– Me sorprende vuestra presencia aquí -le dije.
– A mí me sorprende también, pero no hay más remedio. Necesito hablar con vos de hombre a hombre. Ya sé que tenéis motivos para sentiros furioso conmigo, pero debéis creer que deseaba que las cosas pudieran haber ido de otra forma. Hammond sospecha que os estáis callando lo que sabéis, y yo también lo creo. Pero vengo aquí ahora sin él para suplicaros que me digáis lo que no nos habéis dicho todavía. No os amenazo a vos ni a vuestros amigos. Solo quiero que me lo digáis.
– Ya os lo he dicho todo.
– ¿Qué hay de él? -preguntó. Y susurró a continuación el nombre-: De Pepper.
– No he sabido nada de su muerte -respondió.
– Pero… ¿qué hay de su libro? -Se inclinó hacia mí-. ¿Habéis averiguado algo de eso?
– ¿Su libro? -pregunté en tono bastante convincente, si se me permite decirlo. Cobb no me había mencionado para nada aquel libro, y yo me dije que era preferible fingir ignorancia.
– Os lo ruego… Si tenéis alguna idea de dónde puede estar, debéis entregármelo antes de la asamblea de accionistas. No podemos consentir que lo tenga Ellershaw.
Era, también, una convincente actuación por su parte, y reconozco que me sentí algo conmovido por ella. Pero solo en parte, porque no dejaba de recordar que el señor Franco se encontraba en la prisión de Fleet y que, aunque Cobb me ofreciera en aquel momento una imagen patética, seguía siendo mi enemigo.
– Debéis hablarme de ese libro. No sé nada de él. Es más, señor… lamento que me hayáis enviado, en esta quijotesca aventura, en busca de un hombre del que no puedo hablar, para decirme ahora que lo que persigo es un libro del que nadie me ha dicho nada. Tal vez podríais tenerlo ya en vuestro poder, si tan solo me hubieseis hablado de su existencia.
El señor Cobb miró hacia el hueco negro de mi ventana.
– ¡Al diablo con él! -exclamó-. Si vos no habéis sido capaz de encontrarlo, nadie lo encontrará.
– Quizá si Ellershaw sabe qué es ese libro y qué valor tiene para vos, lo tenga ya en su poder -sugerí-, puesto que posee la ventaja de poder reconocerlo. Yo ni siquiera puedo asegurar no haberlo tenido en mis manos, porque no sé absolutamente nada sobre él.
– No me atormentéis así. ¿Me juráis que no sabéis nada de él?
– Os digo que estoy en la ignorancia -afirmé.
Era una evasiva pero, si Cobb se dio cuenta de ella, no lo demostró. Por el contrario, sacudió la cabeza.
– Entonces, tendremos que contentarnos con eso -dijo, levantándose de su asiento-. Tendría que bastar, y reguemos que las cosas sigan como están hasta la reunión de la junta.
– Tal vez si me explicarais algo más… -sugerí.
Pero él no me oyó o no podía oírme. Abrió la puerta de mi habitación y se marchó de mi alojamiento.
Cuando llegué a Craven House a la mañana siguiente, fui informado enseguida de que el señor Ellershaw deseaba verme en su despacho. Pasaban quince minutos de mi hora, y temí que pudiera emplear la oportunidad para reírse por mi fallo en respetar el horario, pero no se trataba de nada semejante. Se hallaba en su despacho, con un servicial joven que tenía en las manos una cinta métrica y sujetaba entre los labios un peligroso puñado de alfileres.
– Excelente, excelente -dijo Ellershaw-.Aquí lo tenemos. Weaver… ¿verdad que tendrá usted la amabilidad de dejar que Viner le tome las medidas? Esto será todo. Para la reunión de la asamblea, nada más.
– Faltaría más -dije, y fui a situarme en el centro de la habitación. En cuestión de un instante, el sastre estaba esgrimiendo sobre mí la cinta de medir como si fuera un arma-. ¿Para qué es?
– ¡Brazos arriba! -pidió Viner.
Levanté los brazos.
– Tranquilo, no os preocupéis -dijo Ellershaw-. Viner es un trabajador prodigioso, ¿no es así, señor?
– Un trabajador prodigioso -asintió el aludido, murmurando las palabras a través de sus alfileres-. Aquí ya está todo.
– Estupendo. Ya hemos acabado con vos, Weaver. Tenéis trabajo esperándoos, ¿verdad?
Aadil no se dejó ver durante todo el día, y empecé a preguntarme si volveríamos a verlo. Tenía que saber que lo había reconocido y ahora ya no podría representar su papel de trabajador a disgusto, cuando no hostil. Había forzado demasiado ostensiblemente su juego y, aunque no dudaba de que seguiría sirviendo a Forester, sospechaba que sus días de hacerlo en Craven House habían llegado a su fin.
Había planeado dedicar esa noche a explorar el último cabo suelto que me quedaba a propósito del aparentemente encantador Pepper -es decir, el de su señor Teaser, sobre cuya pista me había puesto su viuda de Twickenham-. Y estaba ya a punto de abandonar la Casa de la India cuando Ellershaw requirió nuevamente mi presencia en su despacho.
Allí encontré otra vez al eficientísimo señor Viner. Y le doy este calificativo porque se las había arreglado ya para coser un traje basado en las medidas que me había tomado por la mañana. Me tendió una serie de prendas de color azul celeste cuidadosamente dobladas, mientras el señor Ellershaw, de pie allí en actitud absurda, observaba la entrega ataviado con un traje exactamente del mismo color.
Comprendí enseguida, recordando -y lamentando- mi propia sugerencia de emplear aquel tejido femenino para ropas de hombre, que Ellershaw había tomado mi propuesta al pie de la letra y decidido hacerse con el mercado interior como único camino posible por si fracasaban sus esfuerzos.
– Ponéoslo -me animó con un gesto.
Yo lo miré y me fijé en el traje después. Me resulta difícil describir cuan rematadamente absurdo era su aspecto y hasta qué punto estaba convencido de que yo también iba a parecer absurdo a su lado. Aquellos tejidos de algodón eran muy adecuados para hacer lindos sombreritos, pero un traje de ese tono de azul para un hombre, el color de los huevos del petirrojo, un hombre que no fuera el más empecinado dandi, era difícilmente imaginable. Pero, era consciente de que, mientras estuviera allí, no tenía la posibilidad de decir que aquella cosa no era de mi agrado y ni siquiera la de arrugar la nariz para expresar que, por práctica que fuera semejante moda, me parecía social y moralmente horrenda.
– Sois muy amable -dije, notando yo mismo la inseguridad de mi voz.
– Bueno…, ponéoslo. Ponéoslo. Veamos si Viner ha hecho un excelente trabajo como de costumbre.
Yo recorrí con la vista el despacho.
– ¿Hay algún lugar donde pueda ir a cambiarme?
– Oh, no me digáis que sois vergonzoso… Vamos, vamos… Veamos cómo sienta ese traje en vuestra percha.
No me quedó más remedio que quedarme en camisa y medias, y ponerme encima aquel engendro azul. Bien es verdad que, por mucho que me disgustara, tuve que admirar sus perfectas hechuras y la rapidez con que había sido confeccionado.
Viner daba vueltas a mi alrededor, metiendo de aquí, tirando de allá, y finalmente se volvió a Ellershaw con evidente satisfacción:
– Es espléndido -dijo, como si elogiara más la idea de Ellershaw que su propio trabajo.
– Oh, sí. Perfecto, Viner. Un trabajo excelente, como todos los vuestros.
– Para serviros.
El sastre saludó con una profunda reverencia y, como obedeciendo a una señal imperceptible, salió del despacho.
– ¿Estáis preparado para salir? -me preguntó Ellershaw.
– ¿Para salir, señor?
– Oh, sí. Estos trajes no están pensados para lucirlos en privado. Difícilmente nos serían de alguna utilidad si no salieran de estas cuatro paredes, ¿no? Debemos mostrarnos en público. Hemos de salir y dejar que Londres nos vea vistiendo estas telas.
– Esta noche tenía una cita que no me es posible posponer -empecé-. Si me lo hubieseis dicho antes… pero tal como están las cosas ahora, no estoy seguro de si podré…
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