– Desde mi punto de vista -intervino Lord Thornbridge-, es mucho más pernicioso el efecto que el papel moneda produce sobre los elementos inferiores. ¿Por qué tendrá un hombre que ganarse el pan de cada día trabajando si un billete de lotería le transporta a la riqueza inmediata? Al final me temo que los corredores de bolsa -se dirigió a Sir Robert-, y me refiero a los corredores de bolsa que responden a los nombres de John y de Richard tanto como a los Abraham y a los Isaac, amenazan con sustituir a la cuna y a la alcurnia por el dinero como medida de calidad.
Aquí vi mi oportunidad.
– Me pregunto, señor, si los judíos o quien sea tienen necesidad de planear la desaparición de aquellos que con tanta eficacia se destruyen a sí mismos. No deseo hablar mal de los muertos, pero sólo necesito recordarles al señor Michael Balfour, a quien le arruinó, no el trabajo de los intrigantes, sino su propia avaricia.
Sir Robert me miró fijamente. Sir Owen, Home y Lord Thornbridge intercambiaron miradas. ¿Me había pasado de la raya? ¿Había sido Balfour quizá miembro de este club? Sentí un temblor de remordimiento, como si fuera culpable de algún faux pas, pero pronto recordé las indignidades que estos hombres me habían echado encima, esperando que sonriese como un simio mientras recibía sus insultos.
Por fin, como era de esperar, fue Sir Robert quien habló.
– Está claro que a Balfour lo mataron los judíos, Weaver. Ciertamente, me asombra que usted siquiera mencione su nombre.
Abrí la boca para hablar, pero Sir Owen, que no sufría de la sorpresa y la excitación que sentía yo, habló primero.
– ¿En qué sentido, señor? Todo Londres sabe que Balfour acabó con su propia vida.
– Cierto -asintió Sir Robert-. ¿Pero podemos dudar de que hubiera una influencia rabínica detrás de todo esto? Balfour tenía un vínculo con un judío, ese corredor de bolsa que murió al día siguiente.
– Creo que está usted equivocado -dijo Home-. Yo oí que el hijo de Balfour se encargó de que al judío lo atropellasen para vengar la muerte de su padre.
– Tonterías -Sir Robert sacudió la cabeza-. El hijo de Balfour sería capaz de ayudar a los judíos a arrancarle la silla de debajo de los pies para que su padre se ahorcase mejor, pero no cabe duda de que el judío estuvo involucrado.
Miré a mi alrededor con cuidado por ver si alguien me estaba observando. Estaba razonablemente seguro de que nadie conocía la identidad de mi padre, pero también pensé que de alguna manera podían estar sometiéndome a examen. Imaginaba que era mejor no decir nada, pero luego se me ocurrió que no tenía nada que perder si suspendía el examen.
– ¿Por qué no existe duda de que había judíos involucrados? -pregunté.
Aparte de Sir Robert, que me observaba con mudo asombro, los otros simplemente se mostraron avergonzados y se inspeccionaron los zapatos. Me sentía abochornado e incómodo, y su propio apuro no hacía nada por aliviarme, pero no me quedaba otra opción que insistir con mis averiguaciones. Sir Robert no esquivó mi mirada.
– Realmente, Weaver, si desea usted no sentirse insultado no debería hacer este tipo de preguntas. El asunto no le concierne.
– Pero tengo curiosidad -dije-. ¿Cómo está relacionada la muerte de Balfour con los judíos?
– Bueno -dijo Sir Robert despacio-, era amigo de ese agente judío, como le dije. Y se dice que planeaban algo.
– Yo también he oído eso -intervino Home-. Reuniones secretas y demás. Este judío y Balfour estaban sin lugar a dudas involucrados en algo para lo que resultó que no estaban preparados.
– Balfour se enredó con estos… -Sir Robert agitó una mano en el aire- estos diablos, estos corredores de bolsa, y pagó el precio. Yo sólo espero que los demás aprendan de él. Y ahora, si me disculpan.
Sir Robert se levantó abruptamente y Thornbridge, Home, Sir Owen y yo le seguimos instintivamente. El barón caminó hacia el centro de la habitación con sus amigos, dejándome de pie, solo, con todas las miradas puestas en mí, durante uno o dos minutos agudamente embarazosos. Después, con una amplia sonrisa de lado a lado de la cara, Sir Owen se me acercó paseándose.
– Debo pedirle disculpas en nombre de Bobby. Pensé que le recibiría mejor. En realidad no quiere decir nada. Es posible que estuviera un poquito achispado.
Admito que no fui tan prolijo al expresarle que no tenía importancia como hubiera sido preciso, de obedecer más a los dictados de la cortesía que a los del sentimiento. Me limité a agradecerle a Sir Owen que me hubiese invitado, y me despedí.
Me sentí lleno de alivio al salir por fin del edificio. Con el deseo de evitar el disgusto que supondría cualquier posible ataque a mi persona, le pedí al lacayo que me consiguiese un carruaje, y me fui a casa de un humor espantoso.
Al día siguiente, tras un desayuno apresurado de pan basto y queso de Cheshire, regado con una jarra de cerveza suave, me dirigí a toda prisa a casa de Elias. Aunque era ya media mañana encontré a mi amigo aún dormido. Esto era bastante habitual. Como muchos hombres que se consideran más bendecidos por los dioses del ingenio que por los del dinero, Elias a menudo se pasaba durmiendo varios días en las épocas en las que se veía obligado a evitar la consciencia de su propia hambre y de su pobreza.
Esperé mientras la casera, la señora Henry, le despertaba, y me consideré honrado de que se apresurara a vestirse con toda celeridad.
– Weaver -me dijo, bajando deprisa la escalera y metiendo todavía un brazo por la manga de la chaqueta con encajes azul oscuro, que hacía juego a la perfección con el chaleco azul y amarillo que llevaba debajo. Aunque anduviera escaso de fondos, Elias era dueño de unos trajes muy elegantes. Se esforzó en terminar de vestirse, pasándose de una mano a otra un grueso paquete de papeles atados con un lazo verde-. Qué maravilla verte. Has estado ocupado, ¿verdad?
– Este asunto de Balfour consume toda mi atención. ¿Tienes tiempo de discutirlo?
Me miró con preocupación.
– Pareces cansado -me dijo-. Me temo que no has estado durmiendo lo suficiente. ¿Quiere que le sangre un poco para refrescarle, caballero?
– Un día voy a dejar que me sangres sólo por el placer de sorprenderte -me reí-. Es decir, dejaré que me sangres sólo si creo que de paso no me matarás.
Elias puso cara de fastidio.
– Es un misterio que los judíos hayáis sobrevivido. En vuestras creencias médicas sois como los indios salvajes. ¿Cuando alguno de vuestra tribu enferma, llamáis al médico, o al chamán, vestido con una piel de oso?
La ocurrencia de Elias me hizo reír.
– Me encantaría saber en qué manera los escoceses, que andáis pintados de azul y medio desnudos por las Tierras Altas, sois más civilizados que los autores de las escrituras, pero esperaba que tuvieras tiempo de hablar conmigo del asunto Balfour. Y me gustaría mucho que conversásemos acerca de todo este corretaje de bolsa y demás, del que creo que algo sabes.
– Por supuesto. Y tengo mucho que contarte. Pero si lo que quieres es hablar de la Bolsa, no se me ocurre un sitio mejor que el Jonathan's Coffeehouse, el corazón mismo y el alma de la calle de la Bolsa. Sólo hace falta que te agencies un carruaje para que nos lleve hasta allí, y luego dejaré que me invites a comer algo. O mejor aún, ¿por qué no incluimos la expedición en la cuenta de Balfour?
No iba a cobrarle ningún gasto a Balfour. Por lo que me había contado Adelman, iba a tener suerte si recibía algo de él, pero no quería apagar el entusiasmo de Elias. Sentí en el bolsillo el tintineo de la plata, fruto de la amabilidad de Sir Owen, y me pareció muy bien invitar a mi amigo a comer en pago a sus buenos consejos.
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