– No estoy del todo segura de que sea oportuno ir a buscarlo ahora -me respondió.
– Oh…, yo mismo estaré encantado de subir a verlo, señora Henry. No hace falta que os molestéis, si tenéis otra cosa que hacer…
Me detuve porque observé que las orejas de la señora Henry se habían vuelto del color de las fresas maduras. Cuando se dio cuenta de que yo la había visto sonrojarse de aquella manera, tosió delicadamente en su mano.
– Tal vez querríais tomar antes un vasito de vino… -probó de nuevo.
Yo esbocé una amable sonrisa… destinada no a sugerir que era inmune a la naturaleza escandalosa de la conducta de Elias, sino más bien a expresar que ya no podían sorprenderme las tonterías de mi amigo.
– Señora -le dije-, aunque comprendo que no os resulte agradable molestarlo, puedo aseguraros que él no se ofenderá si subo yo mismo a llamarlo.
– No estoy muy convencida de que se lo tome tranquilamente -repitió la señora Henry en voz baja.
– Oh…, por descontado que se lo tomará muy mal, pero hay que hacerlo en cualquier caso. -Hice una nueva reverencia y me encaminé a las habitaciones de Elias.
Una vez en lo alto de la escalera, apoyé mi oreja contra la puerta, no para satisfacer el prurito de mi curiosidad, han de comprenderme, sino porque, si tenía que interrumpir algo, lamentaría hacerlo en un mal momento. Pero no escuché nada que me diera a entender de una manera u otra si aquel era un momento adecuado. Llamé, pues, a la puerta con la suficiente firmeza como para que mi amigo entendiera que se trataba de un asunto urgente, pero no tanta como para impulsarlo a enfundarse unos calzones y una camisa y escapar por la ventana…, una maniobra que, que yo supiera, había empleado por lo menos en dos ocasiones para intentar evadirse de unos molestos acreedores.
No se oyó nada durante unos momentos, pero luego me llegaron pasos de pies descalzos y chirridos de goznes. La puerta se entreabrió una rendija apenas, y uno de los soñolientos ojos castaños de Elias atisbo desde la oscuridad del dormitorio.
– ¿Qué ocurre? -me preguntó.
– ¿Que qué ocurre? -repliqué incrédulo-. Lo que ocurre es que tenemos mucho que hacer. Sabes que no me gusta interrumpir tus devaneos, pero cuanto antes terminemos con este asunto, será mejor para todos.
– Oh, sin duda… sin duda -respondió-. Pero por mi parte será mucho mejor que lo dejemos para mañana.
Solté un bufido.
– La verdad, Elias…, entiendo que necesites satisfacer tus placeres, pero debes comprender que ahora has de dejar a un lado estas necesidades. Debemos actuar esta noche. Cobb vendrá mañana a plantearme nuevas exigencias, dalo por descontado, y ya he tenido que decirle mucho más de lo que querría. Hemos de ver qué podemos averiguar acerca de Absalom Pepper y de ese tal Teaser, amigo suyo…
– ¡Chist! -me espetó casi como un ladrido-. No debes hablar de eso aquí. Ya sé de quiénes me hablas. De acuerdo. Weaver… Si tanto te urge, ve a esperarme a la vuelta de la esquina, en La Cadena Herrumbrosa. Dentro de media hora estaré allí.
Resoplé una vez más. Me constaba que las medias horas de Elias, cuando se trataba de librarse de un amorío, podían durar un par de horas o más. No era un irresponsable, por supuesto, pero tenía cierta tendencia a ser olvidadizo.
Elias y yo llevábamos años siendo amigos y conocía perfectamente su modo de ser. Jamás subiría a una furcia a su habitación, por temor a ofender a la señora Henry (quien, con el tiempo, había llegado a sorprenderse cada vez menos por el comportamiento de mi amigo), pero ni él ni yo llevaríamos a nuestras habitaciones a una mujer de cualquier condición que fuese que pudiera sentirse a disgusto allí arriba o parecerle comprometedora la divulgación de su aventura. Lo que significaba que en aquella cama tenía que encontrarse ahora una actriz o la camarera de una taberna, o la hija de un comerciante…, una mujer, en suma, de cierta posición para que Elias pudiera pasear con ella por la calle sin atraer la rechifla de los viandantes, pero no de una condición tan alta como para que se negara a ser vista caminando con él.
Conocedor como era de todo esto, decidí dar un paso atrevido, aunque no por completo nuevo en mí: empujé la puerta, apartando a Elias hacia atrás. No con mucha fuerza, naturalmente, sino tan solo con la intención de reprocharle su negativa.
Para mi gran sorpresa, Elias estaba completamente vestido y ni siquiera se había quitado su chaleco. Debí de haberlo empujado con más fuerza de lo que pretendía, porque retrocedió unos pasos y cayó sobre sus posaderas.
– ¿Has perdido el juicio? -exclamó-. ¡Sal inmediatamente de aquí!
– Siento haberte dado un empellón tan fuerte -le dije, mientras trataba de contener la risa. Pensé que aquello iba a requerir, para ablandarlo, algo más que la habitual jarra de cerveza y la chuleta en la taberna. Miré, pero no había nada que ver. Impertérrito, me volví hacia el dormitorio, pero las circunstancias hicieron que no tuviera que dar ningún paso en esa dirección: la mujer no estaba allí dentro, sino más bien cómodamente sentada en una de las sillas del interior, con sus delicados dedos asiendo el pie de una copa.
Aquellos dedos temblaban tan levemente como sus labios. Pude ver, incluso en la penumbra reinante, que se esforzaba por parecer serena a pesar de la escena que acababa de presenciar, pero algo la turbaba, no sabría decir si era la vergüenza o la ira.
– Os invitaría a sentaros -dijo-, pero no estoy en disposición de actuar aquí como vuestra anfitriona.
Yo ni siquiera podía articular palabra: solo mirar como un idiota, porque quien se hallaba sentada en aquella silla era Celia Glade.
Me quedé paralizado.
Celia Glade levantó la mirada de sus hermosos ojos y me sonrió con una tristeza tan evidente que mi corazón redobló su ritmo.
– Me encontráis en una situación desventajosa, señor Weaver -dijo.
Di la vuelta sobre mis talones y salí de la habitación todo lo rápidamente que pude. A Elias, que estaba levantándose de su poca favorecedora postura, me limité a decirle que esperaría abajo.
Este asunto acababa de manera tan desgraciada para tantos, que no debería mostrar ninguna simpatía hacia quienes solo se habían visto moderadamente perjudicados, pero jamás he podido perdonarme la rudeza con la que traté a la señora Henry cuando fui a sentarme melancólicamente en la sala de abajo, apretando con tal fuerza mi copa de vino que temí romperla… mientras ella se esforzaba todo el rato en conversar conmigo.
No vi a Celia abandonar la casa, supongo que porque Elias la hizo salir por la puerta trasera, pero al cuarto de hora de nuestro encuentro, bajó él por la escalera y me dijo que estaba listo para marchar. Fuimos a La Cadena Herrumbrosa, y pedimos unas jarras. Tras esto nos sentamos y permanecimos callados un rato.
– Lamento muchísimo que esto te resulte embarazoso, Weaver -empezó-, pero jamás me diste a entender de ninguna manera que preferirías…
Yo di un puñetazo sobre la mesa, tan sonoro que hizo que casi todos los clientes del establecimiento se volvieran a mirarme. Pero me importaba muy poco. Mi único propósito era conseguir que Elias dejara de parlotear antes de que no me quedara más remedio que darle una buena paliza.
– Sabías lo que yo sentía -le dije-. Esto es vergonzoso.
– ¿Por qué? -preguntó-. Era tuya si tú hubieras querido. Pero no quisiste tomarla.
– ¡Por todos los demonios, Elias! No puedo creer que seas tan necio. ¿Crees sinceramente que te ha ido detrás por tus encantos?
– No hay ninguna necesidad de que me insultes, ya sabes.
– Sin duda. -A pesar de mi enfado, no estaba dispuesto a permitir que aquello acabara con nuestra amistad-. Pero, por notable que sea tu atractivo, tienes que darte cuenta de que lo único que pretendía ella era averiguar lo que sabías… nada más.
Читать дальше