David Liss - La compañía de la seda

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David Liss, ganador del prestigioso premio Edgar, sorprende con una magnífica novela, protagonizada por un peculiar investigador que debe desentrañar un complot en torno al comercio de la seda con las colonias británicas de ultramar.
Londres, 1722. En la época de apogeo del mercado de importación de seda y especias, Benjamín Weaver, judío de extracción humilde, ex boxeador y cazarrecompensas, se ve acorralado por el excéntrico y misterioso millonario Cobb para que investigue en su provecho. Muy pronto Weaver se ve sumergido en una maraña de corrupción, espionaje y competencia desleal cuyo trasfondo son los más oscuros intereses económicos y comerciales.
Una vez más, el renombrado autor David Liss combina su profundo conocimiento de la historia con la intriga. Evocadoras caracterizaciones y un cautivador sentido de la ironía sumergen al lector en una vivida recreación del Londres de la época y componen un colorido tapiz del comercio con las colonias, las desigualdades sociales y la picaresca de aquellos tiempos.
«Los amantes de la novela histórica y de intriga disfrutarán con la fascinante ambientación, los irónicos diálogos y la picaresca de un héroe inolvidable.»
Publishers Weekly

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– Tenéis razón. Prohíben la sodomía, en efecto. Y también fornicar con las mujeres, ¿no es así, señor Libertino? Me pregunto, mi buen señor, si estáis igualmente dispuesto a plantear las objeciones de las Sagradas Escrituras en este otro aspecto.

– No lo estoy -admitió Elias.

– ¿Y no ordenó nuestro Salvador -siguió ella dirigiéndose a mí- que acogiéramos a los pobres y los enfermos y cuidáramos y diéramos consuelo a aquellos que rechazan los poderosos y privilegiados?

– Todas estas preguntas a propósito del Salvador tenéis que hacérselas al señor Gordon -dije.

Elias respondió con una inclinación de cabeza sin moverse de su asiento.

– Creo que nos dais ciento y raya, señora. Nosotros estamos hechos conforme a la moral de nuestra sociedad. Pudiera ser, como decís, que las objeciones de nuestra sociedad sean, simplemente, el resultado arbitrario de nuestra época y de nuestro marco; nada más que eso.

– Uno puede sentirse inclinado a ser producto de su época y de marco -observó ella-, pero ¿no está obligado el hombre virtuoso a esforzarse en ser algo más?

– Tenéis toda la razón, señora -dije yo, rindiéndome, porque, aunque no podía dominar mis sentimientos con respecto a aquel tema, me daba cuenta de que sus palabras eran justas. Y, puesto que no parecía haber nada más que pudiera añadir para ilustrar sus sentimientos, y puesto que nosotros no inquirimos más, permanecimos sentados en silencio, escuchando el crepitar del fuego hasta que a los pocos minutos se abrió la puerta y entró en la habitación un hombre de aspecto ordinario, vestido con el atuendo normal de un comerciante. Tendría tal vez treinta y siete o treinta y ocho años, con facciones regulares y un rostro infantil marcado por esas pecas y manchas irregulares en la tez que se asocian en general a hombres mucho más jóvenes.

– Creo que deseabais verme -dijo tranquilamente.

– Estos caballeros son el señor Benjamín Weaver y su socio, Elias Gordon -le informó Madre Clap, dejando ver con claridad su propósito de asistir a la entrevista.

Elias y yo nos levantamos y le ofrecimos nuestros saludos.

– Y vos debéis de ser el señor Teaser, me imagino.

– Ese es el nombre que utilizo aquí, en efecto -respondió.

Ocupó una silla y nosotros nos sentamos también.

– ¿Podría preguntaros vuestro verdadero nombre? -inquirí.

– Prefiero que no se sepa -respondió-. Tenéis que comprenderme… tengo esposa… una familia… que se sentirían muy incómodos si se enteraran de mis visitas aquí.

Indudablemente, sus reparos eran de lo más correctos.

– Tengo entendido que vos conocéis al señor Absalom Pepper.

– Jamás he oído hablar de nadie con ese nombre -dijo el señor Teaser.

Sentí una punzada de desesperación, pero entonces recordé que Teaser tampoco era su auténtico nombre y que no existía ninguna razón para pensar que mi mención de Pepper debiera ser respondida de otra forma. Añadí, pues:

– Una persona interesada en el tejido de la seda… que llevaba siempre un cuaderno consigo y tomaba notas en él a propósito de ese tema.

– Oh, sí… -asintió Teaser, que se animó ahora con creciente interés e incluso agitación-. La señorita Owl. [16]¿La conocen? ¿Dónde está?

– Owl… -repitió Madre Clap-. Hace meses que no hemos sabido nada de ella. Y he estado preocupada, sí.

– ¿Qué noticias tienen de ella? -preguntó Teaser-. Los envía en mi busca. ¡He estado tan inquieto…! Un buen día dejó de venir, simplemente, y yo me temí lo peor. Temí que su familia hubiera descubierto nuestro secreto, porque… ¿Qué otro motivo podía haber para dejarme de esta manera? Bien es verdad que hubiera podido enviarme una nota… ¡Oh! ¿Por qué no lo hizo?

Elias y yo intercambiamos una mirada. Yo bajé la vista al suelo un momento mientras hacía acopio de valor para afrontar la mirada de Teaser.

– Debéis prepararos para encajar una mala noticia, señor. Owl, como lo llamáis, ya no existe.

– ¿Cómo? -preguntó Madre Clap-. ¿Ha muerto? ¿Cómo ha ocurrido?

Teaser estaba anonadado, con los ojos muy abiertos y húmedos, y entonces, de repente, se dejó caer en su asiento con la mano apoyada en la cabeza en una actitud teatral de desesperación. Yo, sin embargo, no dudé de que aquel dolor era sincero.

– ¿Cómo puede estar muerta? -exclamó.

Aquella confusión con el género comenzaba a agotar mi paciencia.

– Es un asunto bastante turbio -dije-. Hay muchos detalles en él que aún no acabo de comprender; pero lo cierto es que hay quienes creen que la Compañía de las Indias Orientales puede haber tenido algo que ver en su muerte.

– ¡La Compañía de las Indias Orientales! -repitió Teaser con una mezcla de rabia y de dolor-. Oh… Yo ya le advertí que no se cruzara en su camino, pero ella no quería escucharme. No, no me hacía caso. Owl siempre tenía que hacer las cosas a su aire.

Dado que, en el momento de su muerte, el personaje en cuestión estaba casado con tres mujeres, por lo menos, y mantenía relaciones con sodomitas, no pude encontrar ninguna razón para contradecir lo que afirmaba de él Teaser.

– Sé que esto debe de ser un golpe terrible para vos -dije-, pero debo pediros, sin embargo, que respondáis ahora algunas de nuestras preguntas.

– ¿Por qué he de hacerlo? -preguntó, manteniendo el rostro oculto entre sus manos-. ¿Por qué debería ayudaros?

– Porque se nos ha pedido que identifiquemos al autor de un crimen tan terrible y lo pongamos en manos de la justicia. ¿Podríais decirme por qué pensabais que la Compañía de las Indias Orientales lo deseaba muerto?

– ¿Quién os ha contratado? -preguntó-. ¿Quién desea que se haga justicia?

Comprendí que nos hallábamos en una encrucijada. Ya no podría dar marcha atrás y lo cierto era que estaba cansado de engaños y medias verdades. Cansado de estar llevando una investigación a medias. Deseaba llegar al final. Así que se lo dije:

– Me ha contratado un hombre llamado Cobb.

– Cobb… -repitió Teaser-. ¿Por qué habría de querer eso él?

Difícilmente puede imaginar el lector la fuerza que tuve que hacer para no saltar inmediatamente de mi asiento. Nadie en los círculos sociales o de negocios de Londres había oído hablar nunca de Cobb, pero allí, en aquel burdel, un homosexual liado con un individuo que a su vez tenía tres esposas, repetía su nombre como si fuera para él algo tan común como el polvo. Y, sin embargo, yo era consciente de que, si quería que él confiara en mí, tendría que demostrar mi autoridad y reprimir mi sorpresa.

– No estoy en condiciones de responder a vuestra pregunta -le dije, como si el asunto no fuera conmigo-. Pero Cobb es el hombre que me contrató. Los motivos que pueda tener son cosa suya. Aunque encuentro que resultaría interesante conocerlos. Tal vez podríais especular sobre el tema.

Teaser se levantó del asiento con tanta prisa, que casi saltó.

– Debo irme -dijo-. He de echarme un rato. Yo… yo quiero ayudaros, señor Weaver. Quiero que se haga justicia. Os lo aseguro. Pero no puedo hablar en este momento. Dejad que vaya a echarme un rato, para llorar, para ordenar mis pensamientos.

– Por supuesto -dije, lanzando una mirada a Madre Clap, porque no quería abusar de su hospitalidad. Ella expresó su consentimiento con una inclinación de la cabeza.

Teaser salió enseguida de la habitación y los tres nos quedamos sumidos en un embarazoso silencio.

– No os habéis esforzado gran cosa en suavizar el golpe -dijo Madre Clap-. Tal vez pensáis que los homosexuales no sienten el amor como vos.

– Nada de eso -respondí, sintiéndome un tanto irritado. Madre Clap daba la impresión de pensar que mi insensibilidad hacia los sodomitas era la raíz de todos los males del mundo-. Lo que pasa es que, a la hora de tener que dar malas noticias como esa, sé por experiencia que no existe forma bondadosa, sensible o amable. La noticia es la que es, y resulta mucho mejor darla que intentar limar su aspereza.

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