En la puerta montaban guardia dos hombres de la Sociedad para la Reforma, pero, en cuanto nos vieron cargar contra ellos, se apresuraron a apartarse. Uno lo hizo tan rápidamente que perdió el equilibrio y cayó en medio de mi trayectoria y tuve que saltar por encima de él para no tropezar. En la calle habían comenzado a congregarse numerosas personas; no sabían qué pensar de nosotros, pero nuestra aparición fue recibida, más que nada, con vítores de borrachos.
Afortunadamente, el repecho de la entrada estaba bien construido, porque me permitió obtener una buena vista de la zona circundante. Miré a un lado y a otro y, finalmente, los vi. Allí estaba Teaser -lo reconocí al instante a pesar de la oscuridad de la calle- y el que lo guiaba era un hombre corpulento y sorprendentemente ágil. Reinaba la oscuridad y no pude verle la cara, pero no me cupo ninguna duda de quien había secuestrado a Teaser no era otro que Aadil.
Holborn está lleno de incontables callejuelas y oscuros callejones, por lo cual, en principio, pudiera parecer el lugar ideal para escaparse uno, pero muchos de esos callejones no tienen salida, así que me dije que incluso un tipo rudo como Aadil no querría hacer frente a dos perseguidores y controlar a un prisionero viéndose atrapado en una esquina. No me sorprendió mucho, por tanto, cuando lo vi bajar por Cow Lane y dirigirse hacia los corrales de ovejas. Tal vez pensara librarse de mí ocultándose entre el ganado.
Elias y yo nos quitamos las máscaras y corrimos detrás de Teaser y de su raptor. Había empezado a llover… no mucho, pero sí lo suficiente para fundir la nieve y hacer que el hielo incrustado fuera peligrosamente resbaladizo. Avanzábamos lo más aprisa que nos era posible sobre tan peligrosa superficie, pero pronto nos dimos cuenta de que ya no teníamos a Teaser y Aadil a la vista. Elias comenzaba a ser presa del desánimo, pero yo no podía permitírmelo.
– ¡A los muelles! -dije-. Intentará llevar a su prisionero por agua.
Elias asintió, sin duda decepcionado porque nuestra carrera no hubiese llegado al final. Pero, por cansado que estuviera, me siguió mientras yo trazaba nuestro camino por entre las calles oscuras para emerger al cabo y encontrarnos bajo el cielo nocturno cerca ya de los muelles. Llegó entonces a mis oídos el coro de la vida humana: las muchachas que vendían ostras y los hombres que vendían empanadas de carne pregonando sus mercancías, las carcajadas socarronas de las prostitutas, las risas de los borrachos y, por supuesto, los gritos incesantes de los barqueros. «Estudiantes… ¿queréis putas?», repetían, jugando con las semejanzas de palabras como scholars (estudiantes) y scullers (barcas), whores (putas) y oars (remos). Aquella broma era quizá tan vieja como la propia ciudad, pero jamás perdía su chispa para aquel gentío tan propenso a la diversión.
Nos detuvimos ahora en los muelles, llenos de gente de toda condición, ricos y pobres, que subían o desembarcaban de los botes. De acuerdo con otra antiquísima tradición, no se respetaban rangos ni clases entre quienes se atrevían a subir a una barca y, así, hombres de baja estofa podían proferir las palabras lascivas que quisieran a damas de noble cuna o ricos caballeros. El mismísimo rey, si se dignara atravesar el río en barca, no recibiría especial deferencia, aunque dudo de que supiera suficiente inglés para entender los insultos que se le dirigirían.
Elias resoplaba fuertemente y miraba, sin fijar en ninguno los ojos, los incontables cuerpos que nos rodeaban. Yo seguí con la vista el curso del río, iluminado con centenares de linternas de un centenar de barqueros y convertido en espejo de la bóveda del cielo estrellado por encima de nosotros. Allí, apenas a cuatro metros y medio de la orilla, distinguí el corpachón enorme de un hombre sentado de espaldas a nosotros y a Teaser sentado delante, dándonos la cara. Entre ambos estaba el barquero, remando. Teaser no hubiera podido escapar aunque quisiera, porque, aunque supiera nadar, sumergirse en aquellas heladas aguas supondría una muerte segura. Viajaba, pues, ahora en una prisión flotante.
Agarré a Elias por el brazo y tiré de él escaleras abajo hasta el muelle. Después lo metí de un empellón en el primer bote vacío que encontramos y subí detrás de él.
– ¡Jo, jo! -exclamó el barquero. Era un muchacho joven, de espaldas musculosas y fuertes-. Un par de caballeros que desean dar un paseo tranquilo por el río, ¿no es eso?
– ¡Callad la boca! -lo corté, y después extendí el dedo para señalar hacia Aadil-. ¿Veis ese bote? Os pagaré otra moneda más si conseguís adelantarlos.
El me miró de refilón pero, aun así, subió de un salto al bote y zarpó. Puede que fuera un insolente, pero sabía poner agallas en su trabajo, de manera que pronto estuvimos surcando las aguas… Unas aguas que, en aquel lugar, olían medio a mar, medio a alcantarilla, y que azotaban furiosamente los costados de la embarcación.
– ¿De qué va la cosa? -preguntó el barquero-. ¿Ese tipo se ha largado con vuestra putilla?
– ¡Cierra el pico, ricura! [17]-le espetó Elias.
– ¿Ricura decís? Os voy a meter este remo por donde os quepa, y podréis decir que es la primera vez que una puta os ha dado por el culo hasta el fondo.
– Decirlo es mucho fácil que hacerlo -refunfuñó Elias.
– No te enfades -intervine yo-. Estos barqueros te dirán que lo que está arriba está abajo solo para sacarte de quicio.
– Arriba y abajo son lo mismo, hombre -sentenció el remero-. Eso lo saben todos menos los necios, porque solo los grandes nos dicen qué es cada cosa y, si miramos por nosotros mismos, vemos que es exactamente al revés.
Debo reconocer que estábamos haciendo grandes progresos y que poco a poco se iba acortando la distancia que nos separaba del bote de Aadil. O el que yo pensaba que era el bote de Aadil pues, en la oscuridad de las aguas, con solo nuestras linternas para iluminar el camino, no siempre resultaba fácil decir cuál era la embarcación que perseguíamos. Aun así, estaba razonablemente seguro. Cuando vi que uno de los que viajaban en el otro bote se volvía a mirar hacia nosotros y le pedía después a su remero que avivara el ritmo, supe que estábamos siguiendo a nuestra verdadera presa.
– Nos han visto -le dije al barquero-. Remad más aprisa.
– No puedo correr más -respondió, sin ánimos ya para jactarse.
En la otra embarcación, la silueta de Aadil se movió de nuevo, dijo algo al barquero y, al ver que el hombre no hacía lo que deseaba, observé que lo apartaba a un lado y se ponía a remar él mismo.
De alguna manera, nuestro propio barquero vio la maniobra y una vez más sacó de sí la energía necesaria para dar rienda suelta a su lengua.
– ¿Qué es esto? -le gritó a su compañero-. ¿Vas a dejar que ese tipo te robe tu barca? [18]
– La recuperaré -replicó el otro- y te la encontrarás pronto metida en tu delicado culo.
– Sin duda -replicó el nuestro-, porque la que tú tienes no es más que un zurullo de mierda que busca el culo igual que un bebé o un rufián busca las tetas de tu madre.
– Tu madre no tiene tetas -replicó el otro- porque no era más que un oso peludo que te concibió después de haber estado follando en las vergüenzas de un cazador libertino que no sabía distinguir pelotas de coño: porque eso es lo que fue tu padre, o tal vez un simio africano, ya que no es posible distinguir entre uno y otro.
– ¡Pues tu padre era el bastardo de una hija de…!
– ¡Callaos! -grité con voz lo suficientemente alta para que me oyera no solo nuestro barquero, sino también el de la otra embarcación.
En el mismo instante noté que se detenían los remos del otro y, cuando miré hacia allí, pude ver, a pesar de la oscuridad, que estaban levantados y fuera del agua. Al momento siguiente me llegó el sonido de una voz extraña pero familiar:
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