Miré a Elias.
– Llama tú a la puerta -le dije-. Tienes más posibilidades de ganarte su confianza.
Pensé que mi ocurrencia lo irritaría, pero se limitó a reír.
– ¡Por fin he encontrado algo que asusta a Benjamín Weaver -exclamó- y tal vez una forma de recuperar tu buena disposición hacia mí!
Elias llamó y al instante sus esfuerzos obtuvieron respuesta: se abrió la puerta para mostrar a una criatura con atuendo de criada… solo que no era propiamente una criada. Teníamos delante a un hombre, y no precisamente enclenque, vestido de mujer y tocado con una peluca que se adornaba en su parte superior con un delicado sombrerito. Aquello ya era bastante absurdo pero, además, las mejillas del hombre mostraban una barba incipiente y, aunque saludaba y se comportaba con toda seriedad, el efecto era a la vez cómico y grotesco.
– ¿Puedo ayudaros, caballeros? -preguntó la «criada» con voz de falsete pero no atiplada en realidad. Para mí estaba claro que aquel hombre no deseaba convencer a nadie de que era una mujer. Por encima de todo quería mostrarse como un hombre disfrazado de mujer, lo cual hacía de él un ser condenadamente curioso e inquietante.
Elias carraspeó.
– Sí -dijo-. Buscamos a un hombre que se hace llamar Teaser.
– ¿Tenéis algún asunto con él, entonces? -preguntó el hombre, deponiendo parcialmente su falsete. Eso me permitió observar que su acento era barriobajero, una especie de dialecto rural que, si no me engañaba, procedía de la zona de Hockley in the Hole. Eso me sorprendió, porque siempre había pensado que la sodomía era un pecado propio de ricos decadentes y allí tenía, en cambio, a un hombre de clase muy humilde; me pregunté, por ello, si sus inclinaciones homosexuales serían cosa de la naturaleza o una opción que hubiera elegido por necesidad. Pero después cruzó por mi mente un pensamiento más negro: el de que aquel pobre individuo estuviera allí retenido contra su voluntad. Y me prometí a mí mismo que estaría alerta por si descubría indicios de tales horrores.
Di un paso adelante.
– Nuestro negocio es cosa nuestra. Os ruego que le informéis de que tiene visita, y nosotros responderemos a lo que desee.
– Me temo que no puedo hacer eso, señor. Tal vez podríais dejar vuestra tarjeta y el señor Teaser, si existe tal persona, se pondrá en contacto con vos si lo desea.
Me fijé en que el criado no había negado al principio la presencia del llamado Teaser, pero ahora ponía en duda hasta su existencia.
– Él no sabrá quiénes somos, pero el negocio que traemos es de la máxima urgencia. No pretendo molestaros a vos ni a vuestros… vuestros amigos, pero tengo que hablar con él de inmediato. -Le tendí mi tarjeta.
– Esta no es vuestra casa y vos no dais órdenes aquí. Dejaré vuestra tarjeta lo queráis o no, pero salid de aquí porque no tengo nada más que deciros.
De haber sido un sirviente varón, yo hubiera resuelto el asunto empujándolo y abriéndome paso. Pero la verdad es que no me apetecía nada tocar a un individuo como aquel, así que continué dependiendo de las palabras.
– No me marcharé. Podéis dejarnos entrar por propia voluntad o intentar detenernos. La elección es vuestra, señor.
– Llamadme señora , os lo ruego -dijo.
– No me importa cómo queráis llamaros, pero haceos a un lado.
En aquel momento apareció otro personaje en la puerta: esta vez una mujer en cuerpo y también en alma. Era una mujer rolliza, de edad madura, con grandes ojos azules que irradiaban indulgencia y bondad. Vestía con sencillez, aunque con prendas de calidad y tenía todo el aspecto de una respetable y generosa matrona.
– ¡Largo de aquí! No estoy para más palabrería piadosa de hipócritas como vos. Id a decírsela al diablo, porque tenéis más en común con él que con nosotros.
La diatriba me dejó un momento sin saber cómo reaccionar. Afortunadamente, Elias, siempre diplomático, saludó con una inclinación de cabeza y tomó la iniciativa.
– Veréis, señora… Como hemos intentado explicar a vuestro criado, no queremos causar ningún daño, pero tenemos que tratar con el señor Teaser un asunto urgente. Permitidme que os diga que es muy probable que no hayáis tenido aquí jamás dos caballeros menos proclives a enredaros en palabrería piadosa. Mi socio es judío, y yo soy un libertino…, con inclinación hacia las mujeres, entendedme.
La mujer miró ahora la tarjeta que le había dado al sirviente, y después me miró a mí.
– Vos sois Benjamín Weaver, el cazarrecompensas…
A pesar de mi malestar, le ofrecí una reverencia.
– El hombre por el que preguntáis no ha hecho nada malo -siguió-.Jamás hubiera pensado que caerías tan bajo como para intentar ganaros la vida persiguiendo a homosexuales…
– Me entendéis mal, señora -la tranquilicé-. Mi negocio con ese caballero es obtener información acerca de un conocido suyo. No tengo ningún interés en molestaros a vos ni a vuestros amigos.
– ¿Me lo juráis? -preguntó.
– Tenéis mi palabra de honor. Solo deseo preguntarle unas cosas que necesito saber, y después me iré.
– Muy bien -accedió-. Pasad. No vamos a estar con la puerta abierta toda la noche, ¿verdad?
La mujer, que era sin duda la denostada Madre Clap, [14]nos condujo a través de su casa con una recelosa actitud de propietaria. El local tenía el aspecto de una casa rica del siglo anterior, pero ahora desaliñada y mal cuidada. El edificio olía a moho y polvo, y a mí me daba la impresión de que me bastaría dar una patada en la alfombra para levantar de ella una nube de suciedad.
Fuimos recorriendo las diversas estancias de la casa siguiendo a nuestro Virgilio, [15]que nos condujo a través de pasillos de sorprendente buen gusto y estancias bien amuebladas. Bien es cierto que las personas que habitaban en aquellos espacios eran harina de otro costal. Así llegamos a una sala en la que se desarrollaba una especie de baile. Habían colocado mesas para que los visitantes se sentaran a beber y charlar, y tres violinistas interpretaban música mientras seis o siete parejas evolucionaban sobre un suelo de madera cubierto por una vieja y gastada alfombra. En los bordes de esa especie de pista, dos docenas de hombres conversaban animadamente. Me fijé en que, entre los que bailaban, cada pareja estaba formada por un hombre de aspecto normal y otro hombre que se parecía mucho a la criada que nos había abierto la puerta, vestida de mujer pero de forma nada convincente.
Madre Clap nos llevó hasta una salita en la parte de atrás de la casa, en la que ardía un agradable fuego. Nos invitó a tomar asiento y nos sirvió sendas copas de oporto, que escanció de una botella de cristal tallado, aunque noté que ella no se servía.
– He enviado a Mary a buscar a Teaser. Pero puede que se encuentre indispuesto.
Me estremecí pensando en cuál podría ser su indisposición. Madre Clap debió de leerlo en la expresión de mi rostro, porque me miró con aire de reproche.
– Vos no aprobáis lo que hacemos aquí, ¿verdad, señor Weaver?
– No me corresponde a mí aprobar o desaprobar -respondí-, pero tenéis que reconocer que los hombres que pasan aquí su tiempo se entregan a actos contrarios a la naturaleza.
– ¡Ah…, es eso! También es contrario a la naturaleza que un hombre vea claramente en la noche, lo cual no os impide iluminar vuestro camino con una vela o una linterna, ¿verdad?
– Pero no es lo mismo -intervino Elias, con una viveza que yo sabía que era debida más al placer de ejercitar su inteligencia que a un supuesto apasionamiento por el tema-. Las Sagradas Escrituras prohíben la sodomía, pero no prohíben la iluminación.
Madre Clap dirigió a Elias una mirada valorativa:
Читать дальше