– Oye, Conde, esto se parece a la película de Orson Welles que pusieron el otro día.
– No me digas, ¿viste una película? Qué bien, cualquier día hasta me dices que leíste un libro…
– Hoy sí les puedo brindar té -dijo el director y les indicó el sofá que ocupaba toda una pared del despacho.
– No, gracias -dijo el Conde.
– No, para mí tampoco -dijo Manolo.
El director movió la cabeza, como desilusionado, y arrastró su butaca hasta colocarla frente a los policías. Parecía disponerse para resistir una larga conversación y el Conde pensó otra vez que había escogido mal el lugar.
– Bueno, ¿ya saben algo?
El Conde encendió un cigarro y lamentó no haber aceptado el té. El único café que tomó al amanecer había dejado una sensación de desconsuelo en su estómago, vacío y olvidado desde que la tarde anterior devoró los restos de arroz con pollo que habían sobrevivido al apetito del Flaco Carlos. Con hambre no se puede ser buen policía, pensó y dijo:
– La investigación sigue y debo recordarle que usted todavía está en la categoría de los sospechosos. De las cinco personas que debieron de estar en casa de Lissette la noche en que la mataron, usted fue una y tenía buenos motivos para haberla matado, a pesar de su coartada.
El director se removió incómodo, como sorprendido por una señal de alarma. Miró hacia los lados, dudando de la intimidad de su oficina.
– ¿Pero por qué me dice eso, teniente? ¿No basta lo que les dijo mi mujer? -El tono era lastimero, de angustia apenas contenida, y el Conde rectificó su juicio: no, no se había equivocado de lugar.
– Por ahora vamos a decir que le creemos, director, no se preocupe. Y no nos interesa estropearle su matrimonio y su tranquilidad familiar, ni mucho menos su prestigio aquí en la escuela, después de veinte años, se lo aseguro. ¿Son quince o veinte?
– ¿Entonces qué es lo que quieren? -preguntó, obviando la precisión que le pedía el Conde y con las palmas de las manos hacia arriba, como un niño en espera del castigo.
– Además de Pupy y usted, ¿qué otro hombre tenía relaciones con Lissette?
– No, si ella…
– Oiga, director, no nos diga mentiras, por favor, que eso sí es grave, y ya no aguanto una mentira más, ni a usted ni a nadie. ¿Quiere que le recuerde algo? Ella se acostaba con Pupy para que él le regalara cosas. ¿Usted abrió alguna vez el closet de Lissette? Me imagino que sí y lo vio bien llenito, ¿verdad? ¿Quiere que le recuerde todavía otra cosa más? Ella se acostaba con usted porque eso le daba impunidad aquí en el Pre para hacer cualquier cosa. Y no me contradiga más, ¿está bien?
El director hizo el intento deslucido de emprender una protesta, pero se contuvo. Al parecer, como él mismo comentó la última vez, aquellos policías lo sabían todo. ¿Todo?
– Mire esta foto -y el Conde le entregó la cartulina con la imagen de Orlando San Juan.
– No, no lo conozco. ¿Me van a decir que éste también era novio de Lissette?
Claro que yo hablé varias veces con Lissette sobre esas cosas, la verdad. No me explicaba cómo una muchacha así, tan joven, tan bonita, y creo que revolucionaria, sí, también revolucionaria, quisiera vivir de ese modo y lo mismo estuviera conmigo que con otro cualquiera, como si no le importara… Ella estaba muy confundida. Yo casi soy un viejo ya, ¿qué le podía dar? Eso está claro: impunidad en su trabajo, como Pupy le daba un pitusa o un perfume, ¿no? Está bien, es sórdido y vergonzoso… Yo la miraba y no me la podía creer: tenía unas agallas que, bueno, que eran envidiables. ¿De dónde las sacó? Pues yo no sé. O sí lo sé: de la educación que tuvo. El padre y la madre demasiado ocupados en sus cosas y tratando de compensar la atención que no le daban con ropas y privilegios. Ella siempre estuvo sola, aprendió a vivir por sí misma. Y lo que salió de ahí fue un Frankenstein. Pero es que uno no escarmienta: yo llevo veintiséis años en esto -no quince ni veinte- y sé cómo se arman esos muñecos, porque aquí es donde empiezan a crecer. ¡Y ya he visto tantos! Son los que siempre dicen que sí, que cómo no, están dispuestos para lo que sea sin discutir nada, y todo el mundo dice, mira eso, qué actitud, aunque después no importa si hacen o no las cosas, ni siquiera interesa si las hacen bien. Lo que queda en la imagen es eso: que son ágiles, oportunos, que están siempre dispuestos y, por supuesto, sin discutir, sin pensar, sin crear problemas… Y entonces nosotros mismos decimos que son buenos muchachos, confiables y esas cosas que se dicen. Ese era el origen de Lissette, aunque ella sí pensaba y sí sabía lo que quería. Y yo de comemierda hasta me enamoré de ella… Pero es lógico, es lógico, coño, si esa chiquilla me hizo sentir como no me había sentido en mi vida, me llegó a donde no me había llegado nadie. Cómo no me iba a enamorar, eso tienen que entenderlo… Aunque fuera descubriendo cosas que me espantaban, pero me decía, bueno, esto es pasajero, déjame vivir este pedazo de vida que encontré. Sí, ella tenía relaciones con un alumno, digo uno porque no sé si había alguno más. No, no sé quién es, pero estoy casi seguro que era de los grupos de ella. Claro que no me atreví a preguntarle, al final, ¿qué derecho tenía yo sobre su vida? Me di cuenta hace como un mes, cuando me encontré en su casa una mochila de esas que ahora usan los muchachos, era verde olivo pero de camuflaje, ¿saben las que le digo? Estaba al lado de la cama de ella. Yo le pregunté, ¿Y esto, Lissette? Nada, de un alumno que se le quedó en el aula, me dijo, pero claro que era mentira, a ningún alumno se le queda una mochila así en el aula, y si se le hubiera quedado, con dejarla aquí en la secretaría estaba bien, ¿no? Pero yo no pregunté nada más, no quería. Ni podía. Y el día que la mataron, en el baño de la casa había una camisa de uniforme. Estaba húmeda y colgada de un perchero. Cuando me fui estaba allí todavía. Pero no creo que un muchacho sea capaz de hacer lo que le hicieron a ella. No, no lo creo. Ya les dije que pueden ser despreocupados, bastante haraganes para estudiar, medio barcos, como dicen ellos, pero no para llegar a eso. Pero yo no he cometido ningún delito, nadie me puede juzgar por lo que hice, me enamoré como un muchacho, peor, como un viejo, y ahora mismo daría cualquier cosa por que a Lissette no le hubiera pasado nada. Ustedes son policías, pero son hombres, ¿es que ustedes no pueden entender eso?
El Conde observó el patio, donde habían quedado, como señales de un orden obsoleto, los postes numerados para organizar la formación. En su época la hilera del fondo era la preferida, lo más lejos posible del director y su cuadrilla de discurseantes y perseguidores de cualquier intento de bigote, patilla o el más mínimo asomo del pelo sobre la oreja. A la distancia de los años, perdida hacía mucho tiempo toda la pasión, al Conde le seguía doliendo aquella tenaz represión a la que los habían sometido simplemente por querer ser jóvenes y vivir como jóvenes. Quizás el Flaco, con su espíritu de redentor de la memoria, diría de todo aquello, Pero, Conde, al carajo, quién se acuerda de eso. Él, que había olvidado otras cosas, no podía perdonar sin embargo ese acoso perverso contra lo que más había deseado en aquellos años: dejarse crecer el pelo, sentirlo posado sobre sus orejas, trabado con el cuello de la camisa, para exhibirlo en las fiestas de los sábados por la noche y poder competir en pepillancia, como todos decían, con los que habían dejado la escuela y podían, ellos sí, llevar el pelo por donde les diera la gana… Cuando entró en la universidad y al fin nadie le pidió que se pelara, el Conde adoptó sin remordimientos el peinado que todavía llevaba: bien rebajado el pelo en toda la cabeza. Pero el recuerdo de aquellas formaciones a la una de la tarde casi lo hizo sudar.
Читать дальше