– Nos vemos, Manolo.
– ¿No quieres que te lleve para la casa?
– No, deja, últimamente me están gustando las guaguas llenas.
No se sentía dispuesto a realizar disquisiciones climáticas cuando salió al vestíbulo principal de la Central, pero lo removió la luz del sol que penetraba aviesamente por los altos cristales de la fachada, y el Conde, para marcar distancias y estados de ánimo, buscó sus espejuelos oscuros. Afuera había dejado de soplar el viento de Cuaresma, agotadas tal vez sus existencias para ese año, y una tarde esplendorosa de marzo lo recibió con su cielo despejado y su brillantez perfecta de temporada primaveral de postales para turistas fugitivos del frío. Era en verdad una tarde ideal para estar junto al mar, muy cerca de la casa de madera y tejas que alguna vez el Conde había soñado tener. Habría aprovechado la mañana para escribir -claro, una historia simple y conmovedora sobre la amistad y el amor- y ahora, con los cordeles bien cebados en el mar, esperaría a que la suerte pusiera en su anzuelo un lindo pescado para la comida de esa noche. En una roca cercana, que se asomaba a la playa como una mano extendida, una mujer dorada de tanto sol leía las páginas que él había escrito ese día. Con ella haría el amor en la ducha, al anochecer, mientras que el olor del pescado que se cocinaba en el horno invadía el espacio de aquel sueño recurrente. Tal vez en la noche, mientras él leía una novela de Hemingway o un cuento intachable de Salinger, ella tocaría su saxofón, para dar algún sonido triste a tanta felicidad acumulada.
El Fiat polaco está allí, agazapado junto al contén, como un pequeño dinosaurio, y el Conde comprueba que sus cuatro gomas descansan repletas de aire. La puerta de la casa sigue cerrada y el Conde avanza hacia ella a través del breve jardín de marpacíficos y crotos deshojados por tantos días de viento. La aldaba de hierro, labrado como la lengua colgante de un león de ojos astigmáticos, levanta un sonido profundo que corre despavorido hacia el interior de la casa. Guarda sus espejuelos, acomoda el revólver contra la cintura del jean y desea intensamente que exista una justificación. Cualquier justificación, porque él está dispuesto a aceptarla, y sin preguntar. A estas alturas ha aprendido -y puede practicarlo en la realidad más objetiva- que los excesos de dignidad son impulsos dañinos: prefiere otorgar, perdonar, hasta prometer el olvido para obtener el mínimo espacio que necesita. ¿Por qué no dejó pasar de largo la petulancia de Fabricio? A veces le parece mezquino, pero sabe que al final se acostumbrará.
Karina abre la puerta y no luce sorprendida. Incluso intenta sonreír y abre una brecha que él no se atreve a franquear. Lleva el short del día que se conocieron y una camiseta de hombre, sin mangas, que al Conde le parece atrevida. Las bocamangas caen vencidas y dejan ver el instante preciso en que el pecho comienza a ascender por la colina de los senos. Hace muy poco se ha lavado el pelo, que cae blando, oscuro y húmedo sobre sus hombros. Le gusta demasiado esta mujer.
– Entra, te estaba esperando -le dice y se aparta. Cierra la puerta y le indica uno de los sillones de madera y rejilla que ocupan la boca del corredor que conduce hacia el fondo de la casa.
– ¿Estás sola?
– Sí, llegué hace un rato. ¿Cómo te va con tu caso?
– Creo que bien: descubrí que un muchacho de dieciocho años fumaba marihuana y mató a una muchacha de veinticuatro que también se drogaba y tenía varios novios.
– Es terrible, ¿no?
– No creas, los he tenido peores. ¿Qué te pasó ayer? -pregunta al fin y la mira a los ojos. Estaba de guardia. Mucho trabajo. Me ingresaron en un hospital. Estuve presa, por culpa de un policía. Cualquier justificación, por Dios.
– Nada -responde ella-. Recibí una llamada por teléfono.
El Conde trata de entender: sólo una llamada. Pero no entiende.
– No entiendo. Habíamos quedado…
– Una llamada de mi marido -dice y el Conde vuelve a pensar que no entiende. La palabra marido suena sencillamente absurda y mal ubicada en aquella conversación. ¿Un marido? ¿Un marido de Karina?
– ¿Qué me quieres decir?
– Que esta noche regresa mi marido. Es médico, está en Nicaragua. Suspendieron su contrato y adelanta el regreso. Eso es lo que te quiero decir, Mario. Me llamó ayer por la mañana.
El Conde busca un cigarro en el bolsillo de la camisa, pero desiste. En realidad no quiere fumar. -¿Cómo es posible, Karina?
– Mario, no me hagas más difíciles las cosas. No sé por qué empecé esta locura contigo. Me sentía sola, me caíste bien, me hacía falta acostarme con un hombre, entiende eso, pero escogí el peor hombre del mundo.
– ¿Soy el peor?
– Te enamoras, Mario -dice ella y se acomoda el pelo tras las orejas. Así, con el short y la camiseta, parece un muchacho afeminado. De ella siempre se volvería a enamorar.
– ¿Y entonces?
– Entonces vuelvo a mi casa y a mi esposo, Mario, no puedo hacer otra cosa, ni quiero hacerla. Me encantó haberte conocido, no lo lamento, pero es imposible.
El Conde se niega a entender lo que está entendiendo. ¿Una puta? Piensa que es un error, y no encuentra la lógica de la posible equivocación. Karina no es para él: concluye. Dulcinea no aparece porque no existe. Pura mitología.
– Te entiendo -dice al fin y ahora sí siente verdaderos deseos de fumar. Deja caer el fósforo en una maceta sembrada con malangas de corazón rojo.
– Yo sé cómo te sientes, Mario, pero todo fue así, de improviso. No debí haberte conocido.
– Creo que sí, que debimos habernos conocido, pero en otro tiempo, en otro lugar, en otra vida: porque igual me hubiera enamorado de ti. Llámame alguna vez -dice y se pone de pie. Le faltan fuerzas y argumentos para luchar contra lo irrebatible y sabe que ya está derrotado. Piensa que no hay más remedio que acostumbrarse al fracaso.
– No pienses mal de mí, Mario -dice ella, también de
pie.
– ¿Te importa lo que yo piense?
– Sí, sí me importa. Creo que es verdad, debimos encontrarnos en otra vida.
– Lástima de equivocación. Pero no te preocupes, yo siempre estoy equivocado -dice y abre la puerta. El sol se pierde detrás de la antigua escuela de los maristas de La
Víbora y el Conde siente que puede llorar. Últimamente vive con frecuentes deseos de llorar. Mira a Karina y se pregunta: ¿por qué? La toma por los hombros, le acaricia el cabello pesado y húmedo y la besa suavemente en los labios-. Avísame cuando tengas que cambiar una goma. Es mi especialidad.
Y avanza por el portal hacia el jardín. Está seguro de que ella lo va a llamar ahora, le va a decir que al carajo con todo, se queda con él, adora a los policías tristes, siempre tocará el saxofón para él, sólo tiene que decir play it again , serán aves nocturnas, devoradores de amor y de lujuria, la siente que corre hacia él con los brazos abiertos y una dulce música de fondo, pero cada paso hacia la calle hunde un poco más el cuchillo que desangra velozmente la última esperanza. Cuando pisa la acera es un hombre solo. Qué mierda, ¿no?, piensa. Ni siquiera hay música.
El Flaco Carlos movía la cabeza. Se negaba a aceptar.
– No jodas, salvaje. Hace una pila de años que no voy al estadio y tú tienes que ir conmigo. ¿Te acuerdas cuando íbamos antes? Sí, sí, tú fuiste el día que el Conejo cumplió los dieciséis años y lo celebró con nosotros en el estadio fumándose dieciséis cigarros. El vómito de croquetas rasca-cielo y refresco de líquido de freno que soltó en la guagua parecía lava de volcán, por mi madre. Echaba humo, así…
– Y sonrió.
El Conde también sonrió. Observó los affiches decolorados por el tiempo que durante tantos años había visto casi cada día de su vida. Eran el testimonio de una crisis antibeatleriana del Flaco, convertido a la religión de Mick Jagger y los Rolling Stones, de la que se recuperaría para volver al nido seguro del Rubber Soul y Abbey Road y entablar otra vez con el Conde la insoluble disputa entre la genialidad de Lennon o la de McCartney. El Flaco era del equipo de McCartney y El Conde militaba en las filas del difunto Lennon, Strawberry Fields era demasiada canción para no admitir aquella supremacía del más poeta de los Beatles.
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