– Lienzo -dijo, siseando como un gato-, ¡me ha arruinado!
Todos guardamos silencio. Yo esperé a que mi padre se levantara escandalizado por sus modales, pero se mantuvo inmóvil, con la vista fija sobre el plato, evitando el contacto, con los ojos del hombre como si mirarle pudiera dar pie a cualquier clase de violencia.
– Puede usted hablar conmigo en mi lugar de trabajo mañana por la mañana, señor Bloathwait -dijo al fin. Hablaba en voz baja y temblorosa. El sudor, reflejado en la luz naranja de la chimenea, le brillaba sobre el rostro.
Bloathwait separó las piernas un poco como para mantener el equilibrio frente a un asalto.
– No comprendo por qué no he de destrozar su tranquilidad doméstica cuando usted ha arruinado por completo la mía. Es usted un bellaco y un ladrón, Lienzo. Exijo una restitución.
– Si cree usted que ha sido engañado, puede presentar su problema ante un tribunal -replicó mi padre con fortaleza poco característica. Había una grieta en su voz que daba fe de su miedo, pero respondió a la desesperación del momento con una especie de noble resignación-. De otro modo, debe usted considerarse una víctima de la cambiante naturaleza de los valores. Todos sufrimos de vez en cuando los caprichos de la Dama Fortuna: no hay forma de evitarlo. Creo que un hombre nunca debe invertir más de lo que puede permitirse perder.
– Mi enemiga no ha sido la Fortuna. Mi enemigo ha sido usted, señor -dijo, señalando a mi padre con su gran bastón-. Fue usted quien me animó a invertir mi fortuna en esos valores.
– Señor Bloathwait, si desea que discutamos el asunto, puede usted venir a verme en la Bolsa, pero deseo ahorrarle la indignidad de salir escoltado por mis criados.
Bloathwait torció la boca como para hablar, pero de pronto se le puso floja, como una bota de vino vacía. Bajó el bastón y dio un golpecito en el suelo. Luego extendió la diminuta boca para mostrarnos una sonrisa. Digo que nos la mostró a nosotros porque estaba dirigida a José y a mí tanto como a mi padre.
– Creo, señor Lienzo, que voy a esperar a que usted venga a buscarme a mí -se inclinó rápida y formalmente, y luego se marchó.
Si ése hubiera sido el final del suceso, supongo que lo habría olvidado. Pero no terminó ahí. Apenas unos días después, cuando volvía a casa del colegio, vi al señor Bloathwait en la calle. Al principio no le reconocí, y seguí caminando, encontrándome con una figura enorme justo enfrente de mí, hundido en la nieve hasta las pantorrillas, el gran abrigo negro aleteando a su espalda. Me miró fijamente, con los ojillos negros hundidos en una cara que a mí me parecía una vasta expansión de piel interrumpida por ojos diminutos, una nariz como un capullo, y un mero corte por boca. Los golpes secos de viento le habían enrojecido la cara, y la peluca le ondeaba al aire como un estandarte militar. Llevaba ropa sombría -porque Bloathwait era un Disidente- y los de su secta habían aprendido de sus antecesores, los Puritanos, a utilizar su vestuario para expresar su desprecio de la vanidad. En el caso de Bloathwait, sin embargo, estos colores oscuros despedían más señales de amenaza que de piedad.
Hice amago de salir a la calle, para cruzar y así evitarle, pero un coche de caballos frenó y no tuve oportunidad. De manera que seguí caminando, incluso entonces pensando tontamente que utilizaría la baladronada, si la suerte no se ponía de mi lado. Quizá si me limitaba a seguir andando y no le hacía caso, el incidente pasaría.
Pero no iba a ser así. Bloathwait alargó el brazo y me agarró por la muñeca. Me agarraba con fuerza, pero sin estrategia. Yo comprendí que, como adulto, no estaba acostumbrado a agarrar a la gente por la muñeca, y yo, como niño con un hermano mayor, sabía perfectamente cómo zafarme de una agarrada tan torpe. Por un momento me quedé quieto, sin saber si debía liberarme y salir corriendo o escuchar lo que este hombre, que, después de todo, era una persona mayor, tenía que decir. Me asustaba, sí, pero reconocí en su ira hacia mi padre una coincidencia entre él y yo, como si él hubiera encontrado un modo de ponerle voz a mis propias ideas y experiencias. Por esta razón deseaba saber más acerca de él, pero puesto que me había hecho reconocer a mi padre de un modo en que antes jamás lo había hecho, también deseaba huir.
– Déjeme ir -dije, intentando sonar meramente irritado.
– Te dejaré ir, por supuesto -respondió-. Pero quiero que le digas a tu padre una cosa de mi parte.
No contesté, y él se lo tomó como una aceptación.
– Dile a tu padre que quiero que me devuelva mi dinero, o tan seguro como que estoy aquí de pie que os dejaré a ti y a tu hermano conocer mi indignación.
Yo me negaba a mostrarle que estaba asustado, aunque había muchas cosas en su aspecto que asustarían a un chico de mi edad.
– Le comprendo -le dije, alzando la barbilla-. Déjeme ir ahora.
El viento soplaba nieve fresca sobre su rostro, y a mí me pareció ver algo vil incluso en el gesto despreocupado con que se la secaba.
– Tienes más coraje que tu padre, chico -me dijo con una sonrisa que extendió su boca diminuta.
Me soltó la muñeca y se me quedó mirando. Yo, negándome a echar a correr, me di media vuelta y me fui caminando a casa despacio, donde esperé en silencio a que mi padre regresara de la calle de la Bolsa. No fue hasta tarde, bien pasada la puesta del sol, cuando le vi, y envié a uno de los criados a pedirle audiencia. Él se negó hasta que envié al criado de vuelta, a decirle que era de la mayor importancia. Creo que mi padre debió de reconocer que raramente le pedía pasar tiempo con él, y que nunca se lo había pedido dos veces si me lo negaba la primera vez.
Una vez que me hubo admitido en su despacho, le conté con voz tranquila mi encuentro con Bloathwait. Él me escuchó, intentando que su rostro no diese muestra alguna de emoción, pero lo que vi en él me asustó más que las vagas amenazas de un hombre gordo y, pomposo como Bloathwait. Mi padre tenía miedo, pero tenía miedo porque no sabía qué hacer, no porque temiese por mi seguridad.
Yo quería mantener este encuentro en secreto, ocultárselo incluso a José, pero al fin, más tarde aquella misma noche, se lo conté y, para mi horror, me reveló que él había tenido un encuentro prácticamente idéntico. Desde ese momento en adelante, Bloathwait se convirtió para nosotros en un ser más terrorífico que cualquier trasgo o cualquier bruja de los que se usan para asustar a los niños. Le veíamos con regularidad, al salir de la escuela, en la calle, en el mercado. Nos sonreía maliciosamente, a veces como con hambre, como si no fuéramos más que bocados que quisiera devorar, y a veces como si se estuviera divirtiendo con nosotros, como si todos fuéramos víctimas de la misma ironía del destino, como si fuéramos todos camaradas y socios en este trance.
En una época yo creí que estos encuentros habían durado meses, quizá años, aunque cuando fui mayor, José insistía en que sólo se prolongaron durante una semana o dos. Supongo que debía de tener razón, porque un hombre adulto no puede pasarse gran parte de su vida persiguiendo a los niños para asustar a su padre, y yo no tenía ningún recuerdo de Bloathwait en el que no estuviera cubierto de nieve o con la cara enrojecida de frío. Incluso ahora, de adulto, habiendo visto muchas más cosas de Bloathwait que podrían asustarme más de lo que nunca me asustó él de niño, cuando pienso en él le veo todavía con su gran abrigo, una masa negra en el blanco invierno.
Pero el terror de Bloathwait al fin terminó. Guando llevaba algún tiempo sin verle, pregunté a mi padre por él, pero él se limitó a golpear la mesa con el puño gritándome que no volviera a pronunciar ese nombre nunca más.
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