Sólo cuando se enamoraba Mario Conde se atrevía, golosamente, a pensar en el futuro. Encender luces de esperanzas para el porvenir se había convertido en el síntoma más evidente de una satisfacción amorosa y vital capaz de desterrar de su conciencia la nostalgia y la melancolía entre las que había vivido durante más de quince años de persistentes fracasos. Desde que debió abandonar la universidad y engavetar sus desvelos literarios para sepultarse en una oficina de información clasificando los horrores que cada día se cometían en la ciudad, en el país (tipos delictivos, modus operandi , por cientos de crímenes y fichas policiacas), los derroteros de su vida se habían torcido malévolamente: se casaría con la mujer equivocada, sus padres morirían en menos de un año y el Flaco Carlos volvería de Angola con la espalda rota para languidecer, como un árbol mal podado, sobre un sillón de ruedas. La felicidad y la alegría de vivir habían quedado como atrapadas en un pasado que se hacía cada vez más utópico, inasible, y sólo el aliento propicio del amor, como en los cuentos de hadas, podía devolverlas a la realidad y a la vida. Porque, aun estando enamorado de una mujer de pelo rojo y apetitos notables, Mario Conde sabía que su destino se acercaba hacia una oscuridad de noche lunar: las esperanzas de escribir y de volver a sentir y actuar como una persona normal y con opciones en la rifa caprichosa de la felicidad se tornaban cada vez más remotas, pues también sabía que su vida estaba ligada al destino del Flaco Carlos, cuando Josefina faltara para siempre y él se negara, como se iba a negar, a que su amigo se consumiera de tristezas y abstinencias en un hospital de incapacitados. El miedo a aquel futuro que debería enfrentar más tarde o más temprano sin estar capacitado para asumirlo, llegaba a desvelarlo y a hacerle difícil la respiración. La soledad se le ofrecía entonces como un túnel sin salida porque -era otra de las muchas cosas que sabía- ninguna mujer se atrevería a enfrentar con él aquella prueba superior que el destino -¿el destino?- le había reservado.
Sólo cuando se enamora, Mario Conde se da el lujo de olvidar por un instante aquella condena tangible y siente deseos de escribir, de bailar, de hacer el amor para descubrir que el cúmulo de instintos animales de la práctica sexual puede ser también un feliz esfuerzo por dar cuerpo y memoria a viejos sueños, a olvidadas promesas de la vida. Por eso también siente deseos, aquel día irrepetible de su biografía amatoria, de masturbarse viendo a una mujer desnuda soplar una melodía viscosa con un brillante saxofón.
– Quítate la ropa, por favor -le pide y la sonrisa complaciente y complacida de Karina acompaña el acto de sacarse la blusa y el pantalón-. Toda la ropa -exige y, cuando la ve desnuda, reprime uno a uno los deseos de abrazarla, de besarla, de tocarla al menos, y él se desviste sin dejar de mirarla: lo sorprende la quietud de aquella piel, sólo manchada por los pezones y la cabellera del sexo, de un rojo más intrincado, y el nacimiento preciso de brazos, senos y piernas, articulados con elasticidad al conjunto. Las caderas, levemente retraídas, de buena paridora, son mucho más que una promesa. Todo lo sorprende en el aprendizaje que realiza de esta mujer.
Entonces desviste también al saxofón y lo siente sólido y frío entre sus dedos que por primera vez calibran el peso inesperado de aquel instrumento perdido en sus fantasías eróticas, las cuales, ahora mismo, se convertirán en la más palpable realidad.
– Siéntate aquí -le indica la silla y le entrega el saxofón-. Toca algo, algo hermoso, por favor -le pide y se aleja, para ocupar otra silla.
– ¿Qué quieres hacer? -investiga ella, mientras acaricia la boquilla del metal.
– Comerte -dice él e insiste-. Toca.
Karina sigue sobando la boquilla y sonríe, ahora indecisa. Se la lleva a los labios y la succiona, dejándole restos de saliva, que cuelga como hilos de plata desde su boca. Acomoda las nalgas en el borde de la silla y abre las piernas. Coloca entre sus muslos el largo cuello del saxofón y cierra los ojos. Un lamento metálico y bronco empieza a brotar de la boca dorada del instrumento y Mario Conde siente cómo la melodía se le clava en el pecho, mientras la figura serena de Karina -ojos cerrados, piernas abiertas hacia una profundidad carnosa y más roja, más oscura, que la parte al medio, senos que tiemblan con el ritmo de la música y la respiración- pone sus deseos a una altura inimaginada e insoportable, mientras escarba con sus ojos los rincones de la mujer y sus dos manos se dedican a recorrer sin prisa la longitud y el volumen de su pene, del que empiezan a brotar unas gotas de ámbar que facilitan la manipulación, y se acerca a ella y a la música para acariciarle el cuello y la espalda, vértebra por vértebra, y la cara -los ojos, las mejillas, la frente-, siempre con la cabeza amoratada y como en ebullición de su miembro que va dibujando en su recorrido un rastro húmedo de animal herido. Ella respira profundamente y deja de tocar.
– Toca -le exige otra vez el Conde, pero su orden es un susurro lamentable y Karina cambia la frialdad del metal por el calor de la piel.
– Dámela -le pide y besa la cabeza inflamada, triangular en su nueva dimensión, antes de emprender con toda la boca la búsqueda de una melodía en la que ella pueda participar… Con las lenguas trabadas caminan hacia el cuarto y hacen el amor sobre unas sábanas muy limpias, que huelen a sol, a jabón, a vientos de Cuaresma. Mueren, resucitan, vuelven a morir…
Él termina el rito de crear espuma y sirve el café. Ella se ha puesto uno de los pullovers que el Conde lavó esa tarde y que, sentada, logra cubrirle hasta la parte superior de los muslos. En los pies lleva las sandalias hechas por Candito el Rojo. El se ha enrollado una toalla a la cintura y arrastra una silla hasta colocarla muy junto a la de ella.
– ¿Te quedas a dormir hoy?
Karina prueba el café y lo mira.
– Creo que no, mañana tengo mucho trabajo. Prefiero dormir allá.
– Y yo también -asegura él, con un acento de ironía.
– Mario, estamos empezando. No te apures.
El enciende un cigarro y detiene el gesto de lanzar el fósforo hacia el fregadero. Se pone de pie y busca un cenicero de metal.
– Es que me pongo celoso -dice y trata de sonreír.
Ella le pide el cigarro y aspira el humo un par de veces. El siente que de verdad está celoso.
– ¿Ya leíste el libro?
Ella asiente y termina el café.
– Me deprimió, ¿sabes? Pero si a ti te gusta tanto es porque te pareces un poco a esos hermanos de Salinger. Te gusta que la vida sea atormentada.
– No es que me guste. Yo no la escogí. Ni siquiera a ti te escogí: algo te puso en el camino. Después que uno pasa de los treinta años debe aprender a conformarse: lo que no has sido ya nunca lo serás, y todo se repite, una y otra vez, si triunfaste, vas a seguir triunfando; si fracasaste, acostúmbrate al sabor del fracaso. Y yo me estoy acostumbrando. Pero cuando aparece algo así, como tú, uno tiende a olvidarse de todo. Hasta de los consejos de Caridad Delgado.
Karina se frota los muslos con las palmas de las manos y hace un intento de prolongar la escasa cobertura ofrecida por el pullover.
– ¿Y qué pasa si no podemos seguir juntos?
El Conde la mira. No entiende por qué, después de tanto amor, ella puede imaginar algo así. Pero él mismo no ha dejado de pensarlo.
– No quiero ni pensarlo. No puedo pensarlo -dice, sin embargo-. Karina… creo que el destino del hombre se realiza en la búsqueda, no en el hallazgo, aunque todos los descubrimientos parecen la coronación de los esfuerzos: el Vellocino de Oro, América, la teoría de la relatividad…, el amor. Prefiero ser un buscador de lo eterno. No como Jasón o Colón, que murieron pobres y desencantados después de tanta búsqueda. Más bien un buscador de El Dorado, de lo imposible. Ojalá nunca te descubra, Karina, ojalá nunca te encuentre sobre un árbol, ni siquiera protegida por un dragón, como el viejo Vellocino. No dejes que te atrape, Karina.
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