Leonardo Padura - Vientos De Cuaresma

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En los infernales días de la primavera cubana en que llegan los vientos calientes del sur, coincidiendo con la Cuaresma, al teniente Mario Conde, que acaba de conocer a Karina, una mujer bella y deslumbrante, aficionada al jazz y al saxo, le encargan una delicada investigación. Una joven profesora de química del mismo preuniversitario donde años atrás estudió el Conde ha aparecido asesinada en su apartamento, en el que aparecen además restos de marihuana. Así, al investigar la vida de la profesora, de impoluto expediente académico y político, el Conde entra en un mundo en descomposición, donde el arribismo, el tráfico de influencias, el consumo de drogas y el fraude revelan el lado oscuro de la sociedad cubana contemporánea. Paralelamente, el policía, enamorado de la bella e inesperada mujer, vive días de gloria sin imaginar el demoledor desenlace de esa historia de amor.

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– Pero no tengo ganas, bestia. Lo que quiero es tirarme en la cama, taparme la cabeza y despertarme dentro de diez años.

– ¿Rip Van Winkle con este calor? ¿Y dentro de diez años qué? Ibas a estar más flaco que el carajo y a seguir en las mismas y te ibas a perder diez campeonatos, cientos de botellas de ron y hasta alguna mujer que toque el cello. ¿De verdad prefieres el saxo al cello? Lo más jodido es que me iba a aburrir muchísimo hasta que te despertaras.

– ¿Me estás consolando?

– No, no, me estoy preparando para cagarme en tu estampa si sigues en esa bobería. Vamos a comer, que ahorita llegan el Conejo y Andrés. Me gusta que vayamos los cuatro solos al estadio, eso es cosa de hombres, ¿no?

Y otra vez el Conde sintió que había perdido hasta los deseos de pelear, y se dejó arrastrar hacia el refugio de los amigos, que quizás fuera el único lugar seguro que le quedaba en aquella guerra que parecía empeñada en derribar todas sus defensas y parapetos.

– Hoy no estaba inspirada -advirtió Josefina cuando se sentaron a la mesa-. Además, nada más que tenía un pollo, y así no se me ocurría nada. Pero me acordé de que mi prima Estefanía, que había estudiado en Francia, me dio un día la receta del pollo frito a lo Villeroi y dije, vamos a ver cómo queda.

– ¿A lo cuánto? ¿Cómo se hace eso, José?

– No, si es muy fácil, por eso lo hice. Descuarticé el pollo y le eché una naranja agria y dos dientes de ajo, y lo dejé adobarse. Pero tiene que ser un pollo grande, la verdad. Entonces lo doré con media libra de mantequilla y rodajas de dos cebollas. Dicen que una cebolla, pero yo le puse dos, y me estaba acordando del cuento de los cochinos que van al restaurant. Ustedes se lo saben, ¿verdad? Bueno, ya dorado se le echa una taza de vino seco y se le riega la sal y la pimienta. Entonces se pone a ablandar. Cuando está frío se deshuesa. Y ahí empieza la historia: tú sabes que los franceses lo hacen todo con salsa, ¿no? Esta lleva mantequilla, leche, sal, pimienta y harina. Entonces se pone en la candela hasta que se hace una crema doble, bien espesa, pero sin un solo grumito, ¿sabes? Ahí viene más vino seco y jugo de limón. La mitad de esa crema se pone en una fuente honda y la otra mitad se le echa por arriba al pollo y se deja enfriar hasta que se endurece, ¿no? Entonces se empanizan los pedazos de pollo y ya: acabo de freídos en manteca caliente. Es comida para seis franceses, pero con tragones como ustedes… ¿Me van a dejar algo?

El olor del pollo a la Villeroi prometía placeres olvidados. Cuando el Conde probó la primera masa, estuvo a punto de reconciliarse con la vida: la sensación de que su paladar renacía con sabores inéditos y contundentes le despertó una ilusión de que algo se recomponía dentro de él.

– ¿Y a qué hora viene a buscarnos esta gente? -le preguntó al Flaco al abordar la segunda porción de pollo, ya acompañada por el arroz blanco, los plátanos verdes a puñetazos y el arcoiris primaveral de la ensalada de lechuga, tomate y zanahoria aderezadas con mayonesa casera.

– No sé, a las siete y pico. Ya deben de estar al caer.

– Lástima que no haya un vino blanco -se lamentó Josefina y abandonó un momento los cubiertos-. Oye, Condesito, tú sabes que también eres mi hijo, y por eso te voy a decir esto: yo sabía la historia de Karina, que estaba casada y eso. Lo averigüé, enseguida aquí en el barrio. Pero pensé que no tenía derecho a meterme en eso. A lo mejor me equivoqué y debí decírtelo.

El Conde terminó de tragar y sirvió agua en su vaso.

– Me alegro de que no me lo hayas dicho, José. ¿Quieres que te diga la verdad? Aunque la cosa haya terminado así, vale la pena por los tres días que pasé con ella.

– Menos mal -dijo la mujer y recuperó los cubiertos-. No quedó tan mal el pollo, ¿verdad?

La escenografía redescubierta del estadio era un llamado a los recuerdos. La hierba verde brillando bajo las luces azulosas y la grama rojiza, recién peinada para el inicio del juego, arman un contraste de colores que es patrimonio exclusivo de los terrenos de pelota. Andrés, al frente, caminaba por el pasillo buscando el palco que le habían resuelto para esa noche. Detrás, el Conejo abría espacio para la silla de ruedas que el Conde conducía con habilidad adquirida a lo largo de diez años. «Permiso, caballeros», decía el Conejo, que trataba a la vez de mirar el calentamiento del pitcher del Habana, junto al dogout de la izquierda. En la pizarra lumínica ya estaban anotadas las alineaciones y el murmullo que como una cascada bajaba de las graderías era una promesa de buen espectáculo: orientales y habaneros iban a dirimir otra vez, como si fuera un juego, una disputa histórica que se inició, tal vez, el día en que la capital de la colonia fue transferida de Santiago a La Habana, más de cuatrocientos años atrás.

El palco conseguido a través de un paciente de Andrés que trabajaba en el INDER resultó una de las preferencias más codiciadas: al borde mismo del terreno, entre el home y el banco de tercera base. El Conde, sentado junto al Flaco, observó el terreno marrón y verde, las graderías repletas, los colores de los uniformes, azules y blancos unos, rojos y negros los otros, y recordó que alguna vez, como Andrés, quiso echar su vida en aquellas extensiones simbólicas, donde el movimiento de la diminuta estructura de una pelota era como el flujo de la vida, impredecible pero necesario para que el juego continuara. Siempre le gustó la soledad del jardín central, la amplitud de sus espacios, la responsabilidad de recibir contra la piel del guante la masa sólida de la pelota, el asombro intelectual provocado por la capacidad instintiva que lo hacía correr en busca de aquella bola blanca en el preciso instante en que salía del bate y apenas había iniciado su caprichoso recorrido. Aquéllos eran los olores, los colores, las sensaciones, las habilidades de una pertenencia posible a un lugar y a un tiempo que podía recuperar con la simple acción de ver y respirar con deleite un ambiente irrepetible y profundamente incorporado a su experiencia vital, que le resultaba tan cercano como el de las vallas de gallos. La tierra, el sudor, la saliva, el cuero, la madera, el olor verde y dulce de la hierba pisoteada y, más de una vez, el sabor de la sangre, eran sensaciones asumidas y reciamente asimiladas por su memoria y sus sentidos. El Conde respiró tranquilo: algo le pertenecía, con amor y escualidez.

– Pensar que yo pudiera estar allá abajo, ¿no? -dijo Andrés, al que los otros tres, muchas veces, fueron a aplaudir por los estadios de La Habana. En una época había sido el mejor pelotero del Pre y llegar a jugar en la inmensidad de aquel terreno de lujo se convirtió en un sueño común, hasta el día en que Andrés comprobó que sus posibilidades no alcanzaban para completar la hazaña.

– Mira que hacía tiempo que no venía -comentó el Flaco, que ya no era flaco, y acarició los brazos de su silla de ruedas.

– Andrés -intervino entonces el Conejo-, si tú volvieras a nacer, ¿qué serías?

Andrés sonrió. Cuando reía, las arrugas precoces de su cara salían en manifestación tumultuosa.

– Creo que pelotero.

– ¿Y tú, Carlos?

El Flaco miró al Conejo y luego al Conde.

– No sé. Tú serías historiador, pero yo, no sé… Músico a lo mejor, pero de cabaret, de los que tocan mambo y esas cosas.

– Y tú, Conde, ¿serías policía?

El Conde miró a sus tres amigos. Aquella noche eran felices, como las treinta mil personas que en las gradas empezaban a chiflar la entrada de los árbitros al terreno.

– Ni pelotero, ni músico, ni historiador, ni escritor, ni policía: sería ampaya -dijo y sin transición se puso de pie y se volvió hacia el terreno para gritar-: Ampaya, hijoeputa, cuchillero…

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