David Liss - La compañía de la seda

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David Liss, ganador del prestigioso premio Edgar, sorprende con una magnífica novela, protagonizada por un peculiar investigador que debe desentrañar un complot en torno al comercio de la seda con las colonias británicas de ultramar.
Londres, 1722. En la época de apogeo del mercado de importación de seda y especias, Benjamín Weaver, judío de extracción humilde, ex boxeador y cazarrecompensas, se ve acorralado por el excéntrico y misterioso millonario Cobb para que investigue en su provecho. Muy pronto Weaver se ve sumergido en una maraña de corrupción, espionaje y competencia desleal cuyo trasfondo son los más oscuros intereses económicos y comerciales.
Una vez más, el renombrado autor David Liss combina su profundo conocimiento de la historia con la intriga. Evocadoras caracterizaciones y un cautivador sentido de la ironía sumergen al lector en una vivida recreación del Londres de la época y componen un colorido tapiz del comercio con las colonias, las desigualdades sociales y la picaresca de aquellos tiempos.
«Los amantes de la novela histórica y de intriga disfrutarán con la fascinante ambientación, los irónicos diálogos y la picaresca de un héroe inolvidable.»
Publishers Weekly

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Tomé asiento frente a él y le ofrecí una indecisa sonrisa. Me sentía a la vez incómodo por haberme visto implicado en la farsa de ir a devolverle lo que le había robado y contuso por su entusiasmo.

– Me siento honrado y sorprendido por vuestras atenciones -dije.

– ¡Oh…! Os he visto combatir muchas veces -me explicó-. Presencié incluso vuestra pelea final con Gabrienelli…, la noche en que os fracturó la pierna, como tal vez recordaréis.

– Sí -asentí estúpidamente, porque me pregunté cómo podía pensar mi interlocutor que quizá hubiera olvidado que me había roto una pierna boxeando en el cuadrilátero.

– Claro… Yo tampoco olvidaré nunca el momento en que vi cómo os rompíais la pierna. Me alegra que hayáis podido venir. ¿Me permitís verla?

Reconozco que puse cara de completa sorpresa.

– ¿Mi pierna?

– ¡No, so zoquete! -me espetó-. La cartera con el informe. Dádmela.

Oculté mi sorpresa por el insulto y le tendí la cartera con los documentos.

Abrió la cartera y examinó el fajo de documentos con evidente aprobación, repasando las páginas como para asegurarse de que estuvieran todas en orden y no faltara ninguna. Después sacó de un bol de cerámica, decorado con motivos en rojo y en negro de diseño oriental, un objeto duro y pardusco que se metió en la boca y comenzó a mascar metódicamente, paladeándolo como si tuviera a la vez un sabor fuerte y delicioso por encima de toda ponderación.

– Excelente -murmuró sin dejar de mascar-. No hay ni una página fuera de sitio, lo cual es una suerte. Nos habría costado bastante trabajo reemplazarlo. Cuando descubrí que había desaparecido, pensé que sería una excelente oportunidad para pedir ayuda al gran Weaver y verlo trabajar en su nuevo oficio de cazarrecompensas, pero no estaba completamente seguro de no haber olvidado la cartera en mi casa de campo. He enviado una persona a buscarla, y estaba esperando que regresara en cualquier momento para informarme de su gestión allí cuando, en lugar de eso, recibí vuestra nota. ¡Qué gran suerte! ¿Dónde la encontrasteis?

Yo ya había pergeñado una mentira, así que me fue fácil responder confiadamente:

– Estaba siguiendo la pista de un notorio traficante de objetos robados…, cuando descubrí en su poder un buen número de bienes ajenos. Al ver estos documentos, comprendí que debían de ser importantes y que su propietario sería feliz si pudiera recuperarlos.

– Y así es, en verdad -dijo, sin dar pausa a sus muelas para seguir mascando aquel pequeño objeto marrón-. Ha sido un gran gesto por vuestra parte tomaros la libertad de venir a traerme estos papeles. Ya sabéis…, este es el gran regalo que le hace nuestra isla al resto del mundo: nuestra libertad. No hay arsenal, ni arma en todos los arsenales del mundo que sea tan formidable como la voluntad y la valentía moral de los hombres libres.

– No se me había ocurrido pensarlo -respondí.

– Sin duda. Y ahora, decidme: ¿qué puedo ofreceros como compensación por vuestras molestias?

Fingí considerar detenidamente el asunto.

– Esos documentos no tienen ningún valor intrínseco, y yo tengo la costumbre de pedir una guinea por la devolución de cosas así… Pero, puesto que vos no me habéis empleado para buscar vuestros papeles, y encontrarlos no me ha costado más esfuerzo que el puesto en las acciones para las que había sido contratado, mi conciencia me dicta que no debo pediros ningún pago. Solo os rogaré que, si en el futuro la Compañía de las Indias Orientales necesitara los servicios de un hombre de mis habilidades, no vaciléis en llamarme.

Dio la impresión de que Ellershaw mascaba también el asunto junto con el extraño objeto marrón que ahora había teñido sus dientes de una película de color sepia. Torció su cara frunciendo el ceño con expresión de contrariedad.

– ¡Oh, no! -protestó-. En absoluto. No podemos dejar las cosas colgadas así.

Pensé que se disponía a decir algo más, pero la conversación se interrumpió bruscamente porque, de pronto, dejó de hablar y se le crispó el rostro en una mueca de súbito e insoportable dolor. Se aferró a un lado de su escritorio, cerró los ojos y se mordió el labio inferior. En cuestión de segundos, lo peor de la crisis cesó aparentemente.

– ¡El maldito dolor…! -se quejó-. Debo tomar mi emulsión. -Tiró de un cordón con borla que colgaba de un punto cercano a su mesa y se oyó sonar una campanilla a lo lejos-. ¿Qué clase de empleo deseáis? -me preguntó.

Rechacé aquella idea riendo:

– Tengo la gran suerte de que no escaseen los hombre que necesitan mis talentos, señor. No he venido a solicitaros empleo en este momento… Solo os pido que si en el futuro se os presentara una necesidad, me consideréis a vuestras órdenes.

– Eso no me parece suficiente. Me siento demasiado feliz de haber podido conoceros por fin, para dejaros marchar ahora sin haber acordado nada. Ya sé que sois un hombre orgulloso, un luchador y todo eso. Jamás confesaréis vuestras necesidades, pero tiene que resultaros difícil ganaros la vida yendo de un empleo a otro.

– Jamás ha sido un problema para mí.

– ¡Por supuesto que tiene que serlo! -insistió Ellershaw con una sonrisa indulgente-. Miraos a vos mismo, señor. Tratáis de poner buena cara y llevar la ropa bien limpia, pero cualquiera puede ver sin esforzarse demasiado que sois un judío. Tiene que ser una terrible carga para vos.

– Me ha resultado tolerable hasta ahora.

– Y aunque se trata de una carga abrumadora, seguís teniendo la libertad de un inglés, casi como si lo fuerais vos mismo. ¿No es maravilloso? La libertad es, como por fuerza tenéis que saberlo, el derecho a cuestionar y cambiar la forma tradicional de hacer las cosas. Es lo que revoluciona continuamente el mercado, ya se trate del mercado de productos textiles indios, como del de relojes robados, supongo.

– Vuestra opinión me merece la mayor consideración, señor -dije, mirando con nostalgia la puerta.

– Pero en cuanto a la condición de judío… supongo que eso es algo distinto. La libertad no conoce cargas, por supuesto. Tenemos que ser libres a pesar de las que nos agobian. Pero esto de ser judío… estoy seguro de que os impide tener amistad seria con la mayoría de los caballeros, pero os prometo que yo no soy de esa clase de caballeros. A mí no me importa lo que seáis, ya os digo. Me tiene sin cuidado que tengáis aspecto de judío o que os hayáis presentado aquí como si fuerais poco más que un mendigo para devolverme los papeles que me robaron. Nada de todo eso me importa. ¿Queréis que os explique por qué?

Le pedí que lo hiciera.

– Porque os he visto combatir en el cuadrilátero, señor. Sé la clase de hombre que sois, aun cuando el resto del mundo se dedique a lanzaros escupitajos.

– Perdón, pero… -empecé.

Pero él no estaba dispuesto a conceder ninguna excusa.

– Para el mundo, señor, vos no sois más que un ladrón de mala muerte, soplón, para colmo, que ni siquiera servís para deshollinar sus chimeneas; pero yo veo en vos algo mucho mejor. En realidad, se me ha ocurrido una idea de lo que podría hacer vos ¿Deseáis oírla?

Tendría que esperar, sin embargo, para que me expusiera su idea, porque en aquel instante llamaron discretamente a la puerta y, antes de que Ellershaw pudiera responder, se abrió esta y entró una criada que llevaba en las manos una bandeja. En la bandeja había un tazón lleno de un líquido humeante que olía a hongos y limón. A mí me hubiera dado un asco horrible tener que beber aquello, pero lo que atrajo mi interés no fue aquel extraño té, sino su portadora. Porque la criatura que se inclinaba mansamente como una sirvienta en una casa llena de intemperantes hombres de las Indias Orientales, no era otra que la señorita Celia Glade, la intrépida mujer que me había entregado los documentos en aquella habitación.

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