– ¿Por eso Adelman desea asustarme para que abandone esta investigación? ¿Por una conversión de acciones?
– Supongo que el señor Adelman teme que tu investigación provoque un escándalo público acerca de asesinatos e intrigas dentro del mundo de la bolsa.
– ¿No está usted de acuerdo? -le pregunté.
– El señor Adelman ha sido amigo de esta familia desde hace muchos años, pero eso no significa que sus intereses y los míos sean siempre los mismos. Él quiere que a la Compañía de los Mares del Sur le vaya bien. Mi motivación es la justicia. Si estos intereses no pueden coexistir, yo me niego a echarme a un lado.
– Admiro su espíritu, tío -le dije, porque observé una fiera determinación en su rostro que me hacía querer servirle con entusiasmo.
– Como yo admiro el tuyo, Benjamin. Si Aaron estuviera vivo, sé que no vacilaría a la hora de encargarse él mismo de esta investigación. Ahora debes ocupar tú su lugar.
No me quedó más remedio que asentir. Yo creía que si Aaron hubiera estado vivo, se habría escondido en un armario antes de salir a las calles en busca de un asesino, pero si mi tío deseaba recordar a su hijo como un hombre valiente, no iba a ser yo quien le quitase esa imagen de la cabeza.
– Creo que quizá debamos volver sobre nuestros pasos -continuó mi tío-. El juez que se ocupó de la muerte de tu padre no hizo más que darle una severa reprimenda al cochero que atropello a Samuel. No creo que el conductor, ese tal Herbert Fenn -y aquí mi tío hizo una pausa para murmurar una maldición en hebreo-, cometiera este acto por propia voluntad. Si se trató de un asesinato, entonces el cochero estaba trabajando para alguien. No me parece que un hombre de tus agallas tenga muchas dificultades en hacerle decir a ese cochero más de lo que le conviene.
– Sí, eso ya se me había ocurrido -le dije-, y mi objetivo es encontrarle.
Mi tío me sonrió de nuevo, no tan dulcemente.
– La conversación no ha de ser agradable para él. ¿Me entiendes?
– Puede que le quite las ganas de volver a hablar nunca más.
Se reclinó en el asiento.
– Eres un buen hombre, Benjamin. Aún encontrarás tu camino.
– Supongamos -continué- que no llego a ninguna parte con este cochero. ¿Sabe, tío, de algún enemigo que pudiera haber tenido mi padre? ¿De alguien que pudiese resultar beneficiado por su muerte, o quizá que le guardase el suficiente rencor como para motivar una venganza?
Mi tío sonrió ante mi ignorancia.
– Benjamin, tu padre era un importante corredor. Toda la nación le odiaba y muchos brindaron cuando murió.
Sacudí la cabeza.
– No me intereso por los asuntos financieros, pero aun así no entiendo por qué se odiaba tanto a mi padre.
– Para muchos ingleses, éstos son tiempos muy confusos. Nuestra familia lleva ya bastantes años dedicándose a las finanzas en Holanda, pero para los ingleses es una novedad, y a muchos les parece muy peligroso, como si fuera a reemplazar la gloria del pasado con una nueva avaricia deshonrosa. Gran parte de todo esto es fantasía, naturalmente. Siempre es así cuando los hombres recuerdan el pasado y lo utilizan para condenar el presente. Pero los hay que recuerdan con nostalgia una época en la cual un rey inglés era un rey inglés, y le escogía Dios en lugar del Parlamento. De manera similar -dijo, sacando una guinea del monedero- recuerdan la época en la que el oro era oro. Su valor no dependía de nada, y todas las cosas tenían un valor que podía ser calibrado en metales preciosos. El oro y la plata, si quieres, eran el núcleo estable del valor, alrededor del cual todas las cosas trazaban sus órbitas, de forma muy parecida a como los filósofos naturales nos han descrito el funcionamiento del sol y de los planetas -me hizo una señal para que me acercase-. Bien. Echa un vistazo a esto.
Me acerqué a su mesa y me enseñó un billete de banco por valor de ciento cincuenta libras. Era del Banco de Inglaterra, y estaba a nombre de alguien que yo no conocía, pero este hombre lo había traspasado a otro caballero, que lo había firmado a nombre de un tercero, que a su vez lo había firmado a nombre de mi tío.
– ¿Qué preferirías? -me preguntó-. ¿La guinea o el billete?
– Como el billete vale más de cien veces lo que vale la guinea -contesté-, preferiría el billete, siempre que lo firmase y me lo traspasase.
– ¿Por qué hace falta que te lo firme? Si vale ciento cincuenta libras, entonces ése es su valor. ¿Cómo puede mi firma conferirle valor?
– Pero es que no son ciento cincuenta libras de la misma forma que esta moneda es una guinea. Este billete no es más que la mera promesa de pagar ciento cincuenta libras. No es negociable, y como está firmada a su nombre, es una promesa para pagarle a usted. Si me lo traspasa a mí, entonces la promesa está hecha a mí. Sin firma, sería muy difícil que los que prometen accediesen a pagarla.
– Ahí tienes el problema -explicó mi tío-. Porque el dinero en Inglaterra está siendo sustituido por la promesa de dinero. Los que hacemos negocios hemos valorado durante mucho tiempo los billetes bancarios y el papel moneda, porque permiten transferir grandes sumas con facilidad y relativa seguridad. Han permitido el florecimiento del comercio internacional que vemos hoy. Sin embargo, para muchos hombres hay algo muy inquietante en la sustitución del valor con la promesa del valor.
– No veo por qué esto crea inquietud. Si yo soy el comerciante y puedo comprar lo que quiera con ese billete, o si puedo convertirlo fácilmente en oro, ¿dónde está el perjuicio?
– El perjuicio -dijo mi tío- está en las personas a quienes este sistema convierte en poderosas. Si el valor ya no lo confiere el oro, los hombres que hacen promesas tienen el poder último, ¿no? Si el dinero y el oro son uno y lo mismo, el oro define el valor, pero si el dinero y el papel son lo mismo, entonces el valor no está basado en nada en absoluto.
– Pero si damos valor al papel y con él podemos comprar lo que necesitamos, se convierte entonces en algo tan bueno como la plata.
– ¿Pero no eres capaz de imaginar, Benjamin, cómo asustan estas cosas a los hombres? Ya no saben dónde está el valor ni cómo concebir su propia riqueza, cuando ésta varía de una hora para otra. Esconder tu oro bajo el suelo de tu casa es cosa de lunáticos hoy en día, porque dejar que el metal se oxide cuando podría estar generando más metal es perder dinero. Pero jugar en bolsa es arriesgarse también, y muchas fortunas se han creado y se han perdido especulando con los valores. La especulación no podría tener lugar, entiéndeme, si no hubiera corredores como él, pero incluso aquellos que se han enriquecido enormemente en el mercado se dan la vuelta y miran a los hombres como tu padre con odio y con desprecio: porque los corredores como Samuel se han convertido en símbolos de estos cambios que tanto inquietan a la gente. Los que han perdido dinero, como imaginarás, odian aún más a los corredores. Existe la idea de que las finanzas no son más que un juego, cuyas reglas y conclusión han sido preestablecidas por unos hombres que operan en secreto. Estos hombres se benefician de la suerte o de la falta de suerte de los demás, y no pueden perder porque ellos mismos dictan los valores del mercado. Eso, en cualquier caso, es lo que se piensa.
– Absurdo -dije-. ¿Cómo podrían los que compran y venden acciones dictar su valor?
– Primero tienes que entender que para que los corredores hagan dinero, los precios de los valores han de fluctuar. De otro modo no se puede comprar y vender con beneficios.
– Si los precios de los Bonos del Estado son fijos -pregunté-, ¿por qué fluctúan los precios?
Mi tío sonrió.
– Porque el precio se fija con dinero, y hay veces que el dinero vale más y otras que vale menos. Si la cosecha ha sido mala y la comida escasea, con un chelín compras menos que si hay comida en abundancia. La amenaza de una guerra o de una hambruna, o la promesa de una ganancia o de la paz, todo ello afecta al precio de los valores.
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