David Liss - Una conspiración de papel

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En Una conspiración de papel, Benjamin Weaver se enfrenta a un crimen relacionado con la muerte de su padre, un especulador que se movía como pez en el agua en la Bolsa de Londres. Para hallar respuestas el protagonista deberá escarbar en su pasado y contactar con parientes lejanos que le reprochan su distanciamiento de la fe judia. Poco a poco, Weaver descubre a una peligrosa red de especuladores formada por hombres poderosos del mundo de las finanzas. David Liss elabora con maestría una complicada trama, una hábil combinación de novela histórica y de misterio.

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Sir Robert se tapó la boca para toser y se dirigió a mí.

– No es mi intención insultar a su gente. Supongo que existen razones, razones históricas, que explican por qué son ustedes como son. Los Papas nunca permitieron a los miembros de la Iglesia Romana practicar la usura -les explicó a los demás, creyendo quizá que yo conocía todos los aspectos de la fe cristiana relacionados con los judíos-. Y por tanto los judíos se hicieron con el negocio encantados. Ahora, Weaver, su raza parece manchada por ese negocio. Y aquí está su gente, dedicándose a las finanzas en este país. Uno se pregunta si no están intentando ustedes arrebatarnos la nación misma. ¿Debemos decirle adiós a Gran Bretaña y darle la bienvenida a Nueva Judea? ¿Convertirán la catedral de Saint Paul en una sinagoga? ¿Veremos circuncisiones públicas en las calles?

– ¡Por Dios, Bobby! -exclamó Sir Owen-. Me sonrojan sus intolerantes palabras.

– Espero de todo corazón que el señor Weaver no se sienta insultado -dijo Sir Robert-, pero tenemos tan pocas oportunidades de comunicarnos con los judíos como caballeros. Me parece que tenemos mucho que aprender los unos de los otros en estas circunstancias. Si el señor Weaver puede librarme de mis prejuicios, no sólo estaré dispuesto a escucharle, sino agradecido de que me levante la venda de los ojos.

Intenté sonreír cortésmente, ya que no tenía nada que ganar dejando que aquel hombre me viera enfadado, y me consolaba en cierta medida el desprecio que sus opiniones despertaban en sus compañeros.

– Siento que tengo poco que decir -comencé-, porque no puedo pretender ser un experto ni en judíos ni en asuntos monetarios. Pero puedo asegurarle que los dos términos no son sinónimos.

– Nadie debería decir que lo son -intervino Sir Robert-. Creo que sólo queremos que nos aclaren algunos puntos oscuros acerca de lo que los judíos quieren de este país. Después de todo, éste es un país protestante. Si eso no fuera importante para nosotros no habríamos importado un rey alemán; nos hubiéramos conformado con un tirano papista. Y nuestros ciudadanos de la fe romana entienden que su situación es precaria, pero a menudo me da la sensación de que ustedes los judíos no entienden eso, siempre queriendo obtener dispensas especiales de prestar juramento al asumir un cargo y demás. Es como si quisieran convertirse en ingleses. Y pese a lo que nuestros amigos del norte de Gran Bretaña piensen, ser inglés no es simplemente un asunto circunscrito a cómo uno vista o hable.

– Me temo que tengo que estar de acuerdo en esto con Sir Robert -me dijo Lord Thornbridge-, porque aunque no les echo en cara a los extranjeros sus costumbres o sus hábitos, sí que me dan que pensar sus hermanos judíos, que vienen a asentarse en esta nación, que desean permanecer separados de nosotros, y sin embargo exigen un tratamiento especial. Conozco un número considerable de hombres cuyos antepasados eran franceses u holandeses pero que, después de una o dos generaciones, se han convertido en uno más de la familia inglesa. No estoy seguro de que las cosas sean así con su gente, Weaver.

– Es cierto -apuntó Sir Robert-. Suponga que el corredor de bolsa Isaac, después de ganar una fortuna en la calle de la Bolsa gracias a la mala fortuna de un caballero cristiano honesto, decide llevarse sus cien mil libras al campo y convertirse en el hacendado Isaac. Se compra un terreno, con las rentas construye y ¡hala!, se encuentra en posición de proporcionarle sustento a un clérigo. ¿Va un judío a nombrar a un cura de la Iglesia anglicana, o debemos esperar que los buenos ciudadanos del condado de Somerset sigan las enseñanzas de un rabino? Cuando el hacendado Isaac, que debe marcar la ley en su propiedad, se haga cargo de dirimir las disputas entre sus arrendatarios, ¿se guiará por la ley de Inglaterra o por la ley de Moisés?

– Ésas son preguntas para las que no tengo respuesta -le dije, manteniendo la voz calmada-. No puedo hablar en nombre de su hacendado Isaac, porque no existe tal criatura. Y según mi experiencia, más que intentar conseguir todo lo que podamos de nuestra nación anfitriona, buscamos vivir en paz y en gratitud.

– Ahí tienen -dijo Sir Owen alegremente-. Posee usted los honorables sentimientos de un hombre honorable. Y yo puedo poner la mano en el fuego por el honor del señor Weaver.

– En efecto -dijo Sir Robert-, puede que el señor Weaver no sea el exponente perfecto de su gente. ¿Recordará, supongo, la historia de Edmund West? -el otro hombre asintió, así que Sir Robert se dirigió a mí y me explicó-: West era un comerciante de éxito que decidió especular en bolsa. Se empecinó en la idea de retirarse cubierto de oro, ya sabe, como tantos otros hombres. Su fortuna ascendió tanto que podría fácilmente haberse retirado del negocio de la bolsa, pero no quiso dejarlo hasta no tener cien mil libras en el bolsillo. Así que, con unas ochenta mil libras quizá, hizo algunas inversiones con judíos y observó con horror cómo su fortuna disminuía en un tercio. Estos judíos olieron su pánico y se aprovecharon de él. Pronto esta cantidad se vio reducida a la mitad y luego de nuevo a la mitad hasta que terminó por tener menos que nada. Y si duda usted de la veracidad de esta historia -Sir Robert me miró fijamente-, puede ir a visitar al señor West usted mismo entre los lunáticos de Bedlam: sus pérdidas le trastornaron del todo la cabeza.

Aunque gran parte de mi trabajo requería que soportase los insultos de caballeros, encontré que mi paciencia estaba prácticamente agotada con este grupo en particular. También me enfadaba que Sir Owen permitiese que se me atacase con estas calumnias sin intentar mayor defensa que una fútil risotada. Por un momento pensé en ofrecerles mis disculpas y marcharme, para enseñarle a este bufón que un judío es tan capaz de indignarse y de responder a una ofensa como el que más. Y sin embargo, algo me retuvo, porque rara vez había tenido la oportunidad de conversar largamente y con franqueza con un hombre de la relevancia de Sir Robert, y me preguntaba qué podía aprender de aquella conversación. De modo que decidí tragarme mi orgullo por el momento y decidir cómo darle la vuelta a la conversación para que me favoreciese.

– Todos los inversores se arriesgan a perder sus fortunas en la bolsa -contesté al fin-. No puedo creer que haya que culpar a la deshonestidad de los judíos. Que un hombre venda a otro con la esperanza de sacar beneficio no convierte al vendedor en un villano -dije, repitiendo con confianza las palabras de mi tío.

– Creo que estoy de acuerdo -dijo Home-. Culpar a los judíos de la corrupción de la calle de la Bolsa es más o menos como culpar al soldado de la violencia de una batalla. Los hombres compran y venden en el mercado de valores. Algunos hacen dinero y otros lo pierden, y algunos de estos hombres son judíos, pero creo que usted sabe tan bien como yo, Sir Robert, que la mayoría no lo son.

– Muchos, sin embargo -añadió Lord Thornbridge-, son extranjeros, y ahí Sir Robert tiene razones para estar preocupado. Creo -dijo, volviéndose a su amigo- que es usted demasiado víctima de los prejuicios populares al culpar a los hijos de Abraham exclusivamente, pero ellos sin duda están ahí, igual que hombres de otras muchas naciones, y un colectivo de ingleses que no le guardan lealtad a ninguna nación, que venderían al país en acciones si pudieran.

Sir Robert asintió solemnemente.

– Habla usted ahora como un hombre con sentido común -dijo, sacudiendo las manos animadamente-, pero la verdadera villanía de todo esto es lo que le está pasando a nuestro país. Cuando los hombres empiezan a intercambiar cosas de verdadero valor por todo ese papel, se convierten en mujeres caprichosas y excitadas. Los valores masculinos y rudos de los antiguos se dejan de lado y se adopta la frivolidad. Estos bonos, loterías y dividendos están llevando a nuestro país a una deuda imposible de pagar, porque nos importa un rábano el futuro. Se lo digo yo, esta especulación judía destruirá el Reino.

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