Elias, que se estaba secando la boca con el dorso de su muñeca, asintió vigorosamente.
– Yo he podido averiguar algo más. He sabido que su criado obtuvo el arrendamiento de su casa en una puja, ofreciendo una cifra muy generosa y pagando tres años por adelantado. Hará de eso unos seis meses. De entonces acá, no se sabe nada. Ahora bien…, en Londres no vive ningún hombre de buena posición sin atraer la atención de la sociedad. Puesto que estaba claro que tenía ciertos propósitos acerca de ti, me he dedicado a sangrar en algunas de las posadas más de moda de Londres, he tirado de algunos dientes bien situados y he extraído algún encumbrado cálculo renal. Incluso he tenido el placer de aplicar una crema contra sarpullidos en un par de los pechos más admirados de Londres… pero nadie de importancia ha oído mencionar ese nombre. Tú ya sabes cómo corren estas cosas en el mundo elegante, Weaver… Un hombre de esa clase, con dinero no solo de boquilla sino puesto innegablemente en circulación, no puede entrar en la metrópoli sin generar atención. Aun así, el señor Cobb se las ha arreglado para pasar completamente inadvertido.
– Por lo visto no tiene más servicio que ese desagradable criado suyo, y yo diría que tampoco tiene cocinera -observé-. Debe de comer fuera, por tanto. Y con seguridad alguien tiene que haberlo visto en la ciudad.
– Una observación muy astuta -dijo Elias-. Pienso que será posible averiguar un par de cosillas por ese lado. Redoblaré mis esfuerzos. Hay un elegante hijo de un duque, un tercer o cuarto hijo, de escasa significación, en realidad, ya me entendéis, que vive no lejos de Cobb. Padece unos dolorosos diviesos en el trasero. La próxima vez que vaya a sajárselos, le preguntaré si sabe algo acerca de su vecino.
– Confío en que nos transmitas su respuesta, sin explicarnos más detalles de su tratamiento -dije.
– ¿Tiene que ser solo mi amor a la salud humana lo que me lleve a disfrutar de la vista de un divieso sajado?
– Sí -le aseguré.
– Bueno, Weaver…, verás. No me hace gracia mencionarlo, pero creo que vale la pena decirlo. Ese tal Cobb es, obviamente, un individuo poderoso y astuto… ¿No te convendría buscar como aliado otro hombre poderoso y astuto como él?
– Os referís a ese bribón de Jonathan Wild -dijo mi tío, pronunciando el nombre con evidente disgusto. Tuvo que hacer un esfuerzo considerable, pero echó el cuerpo hacia delante en su butaca-. No quiero ni oír hablar de eso.
Wild era el cazarrecompensas más famoso de toda la ciudad, pero era asimismo el ladrón más astuto del país, probablemente del mundo y muy posiblemente de la historia del mundo. Que yo supiera, ninguno había podido crear un imperio criminal tan vasto como el que había forjado Wild, y lo había hecho aparentando ser un gran servidor público. Los hombres poderosos de la ciudad o ignoraban por completo su verdadera condición o fingían ignorarla porque la ignorancia convenía para sus propósitos.
Wild y yo éramos ciertamente adversarios; de eso no cabía ninguna duda; pero también habíamos trabado en otros tiempos precarias alianzas, y yo sentía un cauteloso respeto por el segundo de Wild, un tal Abrabam Mendes, un judío de mi mismo vecindario.
– Si he de seros sincero -expliqué-, yo ya había considerado esta posibilidad. Por desgracia, Wild y Mendes operan ahora en Flandes y no se espera su regreso aquí hasta dentro de dos o tres meses.
– Es una lástima -dijo Elias.
– No lo veo yo así -dijo mi tío, volviendo a apoyarse en el respaldo de su butaca-. Cuanto menos trates con ese hombre, tanto mejor.
– Me siento inclinado a daros la razón -dije-. De hallarse él aquí, no tendría más elección que ir a verlo para pedirle consejo e incluso su ayuda. He trabajado con él anteriormente, cuando se solapaban nuestros intereses, pero no querría tener que pedirle un favor. Hacer eso le daría demasiado poder sobre mí.
– Estoy de acuerdo -remachó mi tío-. Con todo, señor Gordon, vuestra proposición es muy bien recibida. Valoro mucho vuestra ayuda.
– Difícilmente puedo ayudaros -dijo Elias-, porque mis finanzas y mi propio futuro están tan comprometidos como los vuestros.
– Sin embargo -continuó mi tío-, estoy en deuda con vos, señor.
Elias se levantó para hacer una reverencia.
– Y ahora espero que nos excusaréis, pero tengo que hablar a solas con mi sobrino.
– Oh… -exclamó Elias, comprendiendo ahora que los elogios de mi tío habían sido una torpe transición. Miró con pesar su vaso medio lleno de clarete, preguntándose (pude adivinarlo en la expresión de sus ojos) si lo apuraría de un rápido sorbo o hacer tal cosa parecería una grosería imperdonable-. Sí, por supuesto.
– Al salir, decidle a mi encargado que he dado instrucciones para que os entregue una botella de obsequio. El sabrá dónde encontrarla.
Aquellas palabras de mi tío devolvieron la alegría al rostro de mi amigo.
– Sois muy amable, señor.
Hizo una nueva reverencia y se despidió.
Una vez se hubo ido, mi tío y yo permanecimos callados unos minutos. Finalmente, fui yo quien habló:
– Tenéis que saber que lamento muchísimo haber sido la causa de vuestros problemas.
Él sacudió la cabeza.
– Tú no has hecho nada. Te están haciendo daño y tú no has hecho nada. Solo querría poder ofrecerte alguna ayuda.
– ¿Y qué hay de vos? ¿Cómo soportaréis estas pruebas?
Se llevó a los labios un vaso de humeante ponche, tan cargado de miel, que el perfume de esta se difundía por la habitación y llegaba hasta mí.
– Tú no te preocupes. No es la primera vez en mi carrera que me cuesta encontrar dinero. Ni será la última. Un comerciante hábil como yo sabe cómo sobrevivir. Procura hacerlo tú también.
– ¿Y con respecto al señor Franco? ¿Habéis sabido algo de él?
– No -dijo mi tío-. Puede ser que aún no haya descubierto sus dificultades.
– Tal vez no las descubrirá nunca.
– No, eso tampoco me parece posible. Puede que nunca sepa que su suerte está ligada a la tuya, pero si existe el riesgo de que lo lleven a prisión por su causa, pienso que primero debería saber algo del asunto por ti.
Mi tío tenía razón, y yo no podía negar su prudencia.
– ¿Conocéis bien al señor Franco? -le pregunté.
– No tanto como me gustaría. Lleva poco tiempo viviendo aquí, ya sabes. Es viudo y él y su encantadora hija viajaron desde Salónica para disfrutar de las libertades de la vida en la Gran Bretaña. Ahora su hija ha regresado a Salónica. Aún no entiendo por qué no la asediaste con más tenacidad -añadió.
– Ella y yo no hacíamos una buena pareja, tío.
– Vamos, Benjamín… Ya sé que aún tienes tus esperanzas puestas en Miriam…
– Ya no -dije con toda la fuerza de convicción que pude poner en mis palabras, en gran parte sincera-. Las cosas entre ella y yo están irremediablemente rotas.
– También parecen estarlo entre Miriam y yo. Apenas he tenido noticias de ella, y ninguna de sus labios -me dijo-. Después de su conversión a la Iglesia, ha cortado todos sus lazos con esta familia.
– También los ha cortado conmigo.
Me miró con cierto escepticismo, porque no creía que la conversión y el nuevo matrimonio de Miriam fueran la causa de que hubiera acabado para siempre nuestra amistad. Ni debería creerlo.
– Supongo que no hay nada que hacer -dijo.
– Nada -repetí-. Pero ahora volvamos al tema del señor Franco.
Mi tío asintió.
– Se dedicó al comercio de joven, y le fue moderadamente bien, pero no tiene madera para este negocio. Sus deseos son bastante modestos, y tengo entendido que ahora no lleva una vida activa en los mercados y se interesa sobre todo por la lectura y la compañía de sus amigos.
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