Puso la copa sobre la mesa, casi derramándola al hacerlo. Lamentaba haber hecho una pregunta tan incómoda, pero después de todo, era ella quien había sacado el tema, y era importante conocer las razones de Adelman.
– Yo misma me he buscado que me haga esta pregunta, así que debo contestarla de buena gana, supongo.
Alcé la mano.
– Si quiere aplazar la respuesta, no voy a presionarla en absoluto.
– Es usted demasiado amable, pero contestaré. Aaron, como sabe, era un agente de su tío, no su socio. Cuando murió, era dueño de muy poco, realmente sólo de lo que le había sido adjudicado por mis padres en el momento de nuestro enlace. Y gran parte de ese dinero había sido invertido en el negocio en el que estaba involucrado Aaron, un negocio que terminó en desastre, como sabe. Yo, por mí misma, soy dueña de una fortuna muy pequeña, y debo mucho a la generosidad de su tío.
Sentí algo cáustico en su último comentario, pero no creí que éste fuera un tema en el que yo debiera meterme más profundamente de lo que lo había hecho ya.
– ¿Así que mi tío le ha ofrecido una dote a Adelman en caso de casarse con usted? -pregunté.
– No ha dicho tal cosa -explicó Miriam-, pero no puedo menos de especular que es así. Su tío vería el adquirir tamaña influencia sobre Adelman como una inversión. ¿Es cierto que su padre no le incluyó en su testamento? -preguntó de repente, en un tono de voz menos serio, como si el tema de la conversación hubiera derivado hacia la música o las comedias.
Mi primer instinto fue agitar la mano para demostrar mi falta de interés, pero sabía que tal gesto no sería más que fachada, y una fachada que no quería erigir ante esta mujer. De modo que asentí.
– No siento ningún rencor. De hecho, lo considero una gentileza, porque si me hubiera dejado una fortuna de cualquier envergadura, la culpa que sentiría ante mi negligencia para con él sería sin duda más de lo que podría soportar.
Miriam guardó silencio, no porque me juzgara severamente, sino porque no sabía qué decir, me parece. Intenté desviar la conversación hacia un tema menos incómodo.
– ¿Y qué hay del señor Sarmento?
Su rostro reveló lo que yo interpreté como asombro.
– Es usted un hombre muy listo, primo, por haberse dado cuenta de las atenciones del señor Sarmento. Sí, él también me pretende.
– A veces es difícil distinguir si no pretenderá a lo mejor al señor Adelman.
Ella asintió seria.
– Sí, por eso me sorprende que usted notase su interés. El señor Sarmento le ha expresado a mi tío cierto interés, pero está mucho más preocupado por atender a asuntos de negocios que a asuntos de naturaleza doméstica. Francamente, el señor Sarmento es más inquietante y repulsivo que Adelman. Está gobernado por su propio interés, y creo que es una criatura falsa. Adelman también lo es, pero al menos está involucrado en la política cortesana, y es menester ser falso en ese ambiente, creo yo. ¿Qué disculpa tiene el señor Sarmento para espiar por ahí como un roedor? Con franqueza, imagino que desea ocupar el lugar de Aaron en el corazón del señor Lienzo, de manera que en ese sentido es su rival, primo, tanto como el del señor Adelman.
Decidí ignorar esa pulla.
– ¿Tiene suficiente para lograr este casamiento?
– A su familia no le va mal. Le ofrecerían lo necesario para establecerse por su cuenta, me parece, una vez que comenzasen las negociaciones matrimoniales. Pero su familia se beneficiaría mucho más que la de usted.
– ¿Y qué opinión le merece a mi tío este roedor?
– Piensa que es un hombre capaz en el almacén, que mantiene el negocio de mi padre en orden, y que, si Sarmento decidiera establecerse por su cuenta, sería difícil reemplazarle. No creo que este sentimiento sea equivalente al deseo de mirarle a la cara en la mesa del desayuno durante el resto de su vida.
– Es una labor compleja la de colocar a la viuda de un hijo en el mercado matrimonial, supongo.
– Sí que lo es -convino Miriam con sequedad.
– ¿Y en quién se ha fijado usted, si me permite la pregunta?
– En usted, primo, evidentemente -respondió; las palabras surgían instantáneamente de su boca.
Sospecho que se arrepintió de su frivolidad al momento de pronunciarlas, y hubo un periodo de silencio que nos confundió profundamente, durante el cual ni hablé ni respiré. Miriam dejó escapar una risa nerviosa, sospechando quizá que se había tomado demasiada libertad.
– ¿Presumo demasiado? Quizá debiéramos pasar dos o tres tardes como ésta antes de poder ser frívola con usted con impunidad. Me pondré seria, pues. No me fijo en nadie. Estoy segura de que no estoy preparada aún para convertirme en propiedad de otro hombre. Tengo pocas libertades ahora mismo, y no sé si quiero sacrificar las que tengo. Quizá deseo más libertades, y creo que las conseguiré antes aquí que en casa de otro hombre.
No dije nada por un momento, ya que sentía el rostro caliente aún por la revelación inesperada del placer que me proporcionaba su compañía. Pasó un rato antes de que pudiera finalmente abrir la boca para hablar, pero me interrumpió la llegada de mis tíos, que entraron alegremente en la habitación, se sirvieron vino, y nos contaron historias de su juventud en Amsterdam.
Llegó el ocaso y con él el final del sábbat. Después de la cena me retiré con mi tío a su despacho, donde por fin nos pusimos a conversar acerca del estado de las finanzas de mi padre en el momento de su muerte. Al igual que la oficina privada de mi tío en el almacén, esta habitación estaba también empapelada con libros mayores y mapas, pero aquí guardaba también historias, libros de viajes, e incluso algunas memorias; todo, sospechaba yo, relevante a la hora de comprender los lugares con los que comerciaba. Las paredes de la habitación que no estaban cubiertas de estanterías presentaban un confuso desorden de mapas y grabados recortados de los periódicos o arrancados de panfletos baratos. Casi todo el espacio disponible de la pared estaba cubierto; trozos de grabados y de xilografías se montaban unos sobre otros. Algunos eran retratos de hombres importantes, como el Rey, o de escenas de la vida doméstica, o del comercio, o de un barco sobre el mar. Era un despliegue mareante, pero al tío Miguel le complacía la infinita variedad de imágenes.
Estaba sentado tras el escritorio, y yo arrimé una silla para no perderme ni una sola de sus palabras. Supongo que como retomar el contacto con mi tío había sido tan difícil, y como él había retrasado la reunión en veinticuatro horas, creía que tendría cosas que decir que me resultarían tremendamente esclarecedoras.
– El problema no es que los registros que realizaba tu padre sean inadecuados -comenzó mi tío-. Sus registros son copiosos. Sencillamente organizaba la información de manera inadecuada. Sabía dónde estaba todo, pero no lo sabía nadie más. Sería una labor de meses, quizá de años, organizar sus papeles y luego compararlo todo con las acciones que tenía en su poder en el momento de su muerte.
– Así que no hay manera de saber si sus valores estaban desordenados, como dice Balfour que estaban los de su padre.
– Me temo que no. Por lo menos no directamente. Pero estaba involucrado en algo curioso poco antes de su muerte, y fue por esta razón por la que empezó a resultarme sospechoso este accidente. Tu padre tenía un verdadero don para los valores, ¿sabes? Casi una habilidad profética para predecir sus subidas y bajadas. Le gustaba hablar conmigo de bolsa, de cuánto valía este o aquel valor en el mercado actual. Creo que quizá yo era el único hombre con quien podía hablar sin temer que actuase prematuramente conforme a sus consejos, produciendo así un movimiento inesperado en el mercado. Entonces, poco antes de morir, se volvió silencioso, y cambiaba de tema cuando yo le preguntaba sobre lo que estaba trabajando. Sé que se reunió varias veces con el señor Balfour, pero Samuel nunca me habló de sus negocios juntos. Que ambos murieran con sólo un día de diferencia… creo que comprenderás por qué sospecho.
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