David Liss - Una conspiración de papel

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En Una conspiración de papel, Benjamin Weaver se enfrenta a un crimen relacionado con la muerte de su padre, un especulador que se movía como pez en el agua en la Bolsa de Londres. Para hallar respuestas el protagonista deberá escarbar en su pasado y contactar con parientes lejanos que le reprochan su distanciamiento de la fe judia. Poco a poco, Weaver descubre a una peligrosa red de especuladores formada por hombres poderosos del mundo de las finanzas. David Liss elabora con maestría una complicada trama, una hábil combinación de novela histórica y de misterio.

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– Debía de estar aterrorizado -dijo en voz baja.

– Aterrorizado, sí. Pero extrañamente liberado. Me sentía como si llevase toda la vida esperando ese momento, el momento en el cual no volvería a casa. Y de súbito había llegado. Decidí tomar el dinero que quedaba y lanzarme por mi cuenta. Para ocultarle mi paradero adopté el nombre de Weaver. Hasta pasados varios meses no descubrí que podía ganarme el pan -a veces apenas y de vez en cuando con creces- haciendo lo que más me gustaba: pelear. En ocasiones imaginaba que podría ahorrar y volver a él con la cantidad que me había llevado, pero siempre retrasaba el proyecto. Me había acostumbrado a mi nueva libertad, y temía que esa misma libertad me hubiera marcado para siempre. En mi cabeza ya había vuelto y había sido repudiado, de manera que en mi corazón sentía que se me había tratado injustamente y que tenía la obligación moral de mantenerme alejado. Imagino que parte de mí supo siempre que ésta era una idea falsa, una mera excusa, ya que nunca me gustó doblegarme a las leyes de nuestro pueblo.

No me dijo nada pero de pronto sus ojos se clavaron en los míos. Había pronunciado las palabras que ella nunca se había atrevido a decir en voz alta.

– Estando solo, podía comer lo que quisiera, trabajar cuando quisiera, vestirme como quisiera, pasar el rato con quien yo quisiera. Dejé que un error de juventud creciese, y mi fallo se convirtió, en mi pensamiento, en la respuesta apropiada al tratamiento duro y despiadado recibido de manos de un padre injusto. Y así me convencí a mí mismo hasta que recibí la noticia de su muerte.

Miriam se quedó mirando su copa de vino, temerosa quizá de mirarme a mí.

– Pero se mantuvo alejado incluso entonces.

Había intentado mantenerme distante mientras contaba la historia; me la había contado a mí mismo tantas veces que debería haber sido capaz de volver a contarla sin siquiera detenerme a pensar en ella. Aun así me sentía profundamente entristecido; condición que intenté rectificar terminándome el vino que quedaba en la copa.

– Sí. Incluso entonces me mantuve alejado. Es difícil cambiar un hábito que dura más de una década. Siempre creí, Miriam, que mi padre era un hombre cuya falta de amabilidad era antinatural. Pero es extraño. Ahora que hace más de diez años que no le veo, ahora que nunca volveré a verle, me pregunto si no sería yo quien fue el mal hijo.

– Envidio su libertad -me dijo, deseosa de cambiar de tema y pasar a otro que me pusiese menos meditabundo-. Ir y venir como le venga en gana. Puede comer cualquier cosa, hablar con cualquiera, ir a cualquier sitio. ¿Ha comido cerdo? ¿Y marisco? -sonaba de pronto como una niña excitada.

– No son más que comidas -le dije, intrigado por mi necesidad de disminuir la emoción que yo había sentido ante la libertad de comer las viandas que nuestra ley prohibía-. ¿Qué importancia tiene un tipo u otro de carne o de pescado? ¿Qué importancia tiene el modo de prepararlo? Estas cosas sólo apetecen porque están prohibidas, sólo encantan por la seducción del pecado.

– ¿Así que a los ingleses no les gustan las ostras por su sabor? -me preguntó escéptica.

Me reí, porque me gustaban las ostras.

– No estoy seguro de haber querido decir eso -contesté-, pero ahora le toca a usted responder a mis preguntas. Comencemos por su pretendiente, el señor Adelman. ¿Qué opina de él?

– No es tanto mi pretendiente como el pretendiente del dinero de su tío -me dijo-. Y además es un poco viejo. ¿Por qué le interesa mi opinión de Adelman?

Mi orgullo no me permitía expresarle la profundidad de mi interés, aunque desde luego estaba encantado de que Adelman no fuera un rival.

– Compartí carroza con él anoche, y digamos que su conversación me resultó algo inquietante. Me pareció un hombre taimado.

Miriam asintió.

– Está muy involucrado en política, y muchos periódicos tienen muy mala opinión de él -me explicó, con las mejillas coloradas de orgullo por saber estas cosas, habitualmente privilegio de los hombres.

Me pregunté qué pensaba mi tío, a quien agradaba tan poco que ella pudiese conocer los entretenimientos sociales, que ella leyera la prensa política.

– Gran parte del odio dirigido contra nuestra gente -continuó-, que según usted está tan presente en los círculos selectos, nace en no poca medida de la desconfianza que suscita la influencia de Adelman sobre el Príncipe y los ministros. Ésa es razón suficiente, en mi opinión, para no tener nada que ver con él. No me gustaría mucho estar atada de por vida a un villano público, ya sea culpable o no.

El atrevimiento de su forma de expresarse me cautivó por completo. Comprendía lo que significaba casarse con un hombre como Adelman, y yo no podía menos de aplaudir su deseo de no participar en ello.

– Y sin embargo mi tío parece permitir este cortejo. ¿Quiere él verla casada con Adelman?

– Ése es un tema sobre el que se muestra ambiguo. Sólo puedo imaginar que la idea de que la viuda de su hijo se case con otro hombre, el que fuere, me parece a mí, no debe agradarle demasiado. A pesar de ello, una conexión tan cercana con un hombre del rango del señor Adelman puede resultar un motivo muy poderoso, pero el señor Lienzo aún tiene que convencerme a mí de las bondades de Adelman.

– Aún tiene que… -repetí sus palabras-. ¿Cree que aún puede?

– Creo que los sentimientos de su tío hacia su hijo es seguro que sucumbirán en el futuro al deseo de crear un vínculo más estrecho con Adelman.

– ¿Y qué hará usted si intenta forzar su consentimiento? -pregunté despacio.

– Buscaré protección en otro lugar -dijo, fingiendo una ligereza que percibí que no sentía.

Me pareció raro que Miriam no dijera nada de establecer su propia casa; que creyese que sus únicas opciones fueran la protección de un hombre u otro. Pero no encontraba la forma de incidir en este punto sin ofenderla, de modo que proseguí en otra dirección.

– Dice que quiere el dinero de mi tío, pero sin duda él es un hombre enormemente rico.

– Cierto, pero eso no significa que no ansíe más riqueza. La creencia de que uno no tiene nunca dinero de sobra es, según me dicen, uno de los requisitos previos de todo hombre de negocios de éxito. Y él envejece y desea una esposa. Para él una buena esposa debe aportarle dinero, pero sospecho que también debe ser judía.

– ¿Por qué? Estoy seguro de que un hombre de su poder podría casarse con cualquiera de entre un buen número de mujeres cristianas, si así lo quisiera. Este tipo de uniones no es tan insólito, y la poca conversación que he tenido con Adelman me sugiere que no siente ningún apego hacia su propia raza.

– Creo que tiene razón -Miriam apretó los labios y se encogió de hombros-. Supongo que podría casarse con una dama cristiana, pero no sería inteligente para un hombre de su posición.

Asentí.

– Claro. Sus enemigos le temen como una fuerza conquistadora del poder judío. Si se casara con una cristiana su inhabilidad para… contenerse, quizá, sería percibida como una amenaza.

– También creo que le gustaría convertirse a la Iglesia anglicana. No porque tenga inclinación religiosa alguna hacia esa fe, sino porque le resultaría más fácil hacer negocios. Pero Adelman reconoce también, supongo, la animadversión que esta jugada le procuraría en ambas comunidades. De manera que me echa el ojo a mí, una judía que le llega con dote y sin ataduras a las antiguas tradiciones.

Pensé en el análisis de Miriam por un momento.

– Si me permite hacerle una pregunta algo indiscreta, ¿puedo saber algo más acerca del deseo de Adelman de adquirir la riqueza de mi tío? ¿No sería la riqueza de usted la que adquiriese al casarse?

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