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Leonardo Padura: Vientos De Cuaresma

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Leonardo Padura Vientos De Cuaresma

Vientos De Cuaresma: краткое содержание, описание и аннотация

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En los infernales días de la primavera cubana en que llegan los vientos calientes del sur, coincidiendo con la Cuaresma, al teniente Mario Conde, que acaba de conocer a Karina, una mujer bella y deslumbrante, aficionada al jazz y al saxo, le encargan una delicada investigación. Una joven profesora de química del mismo preuniversitario donde años atrás estudió el Conde ha aparecido asesinada en su apartamento, en el que aparecen además restos de marihuana. Así, al investigar la vida de la profesora, de impoluto expediente académico y político, el Conde entra en un mundo en descomposición, donde el arribismo, el tráfico de influencias, el consumo de drogas y el fraude revelan el lado oscuro de la sociedad cubana contemporánea. Paralelamente, el policía, enamorado de la bella e inesperada mujer, vive días de gloria sin imaginar el demoledor desenlace de esa historia de amor.

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– Sigue tú, yo los alcanzo -y se apartó de la procesión que continuó su avance de serpiente con sueño. El sol le hería las pupilas, venciendo la protección de los espejuelos oscuros, y el Conde buscó la sombra de un sauce llorón para sentarse en un contén de la acera. Era de los pocos oficiales que no había asistido a la ceremonia de completo uniforme y debió acomodarse mejor la pistola cuando se dejó caer sobre el pequeño muro. El silencio del cementerio era compacto y el Conde lo agradeció. Ya tenía bastante con los ruidos interiores, y se negó a escuchar el panegírico más o menos imaginable con que despedirían el duelo del capitán

Jorrín. ¿Buen padre, buen policía, buen compañero? Al cementerio no se viene a aprender esas cosas, menos cuando ya se saben. Encendió un cigarro y vio, del otro lado de la capilla, al grupo de mujeres que cambiaba las flores de una tumba y limpiaban el polvo de la losa. Parecía un acto social más que de recogimiento y el Conde recordó que le habían comentado sobre la existencia de una Milagrosa, allí en el cementerio, a la que mucha gente se acercaba para pedirle su misterioso y frecuente socorro de espíritu comprensivo y a la altura de los tiempos. Se puso de pie y avanzó hacia las mujeres. Había tres sentadas en un banco junto a la tumba y dos que continuaban empeñadas en la limpieza, barriendo ahora las hojas y la tierra traída por el viento, organizando mejor los ramos de flores en los búcaros de barro. Todas llevaban la cabeza cubierta por un pañuelo negro, como uniformadas de infatigables aldeanas gallegas, y se cruzaban informaciones sobre rumores más o menos veraces de una próxima reducción de la cuota semanal de huevos y su seguro aumento de precios. Sin pedir permiso el Conde ocupó el banco más próximo al de las mujeres y observó la tumba sobre la que había flores, velas, rosarios de cuentas negras y la foto borrosa de una mujer, protegida por un marco con cristal.

– Es la Milagrosa, ¿verdad? -preguntó el policía a la mujer más próxima a él.

– Sí, señor.

– ¿Y ustedes cuidan la tumba?

– Nos toca una vez al mes. La limpiamos, la cuidamos y le explicamos a los que vienen a pedir algo.

– Yo quiero pedir algo -dijo entonces el Conde.

Tal vez no tenía aspecto de pagador de promesas, porque la mujer, una negra sesentona con brazos de jamón blando, lo miró un instante antes de hablar.

– Ella ha dado muchos testimonios de su poder. Y algún día la Iglesia la va a reconocer como lo que es: una santa milagrosa, una criatura amada del Señor. Si usted puede traerle flores, velas, cosas así, es mejor para pedir, porque le ilumina el camino, pero en verdad lo único que hace falta es tener fe, mucha fe, y entonces pedirle ayuda a Ella y rezar alguna oración. Un Padrenuestro, un Ave María, la que más le guste a usted. Y pedir desde el corazón, con mucha fe. ¿Me entiende?

El Conde asintió y recordó a Jorrín. Ya debían de estar despidiéndolo, seguramente el Viejo, que había sido su compañero durante treinta años, hablaría de su impecable hoja de servicios a la sociedad, a la familia y a la vida. Entonces miró la tumba que estaba frente a él y trató de recordar una oración. Si iba a pedir, pediría en serio, tratando de rescatar los ripios dispersos de su fe de renegado, pero no logró pasar de los primeros versos del Padrenuestro que ahora se le confundía con fragmentos del «Padrenuestro Latinoamericano» de Benedetti, que tan popular se hizo en su época de la universidad, cuando se decretó una urgente latinoamericanización cultural y los estridentes grupos de rock se trasmutaron en cultores no menos lamentables y camaleónicos del remoto folklor andino y del altiplano, con quenas, tamboriles y ponchos incluidos, y en lugar del inglés algunos cantaron hasta en quechua y en aymar. Pero ahora lo que importaba era la fe. ¿Cuál fe? Yo soy ateo, pero tengo fe. ¿En qué? En casi nada. Demasiado pesimismo para dejar algún espacio a la fe. Pero tú me vas a ayudar, ¿no, Milagrosa? Anjá. Yo sólo te voy a pedir una cosa, pero es una cosa muy grande, y como tú haces milagros, tú me vas a ayudar, porque me hace falta un milagro del tamaño de este cementerio para conseguirlo, ¿me entiendes?… Ojalá me entendieras y me oyeras: yo quiero ser feliz. ¿Es pedir mucho? Ojalá que no, pero no te olvides de mí, Milagrosa, ¿está bien?

– Muchas gracias -le dijo a la negra cuando se puso de pie. Ella no había dejado de mirarlo y sonrió.

– Vuelva cuando quiera, señor.

– Creo que voy a volver -dijo y saludó con la mano a las mujeres, que habían cambiado el tema de los huevos por el del pollo, que seguía sin venir a la carnicería. Lo mismo de siempre: ¿el huevo o la gallina? Regresó a la avenida central del cementerio y vio, a la derecha, el grupo que regresaba del entierro. Se acomodó los espejuelos y fue en busca del auto con la esperanza de poder sentarse. Se sentía débil y ridículo y sabía que se estaba ablandando. Es como si me derritiera. Mierda de tipo. Probó con su puerta y la encontró cerrada, igual que la de Manolo. Sobre el asiento trasero vio la antena del radio. Este no confía ni en los muertos, pensó. Y pensó: ¿Me concederá el milagro?

– ¿Cómo salió la cosa?

El Greco, vestido de uniforme, los esperaba bajo el almendro plantado junto a la entrada del parqueo de la Central. Apenas esbozó un saludo cuando el Conde se acercó y le respondió.

– Sin problemas. Llegamos a su casa a las ocho, como nos dijo Manolo, llamamos a la madre, le explicamos que era una investigación de rutina por lo de Orlando San Juan, y luego lo llamamos a él, que todavía estaba durmiendo. El registro de la gente de Cicerón no dio nada, Conde.

– ¿Qué te pareció él?

– Tiene la boca un poco dura, protestó al principio, pero creo que es pura fachada.

– ¿Le dijeron algo más?

– No, más nada. Crespo lo tiene allá arriba en tu cubículo. Ya todo está preparado como nos dijeron.

– Arriba, Manolo -dijo entonces y entraron en el edificio, prácticamente vacío a aquella hora habitualmente agitada. Encontraron el elevador detenido en el vestíbulo y con las puertas abiertas. ¿Ya empezaron los milagros?, se preguntó el Conde y oprimió el botón de su piso. Cuando salieron al corredor, el sargento Manuel Palacios respiró hasta llenarse los pulmones, como un clavadista que se dispone al salto.

– ¿Empezamos?

– Métele mano -dijo el Conde y lo siguió.

Manolo abrió la puerta del cubículo donde estaban sentados Lázaro San Juan y el calvo Crespo. Crespo se puso de pie y saludó a Manolo, con cierta marcialidad.

– Tráelo, Crespo -pidió el sargento.

El Conde, todavía en el corredor, vio salir al muchacho. Lo habían esposado y llevaba las manos al frente.

– Quítele las esposas -ordenó a Crespo y observó el rostro de Lázaro San Juan; aunque no guardaba ningún parecido con Lando el Ruso, tenían cierto aire de familia: la mirada como perdida y la boca, casi recta y sin labios. Aquel muchacho aparentaba más edad que los dieciocho años recién cumplidos. Su cuerpo tenía una estructura ósea firme y adulta, cubierta de músculos bien desarrollados. Algunos granos en la cara delataban su juventud, pero ni siquiera aquellos puntos rojos de acné opacaban su gracia masculina. Llevaba el pelo peinado al medio y no parecía asustado. Lissette era de las que, con el mismo apetito, comía bueno y comía malo, porque así comía dos veces. Aquel muchacho debía de ser su manjar favorito, pensó el Conde. Mala digestión.

Avanzaron como una torpe procesión por el pasillo y subieron al elevador. Marcaron el próximo piso y salieron a un corredor similar, pero franqueado por puertas de aluminio y cristal. Atravesaron dos puertas y abrieron una de madera, para penetrar en un pequeñísimo cubículo que permanecía en penumbras. En un costado la habitación tenía una cortina. Manolo le indicó a Lázaro la única silla que había en el local y el joven se sentó. Entonces Crespo encendió la luz.

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