– Entonces -observé con preocupación-, si solo ha conseguido reunir lo suficiente para retirarse con relativa modestia, una deuda importante podría arruinar fácilmente su vida.
– Así es.
– Supongo que lo mejor será que vaya a hablar con él cuanto antes.
El señor Franco tenía su hermosa y agradable casa en Vine Street, a un corto paseo de mi alojamiento y de la casa de mi tío. Dada la hora, era posible, y hasta probable que tuviera visitas o hubiera salido, pero lo encontré en casa y tal vez deseoso de tener compañía. En cuanto me vio en su recibidor, me invitó a sentarme en una artística silla y me sirvió un vaso de vino sabiamente mezclado con especias.
– Estoy encantado de veros, señor -me dijo-. Después de que Gabriella retornara a Salónica, temí que no hubiera más contactos entre nosotros. Espero volver a tenerla aquí pronto, y volveré a sentirme feliz, porque un hombre tiene que estar con su familia. Es una gran bendición cuando uno se hace mayor.
El señor Franco me sonreía amablemente y yo me sentí odioso y me enfurecí con Cobb por lo que iba a tener que decirle. Era un hombre de aspecto agradable, con un rostro redondo que sugería un cuerpo entrado en carnes que no poseía. Al igual que mi tío, evitaba la moda londinense y lucía una barba muy recortada que atraía la atención de su interlocutor a sus ojos cálidos e inteligentes.
Era, en muchos aspectos, un hombre poco corriente. Buena parte de los motivos que había tenido mi tío para animarme a buscar aquel enlace estribaba en que, a diferencia de muchos judíos respetables de Londres, el señor Franco no habría considerado un insulto para su familia la alianza con un cazarrecompensas. Es más, le complacía que yo hubiera alcanzado cierto renombre entre los gentiles de la ciudad y consideraba mis éxitos como una señal -demasiado optimista, en mi opinión- de que se avecinaban tiempos de mayor tolerancia.
– Había temido por nuestra amistad cuando vi que no se producía una relación entre mi hija y vos…, no, no, no protestéis. Ya veo que desearíais corregirme, pero no es necesario. Sé que mi hija es encantadora y muy bella, así que no hace falta que me lo digáis. Pero sé también que no todas las mujeres encantadoras y bellas pueden inspirar en todos los hombres el deseo de casarse con ellas porque, de ser así, el mundo sería un lugar muy extraño e incómodo. No lo tomo a mal. Ambos encontraréis vuestra media naranja, y solo deseo a vuestra merced que la encuentre pronto, porque un hombre debería saborear pronto las bendiciones del matrimonio.
– Sois muy amable -dije, dedicándole una inclinación de cabeza desde mi asiento.
– Me han dado a entender que vos teníais cierta relación con la nuera de vuestro tío -apuntó sagazmente-. ¿Fue tal vez esa dama un obstáculo entre mi hija y vos?
Suspiré al darme cuenta de que no podía evitar aquel tema tan turbador.
– Es verdad que durante un tiempo deseé vivamente casarme con ella -admití-, pero, como ya sabréis, buscó su felicidad por otro camino. No representa ningún obstáculo en mi vida.
– Dicen que se convirtió a la Iglesia de Inglaterra…
Asentí.
– Pero también tengo entendido que ha enviudado de nuevo.
– Estáis muy bien informado.
– Y también me doy cuenta de que no deseáis que siga insistiendo en este tema -concluyó, con una sonrisa.
– Confío en que os sintáis siempre libre para abordar conmigo cualquier tema que queráis, señor Franco. Por mi parte, jamás podré ofenderme cuando un hombre de vuestra condición me hable con toda libertad y con el corazón en la mano.
– Oh…, dejad de ser tan ceremonioso conmigo. Lamentaría mucho que esperarais que yo lo fuera con vos, señor. Cuando vos y Gabriella decidisteis no aspirar a una relación más solemne, temí que dejáramos de ser amigos. Espero que no sea ese el caso.
– Yo también me había envanecido de que pudiéramos seguir siendo amigos -dije-, pero cuando hayáis oído lo que tengo que deciros, tal vez desearéis no haberme invitado jamás a vuestra casa. Me temo que debo mostrarme circunspecto y reservarme algunos detalles que tal vez os gustaría saber, pero lo cierto es, señor, que hay personas que pretenden perjudicaros como medio para hacerme daño a mí.
Inclinó el cuerpo hacia delante y el crujido de su asiento me sobresaltó.
– ¿Perjudicarnos a los dos? ¿Qué queréis decir?
A pesar de sentirme violento, le expliqué tan claramente como pude que mis enemigos habían elegido a unas cuantas personas próximas a mí y estaban actuando contra sus intereses financieros.
– Por lo visto -concluí-, mis frecuentes visitas a vuestra casa les han dado a entender que entre vos y yo existía una relación más estrecha.
– Pero no existe ningún problema en mis finanzas.
– ¿Tenéis deudas, señor Franco?
– Todos los hombres tienen deudas -respondió, con una nota de tensión en la voz.
– Por supuesto. Pero lo que están haciendo esos hombres, casi con toda seguridad, es comprar todas las deudas que pueden. Si os hiera reclamado en un mismo día el pago de todas vuestras deudas, ¿os veríais en una situación apurada?
No respondió durante unos momentos, pero su rostro palideció alrededor de su barba y los dedos que apretaban su vaso adquirieron el color del marfil.
– Lamento muchísimo haberos traído esta noticia -dije, dándome cuenta de la debilidad de mi consuelo.
Él sacudió lentamente la cabeza.
– De lo que me decís, deduzco que vos no habéis hecho nada. Esos hombres deben de ser lo suficientemente viles como para aprovecharse de vuestros sentimientos, sabiendo que vos seríais capaz de soportar el daño que os hicieran, pero no el de otros. Me siento furioso, ciertamente, señor Weaver, pero no con vos, que no habéis causado ningún daño.
– No merezco vuestra comprensión, señor, pero os la agradezco muy de veras.
– No…, pero tenéis que decirme más. ¿Quiénes son esos enemigos vuestros? ¿Qué quieren de vos?
– Creo que es preferible que no me extienda en los detalles. Pero os diré que lo que quieren es que les preste unos servicios que yo, si no me presionaran de esa forma, no querría prestarles.
– ¿Qué clase de servicios? Porque, ni siquiera para evitarme la prisión, debéis hacer algo que vaya en contra de vuestro sentido del deber moral o de las leyes de este reino.
Pensé que era preferible soslayar la cuestión.
– En cuanto a la naturaleza de esos servicios, tal vez sea mejor decir lo menos posible.
– Vos podéis no haber hecho nada para meterme en este apuro, señor Weaver, pero me veo en él, y no sería correcto dejarme en la ignorancia.
Su observación era muy atinada y, por ello, tras insistirle nuevamente en la necesidad del secreto, tanto en su interés como en el de los otros, le expliqué todo cuanto me pareció seguro: que un hombre muy rico e influyente quería utilizar mis servicios contra uno de los directivos de la Compañía de las Indias Orientales.
– ¡Aja! -exclamó en tono de triunfo-. Ya he tenido tratos con la Compañía de las Indias Orientales, y también con sus competidores, y creedme que no soy un novato en este juego y que sabré contrarrestar sus maniobras.
– Puede que no sea sencillo -objeté.
El sonrió demostrando que se hacía cargo de la dificultad.
– ¿Pensáis que porque esos hombres son ricos y poderosos es imposible manejarlos? Esa es la gran ventaja del mundillo del Change Alley. [6]La fortuna es una diosa voluble, capaz de asestar golpes donde uno no los espera y de elevar al mendigo a grandes alturas. Los hombres de la Compañía de las Indias Orientales no tienen motivos para apreciarme, pero su enemistad jamás me ha causado ningún daño. Existen reglas en este juego que jugamos, ya sabéis.
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