Había caminado sólo unos pocos minutos cuando oí pasos tras de mí. Quien me estuviera siguiendo lo hacía con habilidad, porque imitaba mi ritmo con precisión, logrando que sus pisadas fueran casi imposibles de distinguir de las mías. Imaginé que sería un atracador que venía del río y había encontrado con alegría una presa fácil por estas calles. Mantuve el paso regular, para que no se diese cuenta de que le había oído, pero aferré la empuñadura de mi espada, resuelto a estar preparado para él con mi hierro. Pensé en sacar la pistola, pero no deseaba llenar de plomo a otro faltrero, y tenía la esperanza de que podría defenderme sin necesidad de matar a mi asaltante. Ciertamente no era demasiado optimista creer que la visión de un hombre valiente empuñando un arma sería suficiente para ponerle fin al asunto. La ciudad, según este faltrero debía de saber, estaba indudablemente repleta de presas más fáciles.
Seguí caminando, y él aún me seguía los pasos. La bruma empezó a convertirse en lluvia, y se levantó un fuerte viento del río. Noté que temblaba ligeramente al caminar, y me oía el corazón como si lo tuviera detrás de los oídos, de igual manera que oía las pisadas rítmicas de mi perseguidor. No podía adivinar cuándo atacaría, pero me pareció raro que esperase tanto tiempo. Estábamos solos, y ningún atracador podía soñar con circunstancias más favorables. Lo cierto es que no ganaba nada esperando, pero siguió caminando tras de mí. Pensé que podía darme la vuelta y retarle a forzar el asunto y terminar con el conflicto, pero me convencí a mí mismo de que podría llegar al Strand, y ponerme a salvo, sin arriesgarme a una pelea. Me hubiera encantado enfrentarme a un bellaco de esta calaña en un combate entre iguales, pero no conocía su armamento. Podía tener varias pistolas apuntándome, y si le asustaba, sólo lograría mi propia destrucción. Quizá, pensé, era nuevo en el oficio y no comprendía cuán ideales eran estas condiciones. Si tal era el caso, podía seguir caminando hasta encontrar compañía, y el asunto habría terminado sin enfrentamientos ni violencia.
Por fin vi un carruaje que se aproximaba, avanzando a toda prisa hacia a mí. No podía imaginar adónde iba a semejante velocidad, porque la calle no llevaba a ninguna parte a la que uno pudiera necesitar llegar con rapidez. A pesar de su ritmo alocado, estaba seguro de que si le hacía una señal al cochero, se detendría y me permitiría montar aunque fuera hasta un lugar mejor iluminado en los alrededores, donde poder conseguir mi propio transporte. Temía que no me viera en la oscuridad, de manera que me coloqué en la carretera, y saqué la espada, con la esperanza de que la poca luz que había se reflejase en el filo y así emitiera una señal de peligro.
Agité los brazos al acercarse el carruaje, pero no aminoró la marcha. De hecho, me fui dando cuenta conforme se acercaba de que los caballos no iban a pasar de largo, sino por encima de mí, de manera que di unos cuantos pasos atrás, y seguí agitando los brazos. Al cambiar de sitio, los caballos variaron también de dirección, y no me quedó más remedio que llegar a la conclusión de que aquel loco quería arrollarme. Espero que mi lector no me crea un cobarde, pero en un instante me embargó el terror, porque creía con toda el alma que eran el mismo carruaje y el mismo cochero que habían atropellado a mi padre. Ese terror nacía no sólo del miedo que sentía ahora por mi propia vida, aunque indudablemente ésa no era una sensación menor, sino por el reconocimiento de la enormidad de aquello a lo que me enfrentaba. Yo pretendía saber lo que le había ocurrido a mi padre, y ahora su destino podía perfectamente ser el mío. Había una serie de fuerzas actuando que yo no alcanzaba a comprender, y como no podía comprenderlas, sentí que no podía defenderme.
Caminé hacia atrás un poco más, para alejarme de la carretera, donde el cochero asesino no se atrevería a llevar a sus caballos más que arriesgando su propia vida. Pero descubrí una dificultad que no me había detenido a considerar: que el carruaje y el ladrón estaban compinchados, ya que el ladrón había logrado deslizarse hasta mi lado y, aprovechándose de la sorpresa, me agarró con fuerza por los hombros, girando mi cuerpo bruscamente antes de tirarme al suelo. Al caer, el carruaje pasó por mi lado a una velocidad temible, los caballos relinchando con un siniestro placer, o así sonaban. Mi atracador no perdió tiempo en levantarse y empuñar su propia espada contra mi persona, confundida y postrada.
– Pensaba decir «la bolsa o la vida» -me dijo con una sonrisa malvada reflejada incluso a la escasa luz-, pero en su caso, con la bolsa será suficiente.
No podía distinguir sus facciones claramente en la oscuridad, pero era una criatura fornida, de aspecto rudo que, por su grosor, podía haberse defendido con dignidad en una pelea honesta. Ahora que llevaba ventaja, me concentré en encontrar fórmulas para librarme de estar a su merced.
– Llevo poco dinero encima -le confesé honestamente, esperando prolongar el conflicto para revertir su obvia ventaja-. Si me deja regresar a mis habitaciones, le pagaré por sus molestias.
Incluso en la oscuridad pude verle reír.
– Está bien -me dijo con un cerrado acento del campo-. Pero mi negocio es algo más serio que el robo. Esperaba conseguir un poquito más.
Intentó clavarme la espada en el corazón, cosa que sin duda habría logrado de no haber levantado yo una pierna y, con la pesada bota, darle duro en sus partes masculinas. Es doloroso recibir un golpe de esa clase; lo sé por experiencia, pero un hombre que pelea en el cuadrilátero ha de aprender a no hacer caso de un dolor que, aunque distrae mucho, rara vez pasa a mayores. Este canalla no había aprendido nunca esa lección. Dejó escapar un aullido, se echó hacia atrás dando tropiezos y dejó caer el arma para poder sujetarse desesperadamente la carne dolorida.
Recogí rápidamente tanto su arma como la mía, pero no tenía prisa en atravesarle. Anduve deprisa hasta él mientras permanecía agachado, agarrándose la entrepierna. Pude ver que no estaba vestido tan pobremente como el faltrero habitual, pero no pude ver los detalles específicos de su vestimenta, ni los de su cara.
– Dime quién te envía -jadeé, con la respiración muy alterada por la aventura. Di otro paso al frente.
Oí el chacoloteo de las herraduras y el chirrido de las ruedas, y supe que volvía el carruaje. Me quedaba poco tiempo.
Él gemía. Se agarraba la zona dolorida. No decía nada. Pensé que debía captar su atención, y hacerlo rápido, así que le di otra patada, esta vez en la cara. Salió despedido de espaldas hacia la carretera y dio duro en el suelo con el trasero. Oí un gemido y luego una raspadura en la garganta al intentar coger aire.
– ¿Quién te envía? -pregunté de nuevo. Esperaba que mi voz le trasladase la urgencia de la pregunta.
Pensé que si mi golpe a su parte más tierna había dejado al ladrón tan impedido, con el segundo le habría dominado por completo, pero no resultó ser ése el caso.
– Bésame el culo, judío -me dijo, y después, cogiendo aire audiblemente para reunir fuerzas, corrió tras el carruaje. Corría despacio y torpemente, pero corría de todas maneras, y se mantuvo justo fuera de mi alcance cuando saltó, o quizá deba decir que se lanzó a la parte trasera del coche cuando éste giraba hacia el Strand. Di un paso atrás para que el carruaje no me amenazase, aunque no creía que fuera a hacerlo de nuevo. Se fue a toda prisa, dejándome a mí en pie e ileso, aunque confuso y fatigado.
En momentos como ése, uno desea alguna clase de resolución dramática, como si la vida fuera una mera comedia. No sabría decir qué me resultaba más desconcertante, si el ataque que había recibido sobre mi persona o el hecho de que, una vez concluido el ataque, simplemente siguiera caminando hacia el Strand. Y en el silencio de la noche casi podía creer que el asalto no había sido más que una fantasía de mi mente.
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