Leonardo Padura - Vientos De Cuaresma

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En los infernales días de la primavera cubana en que llegan los vientos calientes del sur, coincidiendo con la Cuaresma, al teniente Mario Conde, que acaba de conocer a Karina, una mujer bella y deslumbrante, aficionada al jazz y al saxo, le encargan una delicada investigación. Una joven profesora de química del mismo preuniversitario donde años atrás estudió el Conde ha aparecido asesinada en su apartamento, en el que aparecen además restos de marihuana. Así, al investigar la vida de la profesora, de impoluto expediente académico y político, el Conde entra en un mundo en descomposición, donde el arribismo, el tráfico de influencias, el consumo de drogas y el fraude revelan el lado oscuro de la sociedad cubana contemporánea. Paralelamente, el policía, enamorado de la bella e inesperada mujer, vive días de gloria sin imaginar el demoledor desenlace de esa historia de amor.

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– Me da miedo oírte hablar así -dice ella y se pone de pie-. Piensas demasiado. -Recoge el saxofón, abandonado en el suelo, y lo guarda en su estuche. El Conde mira sus nalgas, que ahora el pullover no alcanza a cubrir, breves y enrojecidas por el calor de la silla, y piensa que no importa siquiera que tenga tan poco culo. Más que una mujer está contemplando un mito, se dice, cuando suena el teléfono.

El Conde mira el reloj que está sobre la mesa de noche y se pregunta quién podrá ser a esa hora.

– Sí -dijo al auricular.

– Conde, soy yo, Cicerón. El negocio se complica.

– ¿Pero qué pasó, viejo?

– Lando el Ruso. Apareció en Boca de Jaruco, al lado del río. Iba a decir adiós desde la lancha cuando lo agarraron… ¿Te gusta la noticia?

El Conde suspiró. Sintió cómo el horizonte comenzaba a iluminarse con un rayo de sol, tenue pero inconfundible.

– ¡Me encanta! ¿Cuándo me lo das? -El silencio, del otro lado de la línea, alteró al teniente investigador-. ¿Cuándo me lo das, Cicerón? -repitió entonces.

– Mañana por la mañana, ¿está bien?

– Anjá, pero no me lo des con mucho sueño -y colgó.

Cuando regresa a la sala se encuentra a Karina sonriente y vestida, con el saxofón en su estuche, como una maleta lista para un viaje.

– Me voy, policía -dice ella y el Conde siente deseos de amarrarla. Se va, piensa, se me va. Siempre tendré que buscarla.

***

– Ahí lo tienes, Conde.

El capitán Cicerón parecía más somnoliento que feliz cuando le indicó, del otro lado del cristal translúcido, al hombre que en ese momento se rascaba la barbilla. Bueno el apodo: en verdad parecía un ruso. El pelo rubio, casi blanco, corría en cascadas suaves sobre una cabeza de redondez perfecta y la cara enrojecida de tragador de vodka. Con una chaqueta de cuello alto hubiera pasado por Aliosha Karamásov, pensó el Conde, que debió apartar a Manolo del cristal para obtener una visión definitiva de su mejor pista. Observó los ojos cansados y sanguíneos del hombre y quiso penetrar la ruta de aquella mirada oscura, viajar hacia las revelaciones necesarias, hasta que sintió un cansancio miope sobre el puente de su nariz.

– ¿Y qué le sacaste?

– De la salida clandestina me lo contó todo, pero de la droga todavía no le pude sacar nada. Aunque estoy esperando el boletín de noticias del laboratorio: análisis de sangre, el raspado de los dedos y, lo más espectacular, los restos de un cigarro que encontramos en el patio de la casa de la playa donde estaban Lando y sus amiguitos.

– ¿Cuántos eran?

– En la lancha cuatro: Lando y la novia y dos amigos más, Osvaldo Díaz y Roberto Navarro. El sábado hicieron algo así como una fiesta de despedida y hubo mucha gente. Se lo habían dicho hasta al gato. Increíble, ¿no?

– ¿Y la mujer y los otros?

– También estamos trabajando con ellos, ¿te interesan?

El Conde volvió a apartar a Manolo del cristal. Ahora Lando se comía las uñas y las escupía hacia cualquier parte, con los gestos cansados de típico degustador de marihuana y otros sabores evanescentes. ¿Lissette y Lando?, se preguntó y no supo qué responderse. Cuando se volvió, encontró junto a Cicerón la figura y la sonrisa del teniente Fabricio.

– ¿Viste cómo lo agarramos, Conde? -preguntó, y el Conde no supo si la pregunta era pura euforia o toneladas de ironía.

– A ti no se te podía escapar -respondió, optando por dar el vuelto con ironía.

– A mí sí no se me podía escapar -reafirmó Fabricio.

– Bueno -intervino Cicerón-, ¿qué piensas hacer?, ¿eh, Conde?

– Déjame empezar por éste. Tengo un presentimiento…

– ¿Un presentimiento? -preguntó Manolo y sonrió. El Conde lo miró a los ojos y el sargento esquivó su mirada hacia el detenido.

– Pero primero me hace falta saber lo del laboratorio. Espérame ahí, Lando -dijo, haciendo un gesto hacia el cristal. Lando, por su parte, había terminado con las uñas y había recostado la cabeza sobre el borde de la mesa. Estás madurito, pensó el Conde y salió hacia el corredor, rozando con su hombro el brazo del teniente Fabricio que no se apartó para facilitar la salida. Este huevo quiere sal, se dijo el Conde.

Lando levantó la cabeza cuando escuchó el sonido de la puerta. Fue un gesto lento y oxidado como la mirada que ahora brotaba de sus ojos marrones. El Conde lo miró apenas un instante y avanzó hacia la pared del fondo, mientras Manolo dejaba caer sobre la mesa un file lleno de papeles. El teniente encendió un cigarro y se dedicó a observar las mañas de su compañero. Manolo se había sentado en un ángulo de la mesa, apenas apoyando una de sus nalgas sin fibras sobre la madera, mientras balanceaba el pie que no llegaba al suelo. Abrió el file y se puso a leer con todo interés. De vez en cuando miraba a Lando, como si la figura del hombre pudiera ilustrarle algo de lo que iba leyendo. El Ruso, por su parte, desplazaba la vista del file a los ojos del sargento.

Aunque el laboratorio había confirmado el origen similar de la marihuana de Lando y la de Lissette, buena parte del presentimiento del Conde había naufragado con el dictamen de los técnicos: la sangre de Orlando San Juan era B negativa y sus huellas dactilares no se correspondían con ninguna de las encontradas en el apartamento de Lissette. Por un momento pensó que la salida clandestina de Lando podía ser una fuga de homicida. Ahora el Conde debía aferrarse a la esperanza remota de alguna relación posible entre aquel hombre y la difunta profesora de química. ¿El Casino Deportivo? ¿Caridad Delgado?, ¿y el director?, se preguntaba, queriendo preguntar. De aquel interrogatorio dependía el destino inmediato del caso y los dos policías conocían el valor de la carta que estaban jugando.

Al fin Manolo cerró el file y lo dejó casi al alcance de las manos del detenido. Se puso de pie y fue a sentarse en la butaca, del otro lado de la mesa, fuera del círculo tórrido de la lámpara de interrogatorios.

– Pues sí, mayor -dijo sin apartar la vista de Lando-, él es Orlando San Juan Grenet. Anoche fue detenido cuando trataba de abandonar el país en una lancha robada y además está acusado de tenencia de drogas y de asesinato.

Los ojos de Lando perdieron el sueño.

– ¿Cómo dice? ¿Asesinato de quién?, ¿usté está loco o qué?

Manolo sonrió, plácidamente.

– No vuelva a hablar si no le pregunto. Y no se le ocurra decirme loco otra vez, ¿me entiende?

– Pero es que…

– ¡Pero es que se calla! -le gritó Manolo, poniéndose de pie, y hasta el Conde saltó en su rincón. Nunca se había podido explicar de dónde su compañero sacaba aquella fuerza brutal de peso completo-. Como le decía, mayor, en la casa de Guanabo que alquiló el detenido encontramos restos de un cigarro de marihuana, una marihuana de procedencia centroamericana, y dos detenidos por tenencia de esa droga identifican a Orlando San Juan como su proveedor. Eso es gravísimo, como usted sabe. Pero esto no es todo, esa misma droga fue encontrada en el apartamento de una joven a la que asesinaron hace una semana y vamos a procesar al detenido también por ese delito.

Lando inició un gesto de protesta, pero no llegó a hablar. Movía la cabeza, negando, como si no diera crédito a lo que acababa de oír. Entonces el Conde separó la espalda de la pared y aplastó el cigarro en el piso. Dio un paso hacia la mesa y miró a Lando.

– Orlando, su situación es difícil, ¿verdad?

– Pero yo no sé nada de una muerta ni nada de eso.

– ¿No conoció a Lissette Núñez Delgado?

– ¿Lissette? No, no, yo conozco a una Lissette pero ésa partió hace rato. Apañó a un italiano y pasó a mejor vida. Ahora está en Milán.

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