Levanté mi vela e hice que mi mecha tocara la de la suya, en un gesto tan denso de sugerencias amorosas que temí que, más que la cera y la mecha, fuese yo mismo quien me inflamara en llamas. La bajé para ponerla nuevamente en la mesa.
– ¡Si consiguiera recordar dónde diablos me dijo el señor Ellershaw que había puesto ese maldito informe…! Perdón, señorita Glade…, os ruego que disculpéis la rudeza de mi lenguaje…
La joven dejó escapar una risa cantarina.
– No os preocupéis -dijo-. Trabajo entre hombres aquí, y esa forma de hablar está a la orden del día. Ahora, en cuanto a ese documento… -Se puso en pie y se acercó al escritorio, moviéndose tan cerca de mí que su femenina fragancia llenaba mis sentidos. Abrió uno de los cajones del escritorio y sacó de él una gruesa cartera de piel llena de papeles-. Creo que este es el informe del señor Ellershaw para la asamblea de accionistas. Es un documento bastante extenso. Tendréis que permanecer levantado hasta tarde, si habéis de revisarlo esta noche. Quizá sería más prudente que lo dejarais aquí para leerlo por la mañana.
Yo se lo quité de las manos. ¿Cómo podía saber ella dónde se guardaba? Era presumible que mi teoría acerca de una dama ocupada en las oficinas tenía fundamento.
– Mañana por la mañana tendré otro trabajo que reclamará mi atención. Sin embargo, os agradezco que os preocupéis por mí. -Me puse en pie, y ella retrocedió para dejarme pasar.
Con el paquete bajo el brazo y una de las dos velas en la mano, me acerqué a la puerta.
– Señor Ward -me llamó-, ¿cuándo os contrató el señor Ellershaw?
Yo me detuve ante la puerta.
– La semana pasada -respondí.
– Es muy poco habitual que se haya creado un nuevo empleo justo antes de la asamblea de accionistas, ¿verdad? ¿A través de qué partida lo financia?
Pensé decirle que no tenía ni idea de dónde sacaba el dinero para financiarlo, pero un escribiente del señor Ellershaw sin duda estaría al tanto de esas cuestiones, ¿no? Ni que decir tiene que yo ignoraba en realidad lo que pudiera hacer un escribiente, y no digamos ya un escribiente de Ellershaw, pero pensé que debía decir algo.
– El señor Ellershaw no ha recibido aún financiación de la asamblea; hasta que la tenga, me paga de su propio dinero. Con todo, puesto que está muy ocupado con la preparación de la asamblea, necesitaba contar con algún colaborador más.
– Debéis de prestarle servicios de vital importancia.
– Ese sería mi mayor deseo -le aseguré, y me excusé para salir del despacho.
No perdí tiempo en apagar la vela, sino que me apresuré a bajar la escalera y dirigirme a la puerta trasera. ¡Al diablo la campana!, pensé. Estaría lejos antes de que a alguno le pareciera extraño que saliera por la puerta de atrás. Aunque, en realidad, no era nada extraño porque… ¿por qué tendría que salir por la de delante mientras aún arreciaba el alboroto?
Recogí mi capote y mi saco, y tuve la suerte de encontrar el terreno libre de vigilantes, que seguían intercambiando improperios con los alborotadores. No vi ninguno de los perros, pero seguí asiendo con fuerza el conejo que me quedaba por si tenía necesidad de arrojárselo. Desde la fachada del edificio me llegaban maldiciones, mezcladas ahora con amenazas de que pronto se presentarían allí los soldados y les quitarían las ganas de arrojar basura cuando tuvieran el pecho atravesado por una bala de mosquete.
De vuelta en el montículo, escalé una vez más el muro. Ahora sería mucho más difícil bajar por el otro lado porque no quería caer de golpe los tres metros y allí no había ningún lugar más elevado en el que aterrizar. Inicié, pues, el descenso agarrándome lo mejor que pude al muro para reducir la distancia lo más posible y, cuando me pareció asequible, me dejé caer en tierra. No fue un aterrizaje cómodo, pero tampoco resultó terrible, y emergí de mi esfuerzo indemne y sin haberme despeinado casi. Después abrí el saco y solté al conejo para que corriera libremente a su antojo…, que era lo mejor que cualquiera de nosotros podía hacer ahora.
Volví luego a Leadenhall Street, donde los tejedores de seda seguían gritando, arrojando basura y pavoneándose ante las miradas de una compañía de soldados de casaca roja cuyas expresiones componían una espantosa combinación de tedio y crueldad. En el tiempo que tardé en acercarme, vi que el oficial que los mandaba miraba dos veces la torre del reloj de St. Michael: estaba ansioso por descargar su munición en el mismo instante en que la ley se lo permitiera. Por lo mismo sentí un gran alivio cuando vi a Devout Hale y le informé de que ya había concluido mi tarea y que él y sus hombres podían dispersarse libremente. Hale hizo correr la voz y en un instante los tejedores de seda desistieron y se alejaron pacíficamente mientras los soldados los provocaban, acusándolos de no ser lo bastante hombres para arrostrar el fuego de sus mosquetes.
Yo no podía sentirme más feliz de que mi tiempo de servidumbre hubiera concluido ya, así que, en lugar de esperar hasta la mañana, tomé un carruaje hasta las proximidades de Swallow Street y llamé a la puerta del señor Cobb. Cuando Edgar respondió a la llamada, me arrepentí inmediatamente de la dureza con que lo había tratado. No lo digo por las marcas de una severa paliza que aún tenía en el rostro, porque me habría encantado administrarle la misma medicina si la merecía. Pero sabía que me había ganado un enemigo, alguien que no estaría dispuesto a perdonarme ni después de que su amo se olvidara de mí.
– Weaver -refunfuñó, con la voz alterada por las magulladuras y la pérdida de dientes. La hinchazón de su boca acentuaba su semejanza con la de un pato-. Tenéis la inmensa suerte de que el señor Cobb me haya pedido que no os haga daño.
– Me siento afortunado, sí -le aseguré-. Y cualquiera que sea la fuente de su divina misericordia, siempre le estaré agradecido por ella.
Se limitó a bizquear con su ojo sano, sin dar crédito a la sinceridad de mis palabras, y me condujo luego a la sala sin decir una sola palabra. Yo le entregué mi capote y mis guantes, que él tomó con el mayor desdén que pudo expresar.
Tras el mal rato que había pasado en Craven House, me pareció un lujo sentarme en una habitación caliente y bien iluminada. En cada aplique de la pared lucía una vela y había otras repartidas por la estancia, así como un fuego bien alimentado, que me quitó el frío que llevaba dentro. Un lujo bastante caro, a menos que Cobb esté esperando la llegada de un visitante, pensé. Deduje, pues, que aguardaba a alguien más esa noche, o que tenía un agente vigilando mis pasos en la Casa de las Indias Orientales, que le había informado de que me dirigía a verlo.
Al cabo de un rato que se me hizo interminable, entró Cobb en la sala y me tendió la mano. Yo debería haber desdeñado su gesto porque aún estaba enfadado con él, pero le devolví el apretón por la fuerza de la costumbre.
– ¿Lo tenéis vos? -me preguntó.
– Eso creo -dije. Solo entonces se me ocurrió pensar que no había examinado el contenido de la cartera. ¿Y si la señorita Glade me hubiera engañado? No podía imaginar por qué iba a querer hacerlo, pero tampoco podía imaginar de qué iba todo aquel asunto.
Cobb abrió la cartera de piel y empezó a pasar páginas, que examinó rápidamente.
– Ah, sí. Es esto. Esto precisamente. -Volvió a meter las hojas en la cartera y deslizó esta bajo la mesa-. ¡Bien hecho, Weaver! Vuestra reputación es menor de la que merecéis. Dudo que exista un lugar más seguro en la ciudad y, sin embargo, vos habéis conseguido penetrar allí de alguna manera, tomar lo que deseaba y salir bien librado. Estoy muy impresionado por vuestro talento, señor.
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