Cortázar. Miró a José Luis: sería pedir demasiado, pensó, pero le preguntó:

– ¿Qué alumno se estaba acostando con ella?

José Luis volteó la cara, como sorprendido por un co-rrientazo. Se frotaba otra vez las manos y movía el pie, con un ritmo sostenido.

– Eso sí que no lo sé, teniente.

El Conde le puso una mano sobre el muslo y detuvo el temblor de la pierna.

– Tú sí lo sabes, José Luis, y me hace falta que me lo digas.

– Que yo no lo sé, teniente -se defendió el flaco, tratando de recuperar la seguridad de su voz-, yo no andaba con el grupito de ella.

– Mira -dijo el Conde y sacó del bolsillo posterior de su pantalón una maltrecha libreta de notas-. Vamos a hacer una cosa. Confía en mí: nadie va a saber que estuvimos hablando de esto. Nunca. Ponme ahí los nombres del grupito más cercano a ella. Hazme ese favor, José Luis, porque si uno de ellos tuvo que ver con la muerte de Lissette y tú no me ayudas, después tú mismo no te lo vas a perdonar. Ayúdame -repitió el Conde, mientras le alargaba al muchacho la libreta y el bolígrafo. José Luis movió la cabeza, como diciendo, ¿por qué carajo salí del aula?

Si fueron el último acto de la creación, después de los seis días en que Dios experimentó con todo lo imaginable y de la nada creó el cielo y la tierra, las plantas y los animales, los ríos y los bosques, y hasta al hombre mismo, ese infeliz de Adán, las mujeres debían ser la invención más reposada y perfecta del universo, empezando por la propia Eva, que había demostrado ser mucho más sabia y competente que Adán. Por eso tienen todas las respuestas y todas las razones, y yo apenas una certeza y una duda: estoy enamorado, pero de una mujer a la que no logro conocer. En verdad, ¿quién eres, Karina?

Asomado al balcón, el Conde contemplaba otra vez la topografía intranquila de Santos Suárez, con los ojos puestos en el sitio del horizonte en que había ubicado la casa de Karina. La necesidad de penetrar a aquella mujer por el resquicio hasta ahora inviolable de su historia oculta comenzaba a convertirse en una obsesión capaz de acaparar los mejores impulsos de su inteligencia. Devolvió al bolsillo su libreta de notas porque en aquel cuarto piso se sentía otra vez la presencia agobiante de la ventolera tórrida que no se decidía a dejar en paz las últimas flores de la primavera ni las melancolías perennes de Mario Conde.

Bajo el sol agresivo del mediodía las azoteas parecían páramos rojos, vedados para la vida humana. Un piso más abajo, frente al edificio, el Conde buscó la ventana que lo hizo furtivo espectador de un drama matrimonial y la encontró abierta, como el primer día, pero la escena había cambiado: tras una máquina de coser, aprovechando la claridad que entraba por la ventana, la mujer trabajaba serenamente, escuchando la conversación del hombre que se balanceaba en un sillón. Ahora representaban un teatro hogareño tan clásico y rebuscado que incluía la acción de beber el café de la misma taza. Final de telenovela, se dijo el Conde y cerró el ventanal del balcón y apagó las luces del apartamento. Por un momento trató de imaginarse otra vez lo que había sucedido en aquel lugar seis días atrás y comprendió que debió de haber sido algo terrible: como si allí se hubiera desatado la Cuaresma implacable que desde entonces castigaba a la ciudad. De pie, en la penumbra y ante la figura de tiza grabada en las lozas, el Conde vio la espalda del hombre que golpeaba a una mujer y, sin transición, se le aferraba al cuello y la exprimía, dolorosamente. Se había convencido de que sólo necesitaba tocar un hombro de aquella espalda de camisa blanca para ver una cara -una de tres caras posibles, las tres desconocidas- y poner fin a aquella historia que ya le estaba resultando excesivamente patética.

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