– Ya veo que no entendéis la situación. Owl no era meramente un amigo de Teaser, ni tanto solo su amante. Owl era su esposa.
– Su esposa -dije, haciendo un gran esfuerzo por mantener serena mi voz.
– Tal vez no lo fuera a los ojos de la ley, pero sí, sin duda, a los ojos de Dios. Es más, la ceremonia fue celebrada por un ministro anglicano, un hombre que se desenvuelve en el mundo con la misma facilidad y tan libre de prejuicios como vos, señor Weaver.
Evidentemente aquella mujer sabía muy poco de mi vida; dejé pasar su afirmación.
– ¿Aquí los hombres se casan unos con otros?
– Sí, claro. Uno asume el papel de esposa, y en adelante es designado siempre como «ella», y su unión es tan firme e inquebrantable como la que se da entre un hombre y una mujer.
– ¿Y en el caso del señor Teaser y Owl? -preguntó Elias-. ¿Formaban también una pareja inquebrantable?
– Por parte de Teaser, ciertamente sí -dijo Madre Clap, con cierta tristeza-, pero me temo que Owl haya sido más variable siempre en sus intereses…
– ¿Con respecto a los otros hombres? -pregunté.
– Y, si queréis saberlo, con respecto a las mujeres, también. Muchos de los hombres que acuden aquí, si encontraran aquí su camino, jamás desearían el cuerpo de una mujer, pero otros han desarrollado ese apego y no son capaces de dejarlo. Owl era una de estas.
– Si me permitís el atrevimiento de decíroslo, no me sorprende lo que me contáis -observé.
– ¿Porque pensáis que todos los hombres deben sentirse atraídos por el cuerpo de la mujer?
– No, no es por eso. Sino porque el señor Absalom Pepper, al que llamáis Owl, estaba casado al mismo tiempo con tres mujeres por lo menos. Era polígamo, señora, y creo que un desvergonzado oportunista también. Barrunto que Pepper quería utilizar al señor Teaser para algún propósito suyo. Que, con este fin, debió de seducir al pobre hombre para ablandarle el corazón y abrirle la bolsa.
– El hombre -observó Madre Clap- está siempre intentando abrir una bolsa u otra.
Madre Clap fue a abrir los labios para dar forma a su pensamiento, pero la interrumpió un fuerte estrépito proveniente del exterior de nuestra estancia. A esto siguieron varios gritos, ásperos unos y varoniles, y en falsete otros de una voz de hombre imitando voz de mujer. Escuché el estruendo de objetos pesados cayendo y nuevos gritos, estos graves y con tono de autoridad.
– ¡Dios bendito! -Madre Clap se levantó de su asiento con una agilidad sorprendente para una mujer de su edad. Su tez había perdido el color; tenía los ojos muy abiertos, y los labios, blancos-. Es una redada. Sabía que esto tenía que pasar algún día.
Abrió la puerta y salió corriendo. Oí una voz confusa que exigía que alguien se detuviera en nombre del rey, y otra que gritaba que alguien lo hiciera en nombre de Dios. Me pareció muy difícil probar que alguien estuviese allí fuera actuando con la autoridad de cualquiera de los dos.
– Son los hombres de la Reforma de las Costumbres -dijo Elias-. Esa es la razón de que se encontraran frente a la casa; estarían coordinando una redada con los alguaciles. Tenemos que llegar hasta Teaser. Si lo detienen, es posible que ya nunca volvamos a verlo.
No hacía falta que completara su pensamiento. Si arrestaban a Teaser, existía una gran probabilidad de que estuviera muerto antes de que pudiéramos llegar hasta él, porque los demás presos vapulearían a un sodomita hasta matarlo, antes que compartir una celda con él.
Saqué mi daga de la vaina y fui hacia la ventana, donde me puse a arrancar un trozo del forro de la cortina. Tendí a Elias parte de él, mientras yo tomaba otra parte y me cubría la cara con ella, ocultándola completamente por debajo de mis ojos.
– ¿Te propones robar a los alguaciles? -me preguntó Elias.
– ¿Quieres que te reconozcan? Te iba a resultar muy difícil convencer a los caballeros de Londres de que te permitieran administrarles un purgante si se olieran que has sido acusado de sodomía.
No hizo falta más argumento. La tosca máscara -no muy distinta de aquellas a las que ocasionalmente había tenido que recurrir en mi juventud cuando me dedicaba a asaltar coches en la carretera- no tardó en ocultarle el rostro y nos precipitamos los dos a la refriega.
Dos enmascarados blandiendo armas tienen forzosamente que atraer la atención, y no fue diferente en este caso. Alguaciles y visitantes del burdel nos miraban con igual temor. Así nos abrimos paso a través de grupos de hombres enzarzados en la indescifrable danza de arrestos y de resistencia buscando a nuestro hombre, pero sin encontrar ni rastro de él.
En el salón principal, donde antes habían estado danzando, reinaba el caos. Algunos hombres se escondían, acobardados, en los rincones, mientras otros luchaban esforzadamente blandiendo candelabros y trozos de muebles rotos. Mesas y sillas aparecían volcadas, vidrios rotos cubrían el suelo, formando islas en los charcos de vino y ponche derramados. Había como dos docenas de alguaciles o de matones contratados para actuar como tales, y junto con ellos otra docena, más o menos, de hombres de la sociedad para la reforma de las costumbres. Yo no pude evitar el pensamiento de que unos hombres tan preocupados por las buenas costumbres tenían que actuar mucho mejor que aquellos. Vi que un par de alguaciles sujetaban a un mariquita contra el suelo, mientras uno de los reformistas lo cosía a patadas. Un grupo de tres o cuatro clientes del burdel intentaron abandonar la habitación, pero fueron golpeados por los alguaciles mientras los reformistas los aplaudían desde una prudente distancia. Los alguaciles eran matones y rufianes, y los hombres de la Sociedad para la Reforma de las Costumbres eran unos cobardes. De esta manera avanza siempre la causa de la moralidad.
– ¡Teaser! -llamé de nuevo dirigiéndome a los aterrorizados sodomitas-. ¿Alguien ha visto a Teaser?
Pero ninguno oía o prestaba atención. Aquellos desgraciados tenían sus propios problemas, y los alguaciles estaban intentando decidir si debían apresarnos o dejarnos pasar. Ninguno sentía deseos de meterse con nosotros, porque ciertamente había allí peces mucho menos robustos que pescar. Los hombres de la Sociedad para la Reforma de las Costumbres -que eran los más fáciles de identificar puesto que eran los únicos que se acobardaban y gemían si se nos ocurría mirar hacia ellos- daban prueba de otro atributo de quienes quieren esconder su crueldad tras la apariencia de religión. Con tan ferviente fe en su Señor, se mostraban sumamente reacios a correr el albur de ser enviados ya a su encuentro.
– ¡Teaser! -grité otra vez-. He de encontrar a Teaser. Lo sacaré inmediatamente de aquí.
Al final, me llamó un hombre. Dos alguaciles lo tenían agarrado por los brazos, y de su nariz brotaba un patético reguero de sangre. Llevaba la peluca torcida, pero aún sobre su cabeza. Uno de los hombres que lo retenían estaba en pleno proceso de mostrarle a su compañero cuan repugnantes eran aquellos maricones, pues agarraba con la mano el culo del prisionero y lo apretaba como si fuera el de una apetitosa prostituta.
La cara de aquel pobre hombre se retorcía por el dolor y la humillación pero, cuando nos vio, comprendió de alguna manera que no éramos sus enemigos y fue tal vez la expresión de simpatía de mis ojos lo que lo movió a hablar.
– Teaser ha escapado -me dijo-. Se ha ido por la puerta de delante con el mocetón negro.
Empecé a moverme hacia la puerta de la casa. Un par de alguaciles se adelantaron para cerrarme el paso, pero yo cargué sobre ellos con el hombro y los dispersé fácilmente dejando espacio para pasar yo y -resguardándose detrás de mí- también Elias.
Una vez estuvimos fuera del salón, dejamos atrás el grueso de la pelea. Tres alguaciles se animaron a perseguirnos, pero sin convicción: más que nada para poder decir después que sus esfuerzos por detenernos fracasaron. Nadie pagaba a aquellos hombres lo suficiente para que arriesgaran la vida. Arrestar a unos cuantos maricas era una tarea bastante fácil, pero a los bandidos enmascarados era mejor dejarlos para los soldados.
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