Una vez arriba, me apresuré a explorar la zona en busca de quienes pudieran estar observándome, pero el espacio parecía tan desierto y oscuro como las habitaciones del piso inferior. Recuperado mi sentido de la orientación, no tardé en encontrar el despacho que necesitaba… o, tal vez mejor dicho, que creía necesitar, pues no podía estar seguro de haber descubierto el lugar correcto. Sin otra elección más que la de confiar en haber acertado, entré en la habitación y, al encontrarla vacía, me dispuse a desvalijarla.
Actuaba con una serie de impedimentos que hacían más complicada mi tarea. Trabajaba a oscuras y no estaba familiarizado con los documentos que buscaba ni con el hombre que los poseía. Disponía de un tiempo limitado para encontrar lo que necesitaba Cobb, y las consecuencias de ser capturado o de fracasar eran igualmente espantosas.
Mis ojos se habían adaptado bastante bien a la oscuridad reinante. De hecho, las luces que provenían del caos de fuera con tribuían a iluminar la estancia, y podía oír desde allí, apagados, los gritos de desafío que lanzaban los tejedores de seda. Decidí no hacerles caso en la medida en que me fuera posible. Había luz suficiente para permitirme ver el mobiliario -un escritorio, unas cuantas sillas, estanterías para libros, mesitas auxiliares y demás-, pero no para leer los títulos de los libros sin acercarme muchísimo a ellos ni para distinguir qué imágenes eran las que se hallaban enmarcadas en la pared. Sobre el escritorio había varios montones de documentos, y por ellos empecé.
Cobb me había dicho todo cuanto pensaba que me haría falta saber, pero era evidente que le había parecido mejor no decirme más. Tenía que buscar entre aquellos documentos los papeles de un tal Ambrose Ellershaw -un hombre que, oportunamente, acababa de partir hacia su mansión en el campo, donde estaría los próximos dos días-, que era uno de los miembros de la junta de comisionados. Los componentes de ese grupo estaban preparando para marzo la reunión trimestral de la mucho más numerosa asamblea de accionistas, formada por las alrededor de doscientas personas que controlaban los destinos de la Compañía. Cada miembro de la junta había recibido el encargo de reunir datos para informar a la asamblea, y a Ellershaw le había correspondido la responsabilidad de reunir los relativos a la importación de tejidos indios en las islas Británicas y los correspondientes a las ventas de tejidos prohibidos en los mercados coloniales y europeos. Para elaborar estos datos, el señor Ellershaw tendría que revisar innumerables libros de contabilidad de donde obtener la información que necesitaba.
Mi tarea consistía en llevarme su informe. Ignoraba cómo podía saber Cobb que no existirían copias de él, pero tampoco me interesó preguntárselo porque no tenía el más mínimo deseo de ponerme las cosas más difíciles. Cobb me dijo que no sabía con certeza dónde guardaba Ellershaw su informe; solo que lo tendría en su despacho y que estaría claramente rotulado.
Empecé a revisar los documentos que tenía en la mesa, pero solo encontré correspondencia; la luz era insuficiente para permi tirme leer con facilidad y, puesto que tampoco tenía interés ni razón en enterarme del contenido de sus cartas, me preocupó poco esa dificultad. Perdí la noción del tiempo en mi frenético examen de todos aquellos papeles, y no sabría decir cuánto me costó repasar todos los que había encima del escritorio. Solo sé que me quedaban apenas dos o tres hojas por revisar cuando oí que el reloj daba las nueve. Los tejedores de seda podían contar con otra media hora, tres cuartos a lo sumo, antes de que peligrara su seguridad. Me di cuenta de que tenía que encontrar lo que buscaba, y hacerlo pronto.
Me disponía a abrir uno de los cajones del escritorio cuando, de súbito, noté algo terrible. Oí un chirrido metálico que reconocí al punto: era el sonido de alguien que hacía girar la manecilla de la puerta.
Al punto me dejé caer en el suelo y me oculté lo mejor que pude tras el escritorio. No era el escondite que yo hubiese elegido -el rincón hubiera sido mejor, puesto que alguien podría entrar a buscar algo en el escritorio y no fijarse siquiera en el rincón-, pero lo cierto es que no tuve tiempo de escoger. Oí, pues, cómo abrían la puerta de la habitación y al instante se llenó de luz.
Ya sé que exagero porque, incluso escondido como me hallaba, podía decir que fue solo la simple llama de una vela o de una lámpara de aceite, pero su luz penetró en la valiosa protección que me prestaba la oscuridad e hizo que me sintiese desnudo y expuesto a la vista de cualquiera.
Solo podía esperar que el intruso hubiera venido a buscar un libro o un documento de encima de la mesa, pero no era este el caso. Oí el golpe amortiguado de algo -la vela, supuse- que dejaban sobre el tablero.
– ¡Oh! -exclamó una voz de mujer.
Levanté entonces la mirada y vi a la joven que me había dado su vela y que me miraba ahora con una expresión de curiosidad perfectamente comprensible.
Yo ya me había visto antes en situaciones difíciles, lo reconozco, y uno no las supera si no tiene la habilidad de improvisar. En lugar de dar por descontado que la joven llamaría a los vigilantes de la finca para que me condujeran al alguacil más próximo, le rogué que bajara la luz hacia el suelo. Y, cuando ella se dispuso a hacerlo, saqué de mi bolsillo un cortaplumas y lo deslicé bajo el escritorio. Después, mientras la joven sostenía la luz para mí, fingí buscar hasta encontrarlo y finalmente me puse en pie para adoptar una postura más digna.
– Muchas gracias, querida -dije-. Puede que esta navajita os parezca un objeto insignificante, pero perteneció a mi padre y me hubiera llevado un disgusto en el caso de extraviarla.
– Quizá si vos no hubierais apagado vuestra vela… -me sugirió.
– Oh, sí… Ha sido todo un desastre continuo. Se apagó la vela, y dejé caer al suelo el cortaplumas…, ya sabéis cómo son estas cosas. Un pequeño accidente lleva a otro.
– ¿Quién sois vos, señor? -me preguntó, observándome ahora más detenidamente-. No creo haberos visto antes.
– Sí, soy bastante nuevo en la casa. Soy el señor Ward -dije, sin saber por qué me vino a la mente antes que cualquier otro el nombre de aquel escandaloso poeta-, un nuevo escribiente al servicio del señor Ambrose Ellershaw. Yo tampoco os había visto antes.
– Pues me veréis mucho por aquí, os lo aseguro. -Dejó la vela sobre el escritorio, pero siguió mirándome fijamente.
– Sentaos, os lo ruego, señorita… -dije, dejando inacabada la frase.
– Señorita Glade -la completó ella-. Celia Glade.
Le hice una reverencia y después nos quedamos de pie juntos, ligeramente violentos los dos.
– Encantado de conoceros, señorita Glade.
Me estaba preguntando quién sería aquella mujer. Su forma de hablar era de lo más educada y no se parecía en nada a la de una sirvienta. ¿Podría tratarse de una empleada en las oficinas de la Compañía? ¿Era posible que la Compañía de las Indias Orientales tuviera criterios tan extravagantes en lo relativo a su personal?
Mi confusión se veía aumentada no poco por lo impropio que se me hacía estar allí a oscuras, en un espacio privado, con una mujer tan atractiva y de evidente buena posición.
– Decidme, señor Ward…, ¿qué os trae esta noche al despacho del señor Ellershaw? ¿No preferiríais estar fuera viendo cómo los tejedores de seda lanzan basura a los guardias?
– Es una tentación, lo reconozco; pero debo sacrificar mi placer al trabajo. El señor Ellershaw que, como vos sabréis, estará fuera de la ciudad un par de días, me ha pedido que revise su informe para la asamblea de accionistas. Yo me fui al concluir la jornada, y estaba pensando irme a casa cuando me acordé del informe y pensé que sería mejor regresar, tomarlo y revisarlo esta noche en mis habitaciones. Pero entonces se me cayó el cortaplumas y…, ya sabéis. Me alegro de que vos me hayáis oído y hayáis venido a ayudarme a encender nuevamente mi vela.
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