– Es una oferta muy tentadora, porque la estabilidad del trabajo y la seguridad de unos ingresos serían una ventaja para mi -respondí, aunque no deseaba decidir nada sin antes haberlo consultado con Cobb-, pero debo pensarlo.
– Tenéis todo el derecho a hacerlo, supongo. Solo espera que me informéis de vuestra decisión. Eso es lo que espero. Pero ya os he tenido que dedicar mucho rato, creo. Y ahora tengo mucho que hacer.
– Esa chica va a volver con el té -le recordé.
– ¿Y qué? ¿Acaso pensáis que esto es un pub en el que cualquiera puede pedir que le sirvan esto o lo otro? Si vais a trabajar aquí, señor, tenéis que comprender primero que esta es una empresa dedicada a los negocios.
Pedí disculpas por mi error y, mientras Ellershaw me mirada casi con franca hostilidad, me dirigí a la salida de Craven House. Y de camino sorteé oficinistas que iban apresuradamente de un lado para otro, criados con bandejas llenas de comida y bebida, hombres engreídos y en general, aunque no siempre, rollizos ocupados en animadas conversaciones, e incluso unos pocos mozos de cuerda… todos los cuales se movían por allí con tanta seguridad que imprimían sobre el edificio la sensación de ser un centro de gobierno, más que las oficinas de una empresa. Lamenté y celebré a la vez no tropezar de nuevo con la señorita Glade, porque no sabía qué pensar de ella. De lo que sí estaba seguro, sin embargo, era que si tenía que volver allí regularmente, aquel asunto iba a ser para mí un quebradero de cabeza.
Una vez que hube salido de Craven House, no tenía otra cosa que hacer que visitar al señor Cobb e informarle de lo que había visto. Esto me fastidiaba, porque aborrecía más que cualquier cosa la sensación de ir corriendo a ver a mi amo, para explicarle cómo le había servido y pedirle instrucciones acerca de lo siguiente que debía hacer. Sin embargo, una vez más me recordé a mí mismo que, cuanto antes descubriera lo que Cobb quería de mí, antes me vería libre de él.
A lo que no estaba dispuesto de ninguna manera era a tratar con aquel agraviado y malevolente criado suyo, así que me metí en una taberna y desde allí envié a un muchacho a la casa de Cobb, para decirle que acudiera allí. Me pareció una pequeña imposición el que tuviese que ir a verme, cuando él estaba tan dispuesto a tratarme como a un títere suyo. Pero lo cierto es que el hecho de darle yo instrucciones fue para mí una especie de lubricante… que me ayudó a tragar la amarga medicina de mi servidumbre.
Estaba yo bebiendo mi tercera jarra de cerveza cuando se abrió la puerta de la taberna y entró por ella el último a quien yo hubiera querido ver: Edgar, el criado, con su magullado rostro contraído por la rabia. Vino hacia mí como un toro furioso al que acabaran de soltar, y se me plantó delante con aire amenazador. Nada dijo durante unos instantes, pero luego levantó la mano y la abrió encima de mi mesa. Enseguida cayó sobre mí una lluvia de dos docenas de pedacitos de papel. No necesité examinarlos para ver que se trataba de la nota que yo había enviado.
– ¿Sois tan estúpido como para venirnos con recados? -preguntó.
Recogí uno de los trocitos de papel y actué como si estuviera examinándolo:
– Por lo visto, sí.
– No volváis a hacerlo nunca. Si tenéis algo que decir, venid a vernos. Pero no nos enviéis un mensaje a través de un chaval de una taberna. ¿Me he explicado bien?
– Me temo que no os entiendo -respondí.
– Gastad bromas si queréis, pero hacedlo en privado -se burló-. No con el tiempo del señor Cobb y lo que tiene que ver con él.
– ¿Qué problema hay en que os envíe a un muchacho?
– Lo hay porque no os está permitido hacerlo. Y ahora, levantad el culo de esa silla y seguidme.
– Aún no he terminado mi cerveza -le dije.
– Ya habéis bebido bastante. -Arremetió de pronto contra mi mesa, dando un golpe que hizo caer la jarra de encima y la envió contra la pared, donde salpicó a varios clientes que estaban encorvados sobre sus bebidas. Ellos se quedaron mirándonos a mí y al criado. Todos nos miraron, de hecho: los clientes, el que servía en el mostrador, la furcia…
Yo salté de mi asiento, agarré a Edgar por la camisa y lo arrojé de espaldas sobre mi mesa, mientras levantaba un puño sobre él para que comprendiera mi intención.
– Ja, ja! -se burló-. No volveréis a golpearme, porque creo que Cobb no os lo permitirá. Vuestros días de aterrorizarme han pasado, y ahora tendréis que poneros manso o vuestros amigos lo pasarán mal. Dejadme, sucio pagano, o probaréis algo más de mi ira.
Pensé decirle que Cobb me había asegurado que podía sacudirle tanto como me diera la gana… una condición de mi empleo que el buen patrón había articulado claramente, aunque de pasada. Contuve la lengua, sin embargo, porque no quería parecerme a un chiquillo deseoso de invocar la sanción paterna. Por poco que fuera el poder que reservaba para mí mismo, haría uso de él. Por consiguiente, busqué una justificación a mi manera.
– Tenemos un problema -le dije, hablando en voz baja y con una calma que no poseía-. Esta gente me conoce y sabe que jamás permitiría que un lameculos como tú me tratara de esta manera. Por consiguiente, para poder proteger bien los designios secretos del señor Cobb, no me queda más elección que darte una paliza. ¿No lo ves así?
– Un momento… -empezó.
– ¿No comprendes que a los ojos de todos tengo que comportarme igual que lo he hecho siempre?
– Sí -reconoció.
– Entonces, debo hacerlo.
Edgar tragó saliva.
– Pegadme -dijo.
Yo me contuve aún, porque se me ocurrió que, si le golpeaba cuando estaba en disposición de rendirse, aquello tal vez no me satisfaría. Pero después decidí hacerlo para comprobar si era así. Total, que le asesté al pobre hombre dos o tres golpes en la cabeza hasta que estuvo demasiado aturdido para mantenerse derecho. Arrojé una moneda de plata al dueño de la taberna por las molestias, y salí de allí.
Si a Cobb le pareció extraño que yo me presentara en su casa sin llevar a remolque a su criado, no me lo dijo. De hecho no me dijo nada de la nota y del muchacho, así que me pregunté si no habría sido todo una invención de Edgar, un mero esfuerzo para hacerse con algún poder sobre mí. O, más probablemente aún, que quisiera evitar una confrontación. Porque esa parecería ser siempre su preferencia.
El sobrino del señor Cobb, sin embargo, me parecía un hombre al que nada lo satisfacía tanto como la discordia. Se hallaba también sentado en la sala y me observó con malevolencia, como si yo estuviera arrastrando barro con los pies por la casa. Me miró en silencio y no hizo ningún comentario ni gesto al verme entrar en la habitación, sino que se limitó a seguir mis explicaciones a Cobb con la frialdad de un reptil.
Apartando la vista de Hammond, me dirigí a Cobb y le conté todo lo que había ocurrido con Ellershaw. No podía estar más complacido.
– Es exactamente lo que yo había esperado. De principio a fin. Me estáis prestando un extraordinario servicio, Weaver, y os prometo que os lo recompensaré -me dijo.
– ¿Debo interpretar, pues, que deseáis que acepte ese puesto en Craven House?
– Oh, sí. No podemos perder la oportunidad. Debéis hacer todo cuanto os pida. Aceptad ese puesto, naturalmente, pero habéis sido prudente, muy prudente, al decirle que teníais que pensarlo. Eso le da un toque de verosimilitud, ya sabéis… Id a visitarlo dentro de un par de días y decidle que aceptáis su ofrecimiento.
– ¿Con qué objeto?
– Eso no importa ahora -intervino Hammond-. Ya lo sabréis cuando queramos que lo sepáis. De momento, vuestra única tarea es complacer a Ellershaw y conseguir que él confíe en vos.
Читать дальше